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Chasqueó la lengua. Hice un esfuerzo por detener mi diálogo interno, y la autocompasión desapareció.

– Genaro es muy cariñoso -comentó don Juan cuando don Genaro se fue-. El designio del poder fue que hallaras un benefactor gentil.

No supe qué decir. La idea de que don Genaro era mi benefactor me intrigaba sobremanera. Quise que don Juan me dijera más al respecto. Él no parecía tener ganas de hablar. Miró el cielo y la cima de la oscura silueta de unos árboles al lado de la casa. Tomó asiento con la espalda contra un grueso palo ahorquillado, plantado casi frente a la puerta, y me indicó sentarme junto a él, a su izquierda.

Así lo hice. Tomándome del brazo me jaló más cerca, hasta que nuestros cuerpos se tocaron. Dijo que esa hora de la noche era peligrosa para mí, sobré todo en aquella ocasión. Con voz muy tranquila me dio una serie de instrucciones: no nos moveríamos del sitio hasta que él lo creyera conveniente; seguiríamos hablando, en tono sosegado, sin interrupciones largas; yo debía respirar y parpadear como si me hallara frente al nagual.

– ¿Está por aquí el nagual? -pregunté.

– Desde luego -dijo, y rió por lo bajo.

Prácticamente me acurruqué contra don Juan. Él empezó a hablar y solicitó de mí cualquier tipo de preguntas. Incluso me dio mi libreta y mi lápiz, como si yo pudiera escribir en la oscuridad. Afirmó que yo necesitaba estar lo más tranquilo y normal que fuese posible, y no había mejor modo de fortificar mi tonal que el de tomar notas. Planteó el asunto en un nivel conminatorio; dijo que si anotar era mi predilección, debía ser capaz de hacerlo aun entre tinieblas. Había en su voz un tono de reto cuando me dijo que yo podía convertir la anotación en una tarea de guerrero, en cuyo caso la oscuridad no sería ningún obstáculo.

De algún modo debe de haberme convencido, pues logré garrapatear partes de nuestra conversación. El tema principal fue don Genaro como benefactor mío. Yo tenía curiosidad de saber cuándo se había vuelto tal, y don Juan me instó a recordar un supuesto suceso extraordinario que tuvo lugar el día en que conocí a don Genaro, y que sirvió de señal propicia. No pude recordar nada por el estilo. Empecé a recontar la experiencia; hasta donde recordaba, fue un encuentro de lo más común y casual, ocurrido en la primavera del año 1968. Don Juan me detuvo.

– Si eres tan tonto que no te acuerdas -dijo-, más vale dejarlo así. Un guerrero sigue los dictados del poder. Lo recordarás cuando se haga necesario:

Don Juan dijo que tener benefactor era un asunto muy difícil. Citó como ejemplo el caso de su aprendiz Eligio, que llevaba muchos años con él. Dijo que Eligio no había podido encontrar benefactor. Le pregunté si a la larga lo hallaría; repuso que no había modo de predecir los caprichos del poder. Me recordó que una vez, años atrás, habíamos encontrado un grupo de indios jóvenes explorando el desierto en el norte de México. Dijo que había "visto" en aquella ocasión que ninguno de ellos tenía benefactor, y que el entorno general y el ánimo del momento eran propicios para que él les diera una ayuda mostrándoles el nagual. Hablaba de una noche en que cuatro jóvenes presenciaron, sentados junto al fuego, lo que yo consideré un truco espectacular, en el cual don Juan pareció manifestarse en diferente forma ante cada uno de nosotros.

– Esos muchachos ya sabían bastante -dijo-. Tú eras el único novato entre ellos.

– ¿Qué les ocurrió después? -pregunté.

– Algunos hallaron benefactor -fue la respuesta.

Don Juan dijo que el deber del benefactor era entregar a su pupilo al poder, y que el benefactor impartía al neófito su toque personal, tanto como el maestro o más todavía.

