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Josefina se sentó y me sonrió. Se había calmado totalmente.

– Pues de veras veo a Eligio todo el tiempo -confirmó-. Me espera todos los días.

– ¿Y por qué nunca nos dijiste nada de eso? -reprochó Pablito con tono malhumorado.

– Me lo dijo a mí -interrumpió la Gorda, y después prosiguió con una larga explicación de lo que significaba para todos nosotros que Eligio se hallara a nuestra disposición. Agregó que ella había estado esperando un signo mío para revelar las palabras de Eligio.

– ¡No te andes por las ramas, mujer! -chilló Pablito-. Dinos lo que dijo.

– ¡Lo que dijo no lo dijo para ti! -gritó la Gorda, como respuesta.

– ¿Y para quién lo dijo, entonces? -preguntó Pablito.

– Para este nagual -gritó la Gorda, señalándome.

La Gorda se disculpo por alzar la voz. Dijo que todo lo que Eligio había dicho era complejo y misterioso y que ella no podía sacar ni pies ni cabeza de todo eso.

– Yo nada más lo escuché. Eso fue todo lo que pude hacer: escucharlo -continuó la Gorda.

– ¿Quieres decir que tú también has visto a Eligio? -indagó Pablito con un tono que era una mezcla de ira y de expectación.

– Sí -respondió la Gorda, casi susurrando-. Antes no podía hablar de esto porque tenía que esperarlo a él.

Me señaló y después me empujó con las dos manos. Momentáneamente perdí el equilibrio y caía un lado.

– ¿Qué es esto? ¿Qué le estás haciendo? -censuró Pablito con voz muy enojada-. ¿A poco esas son muestras de amor indio?

Me volví a la Gorda. Ella hizo un gesto con los labios para que guardara silencio.

– Eligio dice que tú eres el nagual, pero que no eres para nosotros -me advirtió Josefina.

Hubo un silencio mortal en el cuarto. No supe qué pensar de la aseveración de Josefina. Tuve que esperar hasta que otro hablase.

– Te sientes como si te hubieran quitado un peso de encima, ¿no? -me punzó la Gorda.

Les dije a todos que no tenía opiniones de ningún tipo. Se veían como niños desconcertados. La Gorda tenía un aire de una maestra de ceremonias que está completamente apenada.

Néstor se puso en pie y enfrentó a la Gorda. Le dijo una frase en mazateco. Sonaba como orden o reproche.

– Dinos todo lo que sabes, Gorda -continuó en castellano-. No tienes derecho a jugar con nosotros, a guardarte algo importante nomás para ti.

La Gorda protestó con vehemencia. Explicó que se había guardado lo que sabía, porque Eligió le ordenó que así lo hiciera. Josefina asintió con la cabeza.

– ¿Todo esto te lo dijo a ti o se lo dijo a Josefina? -preguntó Pablito.

– Estábamos juntas -explicó la Gorda con un susurro apenas audible.

– ¿Quieres decir que Josefina y tú ensueñan juntas? -exclamó Pablito, sin aliento.

La sorpresa en su voz coincidió con la ola de conmoción que parecía haber invadido a todos los demás.

– ¿Exactamente qué les dijo Eligio a ustedes dos? -apuró Néstor cuando el impacto había disminuido.

– Dijo que yo tenía que ayudar al nagual a recordar su lado izquierdo -contestó la Gorda.

– ¿Tú sabes de qué está hablando ésta? -me preguntó Néstor.

No había manera de que yo lo pudiese saber. Les dije que buscaran las respuestas en sí mismos. Pero ninguno de ellos expresó ninguna sugerencia.

– Le dijo a Josefina otras cosas que ella no puede recordar -prosiguió la Gorda-. Así es que estamos en un verdadero lío. Eligio dijo que tú eres definitivamente el nagual y que tienes que ayudarnos, pero que no eres para nosotros. Sólo cuando recuerdes tu lado izquierdo podrás llevarnos a donde tenemos que ir.

Néstor habló a Josefina con tono paternal y la urgió a que recordara lo que Eligio había dicho, en vez de pedir que yo recordase algo que tenía que estar en alguna especie de clave, puesto que ninguno de nosotros podía descifrar nada de eso.

