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Regresamos a casa de la Gorda, en silencio total. Nos tomó horas llegar. Estábamos absolutamente exhaustos. Cuando ya nos hallábamos a salvo, sentados en el cuarto de la Gorda, ésta habló:

Estamos fregados -me dijo-. No quisiste que avanzáramos. Esa cosa que vimos en el sendero era uno de tus aliados, ¿verdad? Salen de sus escondites cuando tú los jalas.

No respondí. No tenía caso protestar. Recordé las incontables veces en que yo creí que don Juan y don Genaro se habían conjurado el uno con el otro. Yo creía que mientras don Juan hablaba conmigo en la oscuridad, don Genaro se ponía un disfraz para asustarme, y don Juan insistía en que era un aliado. La idea de que hubiera aliados o entidades en el mundo, que escapan a nuestra atención cotidiana, resultaba demasiado inverosímil para mí. Pero luego, mi forma de vida me hizo descubrir que los aliados de los que don Juan hablaba sí existían en realidad; eran, como él dijera, entidades en el mundo.

Con un estallido autoritario, extraño para mí en mi vida de todos los días, me puse en pie y le dije a la Gorda y al resto que les tenía una proposición y que podían aceptarla o rehusarla. Si estaban listos para irse de allí yo me hallaba dispuesto a asumir la responsabilidad de llevarlos a otra parte. Si no estaban listos, me sentiría exonerado de toda relación ulterior con ellos.

Sentí un brote de optimismo y seguridad. Nadie dijo nada. Me miraron silenciosamente, como si en su interior sopesaran mi proposición.

– ¿Cuánto tiempo les llevaría juntar todas sus cosas? -pregunté.

– No tenemos cosas -dijo la Gorda-. Nos iremos como estamos. Y nos podemos ir en este mismo minuto si es necesario. Pero si podemos esperar tres días, todo irá mejor.

– ¿Qué pasará con las casas que tienes? -pregunté.

– Soledad se encargará de eso.

Esa era la primera ocasión en que se mencionaba el nombre de doña Soledad, desde la última vez que la había visto. Esto me intrigó tanto que transitoriamente olvidé el drama del momento. Me senté. La Gorda se mostró indecisa a responder a mi pregunta, acerca de doña Soledad. Néstor se adelantó y replicó que doña Soledad andaba por ahí, pero que ninguno de ellos sabía gran cosa de sus actividades. Y venía sin avisarle a nadie, y el arreglo entre ellos consistía en que ellos cuidarían la casa de ella, y viceversa. Doña Soledad sabía que ellos tendrían que irse tarde ó temprano, y que ella asumiría la responsabilidad de hacer lo que fuera necesario para disponer de las propiedades.

– ¿Y como le van a avisar? -pregunté.

– Eso es cosa de la Gorda -respondió Néstor-. Nosotros no sabemos dónde está.

– ¿Dónde está doña Soledad, Gorda? -pregunté.

– ¿Cómo diablos lo voy a saber? -me replicó.

– Pero tú eres quien la llama -dijo Néstor.

La Gorda me miró. Era una mirada casual, pero me dio un escalofrío. Pude reconocer esa mirada; pero, ¿de dónde? Las profundidades de mi cuerpo se agitaron, mi plexo solar adquirió una solidez que nunca antes había sentido. Mi diafragma parecía empujar por su propia cuenta. Me hallaba considerando si debería tenderme en el suelo, cuando de pronto me hallé parado.

– La Gorda no sabe -les advertí-. Yo soy el único que sabe dónde está.

Hubo una conmoción, quizá más en mí que en nadie. Acababa de hacer esa afirmación sin ninguna base racional. Sin embargo, en el momento en que la hice tuve la convicción exacta de que sabía dónde se hallaba. Fue como un relámpago que cruzó mi conciencia. Vi una zona montañosa con picos áridos, muy rugosos; un terreno escabroso, frío y desolado.

Tan pronto como hube hablado, mi subsiguiente pensamiento consciente fue que sin duda había visto ese paisaje en una película y que la presión de estar con esa gente me estaba causando un colapso nervioso.

Les pedí disculpas por desconcertarlos de esa manera tan estrepitosa como involuntaria. Volví a tomar asiento.

– ¿Quieres decir que no sabes por qué dijiste eso? -me preguntó Néstor.

