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Don Genaro quedó un momento encaramado en la rama. Yo veía su perfil izquierdo. Empezó a ejecutar una serie de movimientos extraños. Su cabeza oscilaba, su cuerpo se estremecía. Varias veces ocultó la cabeza entre las rodillas. Mientras más se movía y se agitaba, mayor era mi dificultad para enfocar los ojos en su cuerpo. Parecía disolverse. Parpadeé como desesperado y luego alteré mi línea de visión torciendo la cabeza a diestro y siniestro, como don Juan me había enseñado. Desde mi perspectiva izquierda vi el cuerpo de don Genaro como nunca antes lo había visto. Parecía haberse puesto un disfraz. Lucía un traje peludo, del color de un gato siamés: ante claro, con toques de chocolate oscuro en las piernas y la espalda; tenía una cola gruesa y larga. El atavío de don Genaro lo hacía verse como un cocodrilo peludo y café, de patas largas, sentado en una rama. No se discernían su cabeza ni sus facciones.

Enderecé la cabeza hasta una postura normal. La visión de don Genaro disfrazado se mantuvo sin alteración.

Sus brazos se estremecieron. Se paró en la rama, pareció agacharse, y saltó hacia el suelo. La rama estaba a cinco o seis metros de altura. Hasta donde yo podía juzgar, fue el salto ordinario de un hombre ataviado con un disfraz. Vi el cuerpo de don Genaro a punto de tocar el suelo, y entonces la gruesa cola de su disfraz vibró y, en vez de aterrizar, despegó como impelido por un silencioso motor de turbina. Ascendió por encima de los árboles y luego planeó casi hasta el suelo. Repitió una y otra vez la maniobra. En ocasiones asía una rama y se mecía dando la vuelta al árbol, o se escondía como una anguila entre las ramas. Y luego planeaba y describía círculos en torno nuestro, o aleteaba con los brazos al tocar su estómago la punta de los árboles.

Los juegos de don Genaro me llenaban de asombro. Mis ojos lo seguían, y dos o tres veces percibí con toda claridad que usaba unas líneas brillantes, como si fueran poleas, para deslizarse de un sitio a otro. Luego pasó, hacia el sur, por encima de los árboles, y desapareció tras ellos. Traté de anticipar el sitio donde reaparecería, pero ya no se mostró.

Advertí que yacía bocarriba, aunque no había tenido conciencia de ningún cambio en la perspectiva. Todo el tiempo creí estar de pie mirando a don Genaro.

Don Juan me ayudó a sentarme, y entonces vi que don Genaro se acercaba. Caminaba con un aire de descuido. Sonrió con recato y preguntó si me había gustado su vuelo. Traté de decir algo, pero me hallaba mudo.

Don Genaro cruzó con don Juan una extraña mirada y volvió a acuclillarse. Inclinándose, susurró en mi oído izquierdo. Lo oí decir:

– ¿Por qué no vienes a volar conmigo?

Repitió la frase cinco o seis veces. Don Juan se acercó y me susurró en el oído derecho:

– No hables. Tú nomás sigue a Genaro.

Don Genaro me hizo poner en cuclillas y susurró de nuevo. Yo lo oía con precisión cristalina. Repitió unas diez veces:

– Confía en el nagual. El nagual te va a llevar.

Entonces don Juan susurró otra frase en mi oído derecho. Dijo:

– Cambia tus sentimientos.

Yo los oía hablarme a la vez, pero también percibía sus voces por separado. Cada una de las indicaciones de don Genaro tenía que ver con el contexto general de deslizarse por el aire. Las que repetía docenas de veces parecían ser aquellas que se grababan en mi memoria. En cambio, las palabras de don Juan se referían a órdenes específicas que repitió incontables veces. El efecto del susurro doble fue por demás extraordinario. Parecía que el sonido de sus palabras individuales me partiera por la mitad. Finalmente, el abismo entre mis oídos fue tan ancho que perdí todo sentido de unidad. Había algo que sin duda era yo, pero carecía de solidez. Semejaba una niebla resplandeciente, una neblina amarillo oscuro dotada de sentimientos.

Don Juan dijo que iba a moldearme para el vuelo. Tuve entonces la sensación de que las palabras eran como unas pinzas que torcían y moldeaban mis "sentimientos".

