– Vamos a la casa -nos urgió Josefina-. Allá les platicaré muchas cosas.
Le dije que debíamos esperar a la Gorda y a Lidia; además, aún era muy temprano para molestar a la gentil dama que vivía allí. Pablito dijo que en el curso de su trabajo de carpintería había estado en ese pueblo y conocía una familia que preparaba comida para viajeros. Josefina no quería esperar, era cuestión de ir a la casa o ir a comer. Opté por ir a desayunar y ordené a Rosa que fuera a la iglesia a buscar a la Gorda y a Lidia, pero, galantemente, Benigno se ofreció á esperarlas y llevarlas luego al sitio donde desayunaríamos. Al parecer, él también sabía dónde quedaba.
Pablito no nos llevó directamente allí. En vez de eso, y a petición mía, hicimos una larga desviación. Había un antiguo puente en las afueras del pueblo que yo quería examinar.
Lo había visto desde el auto aquel día en que la Gorda y yo venimos por primera vez. La estructura del puente parecía colonial. Avanzamos por el puente y de pronto nos detuvimos abruptamente a la mitad. Pregunté a un hombre que estaba allí qué tan antiguo era el puente. Respondió que lo había visto toda su vida y que él ya tenía más de cincuenta años de edad. Pensé que el puente ejercía una fascinación única sólo para mí, pero al ver a los demás tuve que concluir que a ellos también los había afectado. Néstor y Rosa estaban jadeando, sin poder respirar. Pablito se sostenía en Josefina, y ella a su vez se sostenía en mí:
– ¿Te acuerdas de algo, Josefina? -pregunté.
– Ese maldito Silvio Manuel está al otro lado del puente -dijo, señalando hacia el otro extremo, que se hallaba como a unos nueve metros.
Miré a Rosa, quien asintió afirmativamente con la cabeza. Susurró que una vez ella había cruzado ese puente con gran temor y que algo la había estado esperando del otro lado para devorarla.
Los dos hombres no podían ofrecer ayuda. Me miraron, perplejos. Cada uno de ellos dijo que tenía miedo sin ninguna razón. Estuve de acuerdo con ellos. Sentí que de noche no me atrevería a cruzar el puente por todo el oro del mundo. No supe por qué.
– ¿Qué más recuerdas, Josefina? -le pregunté.
– Mi cuerpo ahora sí ya se asustó -dijo-. No puedo acordarme de nada más. El maldito Silvio Manuel siempre está en la oscuridad. Pregúntale a Rosa.
Con un movimiento de mi cabeza, invité a Rosa a hablar. Asintió afirmativamente tres o cuatro veces pero no pudo vocalizar sus palabras. La tensión que yo mismo me hallaba experimentando era insólita, pero real. Todos estábamos parados en el puente, a la mitad, sin poder dar otro paso en la dirección que Josefina había señalado. Finalmente, Josefina tomó la iniciativa y dio media vuelta. Regresamos caminando al centro del pueblo. Después, Pablito nos llevó a una casa bastante grande. La Gorda, Lidia y Benigno ya estaban desayunando, y habían ordenado comida para nosotros. Yo no tenía hambre. Pablito, Néstor y Rosa se hallaban ofuscados; Josefina comió con gran apetito. Había un silencio ominoso en la mesa. Nadie quiso verme a los ojos cuando traté de iniciar una conversación.
Después del desayuno caminamos a la casa. Nadie dijo una palabra. Toqué en la puerta y cuando la dama salió le expliqué que deseaba mostrar la casa a mis amigos. La señora titubeó unos momentos. La Gorda le dio algo de dinero y se disculpó por molestarla.
Josefina nos condujo directamente hasta el fondo. No había visto esa parte de la casa cuando estuve antes. Había un patio empedrado, con cuartos distribuidos en torno a él. Unas pesadas herramientas de siembra habían sido almacenadas en los techados corredores. Tuve la sensación de que había visto ese patio cuando no había tanto desorden. Había ocho cuartos, dos en cada uno de los cuatro lados del patio. Néstor, Pablito y Benigno parecían estar a punto de vomitar. La Gorda respiraba profundamente. Tomó asiento con Josefina en una banca hecha en la pared misma. Lidia y Rosa entraron en uno de los cuartos. Repentinamente Néstor pareció tener la necesidad de encontrar algo y desapareció en otro cuarto. Benigno y Pablito hicieron lo mismo.
