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Me dirigí a todos y les dije que nos hallábamos en una situación precaria: algo desconocido se cernía sobre nosotros.

– No se cierne sobre nosotros -dijo la Gorda secamente-. Ya lo llevamos encima. Y yo creo que ustedes saben de qué se trata.

– Yo no, y creo hablar por el resto de los hombres -le dije.

Los tres Genaros asintieron.

– Nosotros ya hemos vivido en esa casa, cuando estábamos en el lado izquierdo -explicó la Gorda-. Yo me sentaba en ese recoveco en la pared a llorar, porque no daba con qué era lo que tenía que hacer. Creo que si me hubiera podido quedar hoy un poquito más de tiempo en ese cuarto, habría recordado todo. Pero algo me empujó a salir de ahí. Yo acostumbraba sentarme en ese cuarto cuando había más gente allí. No pude recordar las caras, por desgracia. Sin embargo, otras cosas se aclararon cuando hoy me senté ahí. No tengo forma. Las cosas me vienen, buenas o malas. Por ejemplo, me volví a agarrar de mi antigua arrogancia y mi deseo de andar enojada. Pero también saqué otras cosas, cosas buenas.

– Yo también -dijo Lidia con voz ronca.

– ¿Cuáles son las cosas buenas? -le pregunté.

– Creo que estaba mal odiarte -dijo Lidia-. Ese odio me impedirá poder volar. Eso me dijeron en ese cuarto los hombres y las mujeres.

– ¿Qué hombres y qué mujeres? -preguntó Néstor con un tono de temor.

– Yo estaba ahí cuando ellos estaban ahí, eso es todo lo que sé -dijo Lidia-. Tú también estabas ahí. Todos nosotros estábamos ahí.

– ¿Quiénes eran esos hombres y esas mujeres, Lidia? -le pregunté.

– Yo estaba ahí cuando ellos estaban ahí, eso es todo lo que sé -repitió.

– ¿Y tú, Gorda? -pregunté.

– Ya te dije que no puedo recordar ninguna de las caras o algo en concreto -dijo-. Pero si sé una cosa: todo lo que hayamos hecho en esa casa fue en el lado izquierdo. Cruzamos, o alguien nos hizo cruzar, las líneas paralelas. Esos recuerdos extraños que tenemos son de ese tiempo, de ese mundo.

Sin ningún acuerdo verbal, abandonamos el zócalo al unísono y nos encaminamos al puente. La Gorda y Lidia corrieron delante de nosotros. Cuando llegamos al sitio encontramos a las dos detenidas exactamente donde nosotros lo habíamos hecho antes.

– Silvio Manuel está en la oscuridad -me susurró la Gorda, con los ojos fijos en el otro lado del puente.

Lidia temblaba. También trató de hablar conmigo. No pude comprender lo que estaba voceando.

Jalé a todos y los retiré del puente. Pensé que quizá si pudiésemos juntar lo que sabíamos de ese lugar, podríamos arreglarlo en una forma que nos ayudaría a comprender nuestro dilema.

Nos sentamos en el suelo, a unos cuantos metros del puente. Había mucha gente arremolinándose en torno, pero nadie nos prestaba atención.

– ¿Quién es Silvio Manuel, Gorda? -pregunté.

– Nunca había oído ese nombre hasta ahora -dijo-. No conozco a ese hombre, y sin embargo lo conozco. Me llega algo como oleadas cuando escucho su nombre. Josefina me lo dijo cuando estábamos en la casa. Desde ese momento, cosas han empezado a llegarme a la mente o a la boca, igualito que a Josefina. Nunca pensé que un día yo acabaría siendo como Josefina.

– ¿Por qué dijiste que Silvio Manuel está en la oscuridad? -pregunté.

– No tengo idea -dijo-, y sin embargo todos sabemos que ésa es la verdad.

Insté a las mujeres para que hablaran. Ninguna emitió palabra. La tomé contra Rosa. Había estado a punto de decir algo tres o cuatro veces. La acusé de ocultarnos algo. Su cuerpecito se convulsionó.

– Cruzamos este puente y Silvio Manuel nos estaba esperando al otro lado -dijo, con una voz apenas audible-. Yo fui la última. Yo oí los gritos de los demás cuando él se los devoraba. Quise huir corriendo, pero ese demonio de Silvio Manuel estaba en los dos lados del puente. No había cómo escapar.

