– Anoche cruzamos unos linderos -añadió-. Soledad ya me había dicho lo que iba a suceder, así es que yo estaba preparada. Pero tú no.
Empezó a explicarme lentamente lo que significaba que la noche anterior hubiéramos transbordado unos linderos de afecto. Enunciaba cada sílaba como si hablara con un niño o con un extranjero. Pero yo no me podía concentrar. Regresamos a nuestra pensión. Necesitaba descansar, y sin embargo terminé saliendo nuevamente. Lidia, Rosa y Josefina no habían podido encontrar nada y querían algo como el atuendo de la Gorda.
A media tarde estaba de vuelta en el hospedaje admirando a las hermanitas. Rosa tenía dificultades con los zapatos de tacón alto. Estábamos haciéndole bromas sobre sus pies cuando la puerta se abrió con lentitud y Néstor hizo su dramática aparición. Vestía un traje azul. Su pelo estaba cuidadosamente peinado y un poco afelpado, como si hubiera usado una secadora. Miró a las mujeres y ellas lo miraron a él. Pablito entró, seguido por Benigno. Los dos estaban impresionantes. Sus zapatos eran nuevecitos y los trajes parecían cortados a la medida.
Mi sorpresa era total al verlos a todos ellos en ropas citadinas. Me recordaban enormemente a don Juan. Quizá me hallaba tan conmocionado al ver a los tres Genaros con sus trajes citadinos, como lo había estado al ver a don Juan vistiendo traje, y sin embargo acepté el cambio instantáneamente. Por otra parte, aunque no me sorprendía la transformación de las mujeres, por alguna razón no podía acostumbrarme a ella.
Pensé que los Genaros habían tenido un mágico golpe de suerte para poder encontrar trajes tan perfectos. Ellos rieron cuando me oyeron entusiasmarme por su suerte. Néstor me aclaró que un sastre les había hecho los trajes desde hacía meses.
– Cada uno de nosotros tiene otro traje -confirmó-. Es más, también tenemos maletas de cuero. Ya sabíamos que nuestra vida en las montañas se había acabado. ¡Y ya estamos listos para partir! Por supuesto, primero tienes que decirnos a dónde vamos. Y también cuánto tiempo nos quedaremos aquí.
Me explicó que tenía algunos viejos asuntos que atender y que necesitaba tiempo para cerrarlos. La Gorda se hizo cargo y con gran seguridad y autorización afirmó que esa noche iríamos tan lejos como el poder nos lo permitiera; consecuentemente, tenían hasta el fin del día para arreglar sus asuntos. Néstor y Pablito se detuvieron en la puerta, titubeaban. Me miraron, esperando alguna confirmación. Pensé que lo menos que podía hacer era ser honesto con ellos, pero la Gorda me interrumpió justo cuando empezaba a decir que no tenía la más remota idea de lo que iríamos a hacer.
– Nos veremos en la banca del nagual al atardecer -dijo la Gorda-. Partiremos de allí. Para entonces debemos haber hecho aquí todo lo que tengamos o queramos hacer, sabiendo que nunca más en esta vida regresaremos.
La Gorda y yo nos quedamos solos una vez que todos se fueron. Con un movimiento abrupto y un tanto torpe, ella se sentó en mis piernas. Era tan ligera, que yo podía hacer que todo su delgado cuerpo se estremeciera con sólo contraer los músculos de mis pantorrillas. Su cabello tenía una fragancia peculiar. Bromeé diciéndole que su perfume era intolerable. Ella reía y se sacudía cuando, de la nada, un sentimiento me llegó… ¿Un recuerdo? Súbitamente era otra Gorda la que estaba sentada en mis piernas, y era obesa, de doble tamaño de la Gorda que conocía. Tuve la sensación de que yo la cuidaba.
El impacto de ese espurio recuerdo me hizo ponerme en pie. La Gorda cayó estrepitosamente al suelo. Le describí lo que acababa de "recordar". Le dije que sólo una vez la había visto cuando era gorda, tan brevemente que no tenía idea de sus rasgos, y, sin embargo, hacía un momento tuve la visión de su rostro cuando era obeso.
No hizo ningún comentario. Se quitó la ropa y se volvió a poner su viejo vestido.
– Todavía no estoy lista para vestirme así -anunció, señalando sus nuevas ropas-. Todavía tenemos otra cosa que hacer antes de que seamos libres. De acuerdo con las instrucciones del nagual Juan Matus, debemos sentarnos juntos en un sitio de poder que él eligió.