Durante una corta pausa en la plática, oí un extraño ruido rasposo en la parte trasera de la casa. Don Juan me retuvo; yo casi me había levantado como reacción. Antes del ruido, nuestra conversación había sido para mí una cosa común y corriente. Pero cuando ocurrió la pausa, y hubo un momento de silencio, el extraño ruido se metió por él. En ese instante tuve la certeza de que nuestra conversación era un suceso extraordinario. Sentí que el sonido de las palabras de don Juan y las mías, era como una capa quebradiza, y que el ruido había estado al acecho, en espera de una oportunidad para irrumpir.

Don Juan me ordenó seguir sentado sin prestar atención al entorno. El sonido rasposo evocaba a un topo cavando en suelo duro y seco. En el momento en que pensé en el símil, tuve asimismo la imagen visual de un roedor como el que don Juan me había enseñado en la palma de su mano. Era como si me estuviese durmiendo y mis pensamientos se hicieran visiones o sueños.

Inicié el ejercicio de respiración y sostuve mi estómago con las manos entrelazadas. Don Juan seguía hablando, pero yo no lo escuchaba. Mi atención se hallaba en el suave crujir de una cosa serpentina al deslizarse sobre pequeñas hojas secas. Tuve un momento de pánico y repulsión física ante la idea de que una serpiente me pasara encima. Involuntariamente metí los pies bajo las piernas de don Juan mientras respiraba y parpadeaba frenéticamente.

Oí el ruido tan cerca que parecía estar a menos de un metro. Mi pánico aumentó. Don Juan dijo calmadamente que la única manera de repeler al nagual era permanecer inalterable. Me ordenó estirar las piernas y no enfocar la atención en el ruido. Imperioso, exigió que escribiera c preguntara, e hiciera un esfuerzo por no sucumbir.

Tras una gran pugna le pregunté si era don Genaro quien hacía el ruido. Dijo que era el nagual y que no los confundiese; Genaro era el nombre del tonal. Añadió otra cosa, pero no pude entenderle. Algo describía círculos en torno a la casa y yo no podía concentrarme en la conversación. Me ordenó hacer un esfuerzo supremo. En determinado momento me hallé balbuciendo inanidades. Tuve una sacudida de miedo y entré en un estado de gran lucidez. Don Juan me dijo entonces que podía escuchar. Pero no había sonido alguno.

– El nagual ya se fue -dijo don Juan, y levantándose entró en la casa.

Encendió una linterna de kerosén y preparó comida. La consumimos en silencio. Le pregunté si el nagual volvería.

– No -dijo con expresión seria-. Nada más te estaba probando. A esta hora, justo después del crepúsculo, siempre deberías de ocuparte en algo. Cualquier cosa es buena. Se trata sólo de un periodo corto, acaso una hora, pero en tu caso, una hora mortal.

"Esta noche, el nagual quiso hacerte perder el paso, pero fuiste lo bastante fuerte para rechazar su asalto. Una vez sucumbiste y tuve que echarte agua en todo el cuerpo; ahora lo hiciste mejor."

Observé que la palabra "asalto" daba a lo ocurrido un aire de peligro.

– ¿Un aire de peligro? Bonita manera de decirlo -repuso-. No estoy tratando de asustarte. Las acciones del nagual son mortales. Ya te lo he dicho, y no es que Genaro trate de hacerte daño; al contrario, su preocupación por ti es impecable, pero si no tienes el poder suficiente para detener la embestida del nagual, te mueres, pese a mi ayuda o a la preocupación de Genaro.

Cuando terminamos de comer, don Juan tomó asiento junto a mí y por encima de mi hombro miró las notas. Comenté que probablemente tardaría años en ordenar todo lo que me había pasado ese día. Me habían inundado percepciones que ni siquiera tenía la esperanza de entender.

– Si no entiendes, estás pero muy bien -dijo él-. Cuando entiendes es cuando te va mal. Eso es desde el punto de vista de un brujo, por supuesto. Desde el punto de vista de un hombre común, si no entiendes te vas a pique. En tu caso, yo diría que un hombre común creería que estás disociado, o que empiezas a disociarte.

Reí ante su elección de términos. Supe que me devolvía el concepto de disociación; yo se lo había mencionado alguna vez antes en conexión con mis temores. Le aseguré que en esta ocasión no iba a preguntar nada acerca de lo que había atravesado.