La Gorda, Lidia y Josefina estuvieron de acuerdo. Les pregunté si se trataba sólo de una sensación vaga y general que habían tenido o si era algo preciso, que se podía seguir paso a paso. La Gorda dijo que para ella había sido exactamente como Rosa lo había descrito, un recuerdo que podía seguir paso a paso. Las otras dos estuvieron de acuerdo.

En voz alta me pregunté qué había ocurrido con la gente que vivía en torno al puente. Si las mujeres gritaron como Rosa dijo que lo habían hecho,`los transeúntes tenían que haberlas oído; los gritos debieron haber causado una conmoción. Por un instante imaginé que todo el pueblo había colaborado en una conjura. Un escalofrío me recorrió. Me volví hacia Néstor y abruptamente le expresé la dimensión total de mi miedo.

Néstor dijo que el nagual Juan Matus y Genaro, en verdad eran guerreros de logros supremos y que, como tales, eran seres solitarios. Sus contactos con la gente eran de uno en uno. No había posibilidad de que todo el pueblo, o cuando menos la gente que vivía alrededor del puente, estuviera coludida con ellos. Para. que eso ocurriera, dijo Néstor, toda esa gente habría tenido que ser guerrera, lo cual era prácticamente imposible.

Josefina se puso de pie y comenzó a caminar en círculo a mi alrededor, mirándome de arriba abajo despectivamente.

– Tú sí que eres un descarado -me dijo-. Haciéndote el que no sabe nada, cuando tú mismo estuviste aquí. ¡Tú nos trajiste aquí! ¡Tú nos empujaste a ese puente!

Los ojos de las mujeres se volvieron amenazantes. Me volví hacia Néstor en busca de ayuda.

– Yo no recuerdo nada -dijo-. Este lugar me da miedo, eso es todo lo que sé.

Volverme hacia Néstor fue una excelente maniobra de mi parte. Las mujeres lo acometieron.

– ¡Claro que te acuerdas! -chilló Josefina-. Todos nosotros estábamos aquí. ¿Qué clase de pendejo eres?

Mi investigación requería un sentido de orden. Los alejé del puente. Pensé que, siendo personas tan activas, les resultaría mucho más fácil hablar caminando que permaneciendo sentados, como yo habría preferido.

Mientras caminábamos, la ira de las mujeres se desvaneció tan rápidamente como había surgido. Lidia y Josefina se mostraron más locuaces. Afirmaron una y otra vez sus sensaciones de que Silvio Manuel era pavoroso. Sin embargo, ninguna de ellas podía recordar haber sido lastimada físicamente; sólo recordaban haber estado paralizadas por el terror. Rosa no dijo una sola palabra, pero con gestos expresó su aprobación a todo lo que las otras decían. Les pregunté si había sido de noche cuando trataron de cruzar el puente. Tanto Lidia como Josefina respondieron que había sido de día. Rosa se aclaró la garganta y susurró que había sido de noche. La Gor da clarificó la discrepancia, explicando que había sido en el crepúsculo de la mañana, o un poco antes.

Llegamos al final de una calle corta y automáticamente nos regresamos hacia el puente.

– Es la simplicidad misma -dijo la Gorda súbitamente, como si todo se le hubiera aclarado-. Estábamos cruzando, o mejor dicho, Silvio Manuel nos estaba haciendo cruzar las líneas paralelas. Ese puente es un sitio de poder, un agujero del mundo, una puerta al otro. Nos pasamos por ese hueco. El paso nos debe de haber dolido mucho, porque mi cuerpo está asustado. Silvio Manuel nos esperaba en el otro lado. Ninguno de nosotros puede recordar su cara, porque Silvio Manuel es la oscuridad. Nunca enseñaba la cara. Sólo le podíamos ver los ojos.

– Un ojo -dijo Rosa calladamente, y miró hacia otra parte.

– Todos los que estamos aquí, incluyéndote a ti -me dijo la Gorda-, sabemos que la cara de Silvio Manuel está en la oscuridad. Uno nomás podía oírle la voz: suave, como tos apagada.

La Gorda dejó de hablar y empezó a examinarme de una manera que me hizo sentir autoconsciente. Sus ojos tenían una expresión malévola.

Me parecía que ella se guardaba algo que sabía. Le pregunté qué era. Ella lo negó, pero admitió que tenía cantidades de sentimientos que no tenían base y que no quería explicar. La presioné y después exigí que las mujeres hicieran un esfuerzo para recordar lo que les había ocurrido en el otro lado del puente. Cada una de ellas sólo podía recordar haber oído los gritos de las demás.