Las palabras de don Genaro eran una invitación a seguirlo. Sentí que deseaba hacerlo, pero no podía. La disociación era tan grande que me incapacitaba. Oí entonces las mismas frases cortas interminablemente repetidas por ambos; cosas como:

– Mira qué bonita figura para volar.

– falta, salta.

– Tus piernas te subirán a la copa de los árboles.

– Los eucaliptos son puntos verdes.

– Los gusanos son luces.

Algo ha de haber cesado en mí en un momento dado; quizá la conciencia de que se me dirigía la palabra. Sentía que don Genaro se hallaba aún conmigo, pero en lo tocante a percepción sólo discernía una masa enorme de las más extraordinarias luces. A ratos el fulgor disminuía y a ratos se intensificaba. Asimismo, yo experimentaba movimiento. El efecto era el de ser jalado por un vacío que no me daba tregua. Cada vez que mi movimiento parecía disminuir y me era posible enfocar la atención en las luces, el vacío me jalaba de nuevo.

En cierto momento, entre el jalón hacia adelante Y hacia atrás, experimenté la máxima confusión. El mundo en torno mío, fuera lo que fuese, iba y venía al mismo tiempo; de allí el efecto de vacío. Yo veía dos mundos por separado; uno que se alejaba de mí Y otro que se acercaba. No me di cuenta de esto en forma ordinaria; es decir, no tomé conciencia de ello como de algo que hasta entonces no se revelaba. Más bien tuve dos percepciones que no llegaron a unificarse.

Después, mis percepciones se opacaron. O carecían de precisión, o eran demasiadas y no había modo de diferenciarlas. El siguiente grupo de percepciones discernibles fue una serie de sonidos en el extremo de una larga configuración semejante a un tubo. El tubo era yo mismo y los sonidos eran don Juan y don Genaro, que de nuevo me hablaban uno por cada oído. Conforme hablaban, el tubo se iba acortando, hasta quedar los sonidos en una gama que yo reconocía. Es decir: el sonido de las palabras de don Juan y don Genaro alcanzó mi gama normal de percepción; los sonidos se hicieron reconocibles primero como ruidos, luego como palabras gritadas, y finalmente como palabras susurradas en mis orejas.

A continuación noté objetos del mundo familiar. Al parecer me hallaba tendido bocabajo. Distinguía terrones, piedras, hojas secas. Y luego me percaté del campo de eucaliptos.

Don Juan y don Genaro estaban de pie junto a mí. Aún había luz. Sentí que debía meterme en el agua para consolidarme. Fui al río, me quité la ropa y permanecí en el agua fría el tiempo suficiente para restaurar mi equilibrio perceptual.

Don Genaro se marchó apenas llegamos a su casa. Al despedirse, me dio una palmada en el hombro. Me aparté de un salto por acción refleja. Pensaba que su contacto sería doloroso; para mi sorpresa, no fue más que un suave golpecito en el hombro.

Don Juan y don Genaro rieron como dos niños celebrando una travesura.

– No seas tan nervioso -dijo don Genaro-. El nagual no anda tras de ti todo el tiempo.

Chasqueó los labios como reprobando mi reacción excesiva, y con aire de candor y camaradería abrió los brazos. Lo abracé. Me palmeó la espalda en un gesto sumamente cálido y amistoso.

– Debes preocuparte del nagual sólo en ciertos momentos -dijo-. El resto del tiempo, tú y yo somos como cualquier otra gente de este mundo.

Se volvió a don Juan y le sonrió.

– ¿No es así, Juancho? -preguntó.

– Así es, Gerancho -repuso don Juan.

Ambos tuvieron una explosión de risa.

– Debo prevenirte -me dijo don Juan-: tienes que ejercer la vigilancia más exigente para estar seguro de cuándo un hombre es un nagual y cuándo es simplemente un hombre. Puedes morir si entras en contacto físico directo con el nagual.

Don Juan se volvió a don Genaro y con ancha sonrisa preguntó:

– ¿No es así, Gerancho?

– Pues así es, Juancho -repuso don Genaro y ambos rieron.

Su alegría infantil me conmovió en alto grado. Los sucesos del día habían sido agotadores y mi emotividad estaba a flor de piel. Una oleada de autocompasión me envolvió. Casi lloraba al repetirme una y otra vez que lo que ellos me habían hecho, fuera lo que fuese, poseía carácter de irreversible y probablemente de perjudicial. Don Juan parecía leer mis pensamientos; meneó la cabeza en un gesto de incredulidad.