Había elegido cada palabra cuidadosamente. Lo natural, al menos para mi, era que hubiese dicho: "Así que en realidad no sabes dónde está". Les dije que algo desconocido me había posesionado. Les describí el terreno que vi y planteé la certeza que tuve de que doña Soledad se encontraba allí.

– Eso nos pasa seguido -corroboró Néstor.

Me volví hacia la Gorda, quien asintió. Le pedí que se explicara.

– Estas cosas raras y confusas nos han estado viniendo a la cabeza -reforzó la Gorda-. Pregúntale a Lidia, o a Rosa, o a Josefina.

Desde que habían iniciado su nueva organización de vida, Lidia, Rosa y Josefina casi no me hablaban. Se limitaron a saludarme y a hacer comentarios triviales sobre la comida o el tiempo.

Lidia evitó mis ojos. Murmuró que había pensado que en momentos recordaba otras cosas.

– A veces, de veras te odio -me dijo-. Creo que estás haciendo el estúpido. Y después me acuerdo de que estuviste muy enfermo por nosotros. ¿Eras tú?

– Claro que era él -intervino Rosa-. Yo también recuerdo cosas. Me acuerdo de una señora que era muy buena conmigo. Me enseñó a lavarme, y este nagual me cortó el pelo por primera vez, mientras que la señora me tenía agarrada porque yo estaba espantada. Esa señora me quería. Ha sido la única persona que se ha preocupado por mí. Con mucho gusto me hubiera ido a la tumba por ella.

– ¿Quién era esa señora, Rosa? -le preguntó la Gorda con el aliento entrecortado.

– El sabe -afirmó Rosa.

Todos me miraron, esperando una respuesta. Me enojé y le grité a Rosa que no tenía por qué andar afirmando cosas que en realidad eran acusaciones. De ninguna manera yo les estaba mintiendo.

Rosa no se inmutó ante mi estallido. Calmadamente me explicó que se acordaba de la señora diciéndole que yo regresaría algún día, después de estar curado de mi enfermedad. Comprendió que la señora estaba atendiéndome, cuidándome para que yo recuperara la salud; por tanto, tenía que saber quién era ella y dónde estaba, puesto que ya estaba sano.

– ¿De qué estaba enfermo, Rosa? -quise saber.

– Te enfermaste porque no podías seguir con tu mundo -aseveró con la máxima convicción-. Alguien me dijo, y de esto creo que hace mucho tiempo, que tú no estabas hecho para nosotros, lo mismo que Eligio le dijo a la Gorda en su ensueño. Tú te fuiste por eso y Lidia nunca te perdonó. Te va a odiar más allá de este mundo.

Lidia protestó que sus sentimientos hacia mí no tenían nada que ver con lo que Rosa estaba diciendo. Ella simplemente era de temperamento brusco y se enojaba con facilidad ante mis estupideces.

Le pregunté a Josefina si ella también se acordaba.

– Claro que sí -afirmó con una sonrisa-. Pero tú ya me conoces, estoy loca. No puedes confiar en mi. No soy digna de confianza.

La Gorda insistió en escuchar lo que Josefina recordaba, pero ésta no quiso decir nada y todos se pusieron a discutir; finalmente, Josefina se dirigió a mí:

– ¿Qué caso tiene toda esta habladuría de acordarse? Es pura baba -afirmó-. Y no vale un pito.

Josefina pareció haber ganado un punto sobre todos nosotros. Ya no hubo más que decir. Todos empezaron a ponerse en pie para irse.

– Me acuerdo que me compraste ropas bonitas -dijo repentinamente Josefina-. ¿No te acuerdas de cuando me caí de las escaleras de una tienda? Casi me rompí la pierna y tú tuviste que sacarme cargada.

Todos volvieron a tomar asiento con los ojos fijos en Josefina.

– También recuerdo a una vieja loca -continuó-. Me pegaba y me correteaba por toda la casa hasta que tú te enojaste y la paraste.

Me sentí exasperado. Todos pendían de las palabras de Josefina, cuando ella misma nos había dicho que no confiáramos en ella porque estaba loca. Tenía razón. Sus recuerdos eran aberración pura para mí.

– Yo también sé por qué te enfermaste -prosiguió-. Yo estaba ahí. Pero no me acuerdo dónde. Te llevaron al otro lado de la pared de niebla para buscar a esta estúpida Gorda. Me supongo que se habría perdido. No tuviste fuerza para regresar. Cuando te sacaron ya estabas casi muerto.