– ¿Dónde está ese sitio?
– En alguna parte de las montañas en estos alrededores. Es como una puerta. El nagual me dijo que había una hendidura natural en ese sitio, que ciertos lugares de poder son agujeros en este mundo; si no tienes forma, puedes pasar por uno de esos agujeros hacia lo desconocido, hacia otro mundo. Ese mundo y este mundo en que vivimos están en dos líneas paralelas. Hay muchas posibilidades de que todos nosotros hayamos sido llevados a través de esas líneas una o varias veces, pero no lo recordamos. Eligio está en ese otro mundo. Algunas veces llegamos a él a través del ensueño. Josefina, por supuesto, es la mejor ensoñadora de nosotros. Cruza las líneas todos los días, pero el estar loca la hace indiferente, hasta un poco tonta, así es que Eligio me ayudó a cruzar las líneas pensando que yo era más inteligente y resulté igual de pendeja. Eligio quiere que nos acordemos de nuestro lado izquierdo. Soledad me indicó que el lado izquierdo es la línea paralela a la que estamos viviendo en este momento. Así es que si Eligio quiere que lo recordemos, es porque tuvimos que haber estado allí. Y no en ensueños. Por eso es que todos nosotros recordamos cosas raras de vez en cuando.
Sus conclusiones eran lógicas dadas las premisas con las que operaba. Yo entendía lo que ella estaba diciendo; esos recuerdos desasociados que ninguno solicitaba, estaban empapados de la realidad de la vida cotidiana, y sin embargo no podíamos hallar la secuencia temporal que les correspondía, ninguna apertura en el continuo de nuestras vidas donde pudiesen encajar.
La Gorda se reclinó en la cama. Había desazón en sus ojos.
– Lo que me preocupa es cómo vamos a encontrar ese lugar de poder -se angustió-. Sin eso, no hay manera de hacer el viaje.
– Lo que a mí me preocupa es a dónde voy a llevarlos a todos ustedes y qué voy a hacer contigo -reflexioné.
– Soledad me explicó que iríamos al Norte, cuando menos hasta la frontera -recordó la Gorda-. Algunos de nosotros quizá vayamos más al norte. Pero tú no nos acompañarás hasta el final de nuestro camino. Tú tienes otro destino.
La Gorda se quedó pensativa unos momentos. Frunció el entrecejo con el aparente esfuerzo de ordenar sus pensamientos.
– Soledad me aseguró que tú me vas a llevar a cumplir mi destino -enfatizó-. Yo soy la única de todos nosotros que está a tu cargo.
En todo mi rostro debió pintarse la alarma. Ella sonrió.
– Soledad también me advirtió que estás taponado -prosiguió la Gorda-. Sin embargo, tienes momentos en que si eres un nagual. Dice Soledad que el resto del tiempo eres así como un loco que es lúcido sólo por unos momentos y luego se hunde nuevamente en su locura.
Doña Soledad había usado una imagen que yo podía comprender. En su manera de ver, debí haber tenido un momento de lucidez cuando supe que había cruzado las líneas paralelas. Ese mismo momento, en mi modo de pensar, fue el más incongruente de todos. Doña Soledad y yo ciertamente nos hallábamos en distintas líneas de pensamiento.
– ¿Qué más te dijo? -pregunté.
– Que tenía que forzarme a recordar -respondió-. Se agotó tratando de limpiarme la memoria, por eso ya no pudo tratar conmigo.
La Gorda se levantó; estaba lista para salir. La llevé a pasear por la ciudad. Se veía muy contenta. Iba de lugar en lugar observando todo, deleitando sus ojos en el mundo. Don Juan me había dado esa imagen. Decía que un guerrero sabe que está esperando y también sabe qué es lo que está esperando, y, mientras espera, deleita sus ojos en el mundo. Para él la máxima hazaña de un guerrero era el gozo. Esa día, en Oaxaca, la Gorda seguía las enseñanzas de don Juan al pie de la letra.
Después de la puesta del sol, antes del crepúsculo, nos sentamos en la banca de don Juan. Benigno, Pablito y Josefina llegaron primero. Después de unos minutos, los otros tres se nos unieron. Pablito tomó asiento entre Josefina y Lidia y abrazó a las dos. Todos habían vuelto a ponerse sus viejas ropas. La Gorda se incorporó y empezó a hablarles del sitio de poder.