Me quedé solo con la señora. Quise conversar con ella, hacerle preguntas, averiguar si conocía a Silvio Manuel, pero no pude reunir energía para hablar. Mi estómago estaba hecho un nudo. Mis manos chorreaban perspiración. Lo que me oprimía era una tristeza intangible, el anhelo de algo que no estaba presente, que no se podía formular.
No pude soportarlo. Estaba a punto de despedirme de la señora e irme de la casa cuando la Gorda llegó a mi lado. Me susurró que teníamos que entrar en un cuarto que era visible desde donde nos encontrábamos. Fuimos allí. Era muy grande y vacío, con un gran techo de vigas, oscuro pero aireado.
La Gorda llamó a todos a ese cuarto. La señora tan sólo se nos quedó mirando pero no fue con nosotros. Todos parecían saber precisamente dónde sentarse. Los Genaros lo hicieron a la derecha de la puerta, a un lado del cuarto, y la Gorda y las tres hermanitas se sentaron a la izquierda, en el lado opuesto. Se acomodaron cerca de las paredes. Aunque me hubiera gustado sentarme junto a la Gorda, lo hice en el centro del cuarto. El lugar me pareció apropiado. No supe por qué, pero era como si un orden ulterior hubiera determinado nuestros sitios.
Mientras permanecí sentado allí me envolvió una oleada de extraños sentimientos.
Me hallaba pasivo y en reposo total. Me imaginé como si yo fuera una pantalla cinematográfica en la cual proyectaban sentimientos de tristeza y de anhelo que no eran míos. Pero no había nada que pudiera reconocer como un recuerdo preciso. Permanecimos en ese cuarto más de una hora. Hacia el final sentí que me hallaba a punto de descubrir la fuente de esa tristeza sobrenatural que me estaba haciendo llorar casi sin control. Pero después, tan involuntariamente como nos habíamos sentado allí, nos pusimos en pie y salimos de la casa. Ni siquiera nos despedimos de la señora, no le dimos las gracias.
Nos congregamos en el zócalo. La Gorda afirmó al instante que como ella había perdido la forma humana aún era la cabeza del grupo. Dijo que tomaba esa posición a causa de las conclusiones a las que había llegado en casa de Silvio Manuel. La Gorda parecía esperar algún comentario. El silencio de los demás me era intolerable. Finalmente tuve que decir algo.
– ¿A qué conclusiones llegaste en la casa, Gorda? -le pregunté.
– Creo que todos sabemos cuáles son -me replicó con un tono arrogante.
– No sabemos nada de eso -dije-. Todavía nadie ha dicho nada.
– No tenemos que hablar, sabemos -dijo la Gorda.
Insistí que yo no podía tomar por cierto un evento de tal importancia. Necesitábamos hablar de nuestros sentimientos. En lo que a mí tocaba, sólo podía dar cuenta de haber encontrado una sensación devastadora de tristeza y desesperación.
– El nagual Juan Matus tenía razón -dijo la Gorda-. Te níamos que sentarnos en ese sitio de poder para ser libres. Yo ya soy libre. No sé cómo pasó esto, pero algo se salió de mí cuando estaba sentada allí.
Las tres mujeres estuvieron de acuerdo. Los hombres, no. Néstor dijo que había estado a punto de recordar rostros reales, pero que por más que trató de aclarar su visión algo lo impedía. Todo lo que había experimentado era una sensación de anhelo y de tristeza de hallarse aún en este mundo. Pablito y Benigno dijeron más o menos lo mismo.
– ¿Te das cuenta, Gorda? -dije.
La Gorda parecía molesta; enrojeció y contrajo los músculos del rostro en un gesto de enojo como jamás lo había visto en ella. ¿O acaso ya la había visto así, en alguna otra parte? Arengó al grupo. Yo no podía prestar atención a lo que decía. Me hallaba inmerso en un recuerdo que no tenía forma, pero que se hallaba casi a mi alcance. Para sostenerlo parecía que yo necesitaba el impulso continuo de la Gorda. Mi atención estaba fija en el sonido de su voz, en su ira. En un momento determinado, cuando ella atenuaba su enojo le grité que era mandona. Eso en verdad la molestó. La observé unos momentos. Estaba recordando a otra Gorda, otro tiempo; una Gorda obesa, iracunda, que con sus puños golpeaba mi pecho. Recordé que yo reía al verla enojada, y que trataba de aplacarla como si fuera una niña. El recuerdo concluyó al momento en que la Gorda trató de hablar. Al parecer, ella se había dado cuenta de lo que yo hacía.