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Sentí que alguien me movía, me sacudía con suavidad. El rostro de la Gorda se volvió nítido. Me hallaba tendido en la cama de doña Soledad, y la Gorda estaba sentada a mi lado. Nos hallábamos solos.

– ¿Dónde está doña Soledad? -pregunté.

– Se fue -respondió la Gorda.

Quería contarle todo a la Gorda. Ella me lo pidió. Abrió la puerta. Todos los aprendices se encontraban afuera, esperándome. Se habían puesto sus ropas más parchadas. La Gor da me explicó que rasgaron las demás que tenían. Ya empezaba a atardecer. Había dormido durante horas. Sin hablar, caminamos a casa de la Gorda, donde mi auto se hallaba estacionado. Todos se apilaron dentro, como niños que van a su paseo dominical.

Antes de subir al auto me quedé contemplando el valle. Mi cuerpo inició una lenta rotación e hizo un círculo completo, como si tuviese voluntad, propósito por sí mismo. Sentí que me hallaba capturando la esencia de ese lugar. Quería conservarlo dentro de mi, pues sabía inequívocamente que nunca lo volvería a ver en esta vida.

Los otros seguramente ya lo habían hecho. Estaban libres de melancolía, reían y se hacían bromas.

Arranqué el auto y nos fuimos. Cuando llegamos a la última curva de la carretera, el sol estaba poniéndose, y la Gorda gritó que me detuviera. Salió del auto y corrió hasta una pequeña colina que se hallaba junto al camino. Trepó a ella y echó una última mirada a su valle. Extendió sus brazos hacia él y trató de inhalarlo.

Descender esas montañas nos tomó un tiempo extrañamente corto; fue un viaje sin ningún tipo de percances. Todos iban callados. Traté de iniciar una conversación con la Gorda, pero ella se negó del todo. Explicó que esas montañas eran posesivas y que exigían ser dueñas de ellos, y que si no guardaban su energía, las montañas nunca los dejarían ir.

Una vez que llegamos a las tierras bajas, todos se animaron mucho más, la Gorda en especial. Parecía burbujear de energía. Incluso me proporcionó informaciones sin ninguna coacción de mi parte. Una de las cosas que dijo fue que el nagual Juan Matus le había dicho, y Soledad se lo confirmó, que había otro lado en nosotros. Al oír esto, los demás se unieron a la conversación con preguntas y comentarios. Todos se encontraban terriblemente confundidos con los extraños recuerdos que tenían de eventos que lógicamente no pudieron haber ocurrido. Puesto que algunos de ellos me habían conocido unos cuantos meses antes, recordarme en un pasado remoto era algo que rebasaba los confines de la razón.

Les hablé de mi encuentro con doña Soledad. Les describí mi sensación de haberla conocido íntimamente desde antes, y sobre todo, la sensación de haber cruzado inequívocamente lo que ella llamaba las líneas paralelas. Esto último les causó una gran agitación; parecía que ya habían escuchado el término con anterioridad, pero yo no estaba seguro de que comprendiesen lo que significaba. Para mí era una metáfora. Pero no podría asegurar si sería lo mismo para ellos.

Cuando nos acercábamos a la ciudad de Oaxaca expresaron el deseo de visitar el lugar donde la Gorda aseguró que don Juan y don Genaro habían desaparecido. Manejé directo hasta ese sitio. Salieron apresuradamente del auto y parecían estar orientándose, olfateando algo, buscando huellas. La Gorda señaló la dirección en la que creía que don Juan y don Genaro se habían ido.

– Cometiste un error terrible, Gorda -dijo Néstor en voz muy alta-. Ese no es el Este, es el Norte.

La Gorda protestó y defendió su opinión. Las mujeres la apoyaron, al igual que Pablito. Benigno no quiso comprometerse; sólo continuaba mirándome como si yo fuera el que proporcionaría la respuesta, lo cual hice. Me referí al mapa de la ciudad de Oaxaca que tenía en el auto. La dirección que la Gorda señalaba ciertamente era el Norte.

Néstor comentó que había estado seguro, desde el primer momento, que su partida del pueblo no fue prematura o forzada en lo más mínimo; el cronometraje había sido correcto. Los otros no tuvieron tal seguridad y sus titubeos fueron a raíz del error de la Gorda. Ellos habían creído, al igual que la Gorda, que el nagual señaló hacia el pueblo, lo cual significaba que debían quedarse allí. Yo admití, después de considerarlo, que a fin de cuentas yo era el único culpable, porque, a pesar de que tenía el mapa, no lo utilicé en aquel momento.

Después les mencioné haber olvidado decirles que uno de los dos hombres, el que yo creí que era don Genaro, nos había llamado con un movimiento de cabeza. Los ojos de la Gorda se abrieron con sorpresa genuina, o incluso alarma. Ella no percibió el gesto, afirmó. La seña sólo había sido para mí.

– ¡Ya estamos! -exclamó Néstor-. ¡Nuestros destinos están sellados!

Se volvió para dirigirse a los demás. Todos ellos hablaban al mismo tiempo. Néstor hizo gestos frenéticos con las manos, para calmarlos.

– Lo único que espero es que todos ustedes hayan hecho lo que tenían que hacer como si nunca fueran a regresar -expresó-. Porque ya no vamos a regresar.

– ¿Nos estás diciendo la verdad? -me preguntó Lidia con una mirada feroz en sus ojos, y los demás me contemplaron llenos de ansiedad.

Les aseguré que yo no tenía ninguna razón para inventarlo. El hecho de que yo hubiese visto a ese hombre haciéndome gestos con la cabeza no tenía ningún significado para mí. Además, ni siquiera estaba convencido de que esos hombres hubieran sido don Juan y don Genaro.

– Eres muy mañoso -dijo Lidia-. A lo mejor nos estás diciendo todo esto para que te sigamos mansamente.

– Oye, un momento -objetó la Gorda-. Este nagual podrá ser todo lo mañoso que quieras, pero jamás haría algo así.

Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Traté de mediar y tuve que gritar, por encima de sus voces, que lo que hubiese podido ver, de cualquier manera no significaba nada.

Muy cortésmente, Néstor me explicó que Genaro les había dicho que cuando llegara el momento de abandonar el valle, de algún modo él se los haría saber con un movimiento de su cabeza. Todos guardaron silencio cuando les dije que si sus destinos se hallaban sellados por ese evento, lo mismo ocurría con el mío: todos iríamos hacia el Norte.

Después, Néstor nos llevó a un sitio dónde alojarnos, una casa de pensión en la que él se hospedaba cuando hacía sus negocios en la ciudad. Todos se mostraban contentísimos, tanto que me hacían sentir incómodo. Incluso Lidia me abrazó y se disculpó por ser tan problemática. Me explicó que ella le creyó a la Gorda a pie juntillas y por tanto no se habían tomado la molestia de romper sus vínculos definitivamente. Josefina y Rosa parecían estar en un paroxismo de alegría y me daban feroces palmadas en la espalda una y otra vez. Yo quería hablar con la Gorda. Necesitaba discutir nuestro curso de acción. Pero no hubo manera de estar a solas con ella esa noche.

Néstor, Pablito y Benigno salieron muy temprano en la mañana para arreglar unos asuntos. Lidia, Rosa y Josefina también se fueron de compras. La Gorda me pidió que la ayudara a adquirir su ropa nueva. Quería que yo le escogiera un vestido: una selección perfecta que le daría confianza en sí misma, necesaria para ser una guerrera fluida. No sólo le encontré el vestido, sino un atuendo completo.

La llevé a dar un paseo. Vagabundeamos por el centro de la ciudad como un par de turistas, mirando a los indios con sus trajes regionales. Siendo una guerrera sin forma, la Gorda se hallaba perfectamente a gusto en su elegancia. Se veía arrebatadora. Era como si nunca hubiese vestido de otra manera. Yo era quien estaba azorado.

Me resultaba imposible formular las preguntas que quería hacerle a la Gorda, a pesar de que eso debería ser tan fácil para mí. No tenía idea de qué preguntarle. Le dije, con gran seriedad, que su nueva apariencia me afectaba sobremanera. Muy sobriamente, contestó que el transborde de los linderos del afecto era lo que me había alterado.