Josefina retrocedió y frunció el entrecejo como si se hallará bajo un peso tremendo que la oprimía. En verdad, parecía una muñeca de trapo que estaba siendo comprimida. La observó auténticamente fascinado.

– No puedo -admitió ella al fin-. Yo sé de qué me está hablando cuando habla conmigo, pero ahora no puedo decir de qué se trata. No me sale.

– ¿Recuerdas alguna palabra? -preguntó Néstor-. ¿Cualquier palabra?

Josefina sacó la lengua, sacudió la cabeza de lado a lado y gritó al mismo tiempo:

– No, no puedo.

– ¿Qué clase de ensueño haces tú, Josefina? -le pregunté.

– La única clase que sé -respondió con sequedad.

– Yo ya te dije cómo hago el mío -le recordé-. Ahora tú dime cómo haces él tuyo.

– Yo cierro los ojos y veo una pared -precisó Josefina-. Es como una pared de niebla. Eligio me espera ahí. Me lleva a través de la pared y me enseña cosas. Supongo que me enseña cosas; no se que es lo que hacemos, pero hacemos algo juntos. Después me regresa a la pared y me deja ir. Y yo me olvido de lo que vi.

– ¿Cómo ocurrió que te fuiste con la Gorda? -señalé.

– Eligio me dijo que la llevara -contestó-. Los dos esperamos a la Gorda y cuando se puso a hacer su ensueño la jalamos y la empujamos hasta el otro lado de la pared. Ya lo hemos hecho dos veces.

– ¿Cómo la jalaste? -pregunté.

– ¡No sé! -replicó desafiante-. Pero te voy a esperar y cuando hagas tu ensueño te voy a jalar y entonces ya vas a saber.

– ¿Puedes jalar a cualquiera? -pregunté.

– Claro -respondió sonriente-. Pero no lo hago porque no sirve de nada. Jalé a la Gorda porque Eligio me dijo que quería decirle algo, nomás porque ella es más juiciosa que yo.

– Entonces Eligio te ha de haber dicho las mismas cosas, Gorda -intercedió Néstor con una firmeza que me era desconocida.

La Gorda hizo un extraño gesto. Inclinó la cabeza, abriendo la boca por los lados, alzó los hombros y levantó los brazos por encima de su cabeza.

– Josefina ya te dijo lo que pasó -concedió-. No hay manera de que yo pueda recordar. Eligio habla con una velocidad distinta. El me platica, pero mi cuerpo no le entiende. No. No. Mi cuerpo no puede recordar, eso es lo que pasa. Yo sé que dijo que este nagual se acordaría y nos llevaría a donde tenemos que ir. No me pudo decir más porque había mucho que decir en muy poquito tiempo. Dijo que alguien, no recuerdo quién, me está esperando a mí en especial.

– ¿Eso es todo lo que dijo? -insistió Néstor.

– La segunda vez que lo vi, me aseguró que todos nosotros íbamos a tener que recordar nuestro lado izquierdo, tarde o temprano, si es que queremos ir a donde tenemos que ir. Pero él es el que tiene que recordar primero.

Me señaló y nuevamente me empujó como lo había hecho la vez anterior. La fuerza de su empujón me lanzó rebotando como pelota.

– ¿Para qué haces esto, Gorda? -protesté, un tanto molesto.

– Estoy tratando de ayudarte a recordar. El nagual Juan Matus me dijo que tenía que darte un empujón de cuando en cuando, para sacudirte.

La Gorda me abrazó con un movimiento muy abrupto.

– Ayúdanos, nagual -suplicó-. Estaremos peor que muertos si no nos ayudas.

Yo estaba a punto de llorar. No a causa del dilema dé ellos, sino porque sentía algo agitándose dentro de mí. Era algo que había estado tratando de salir desde el momento en que fuimos a ese pueblo.

La súplica de la Gorda me rompía el corazón. Entonces tuve otro ataque de lo que parecía ser hiperventilación. Un sudor frío me envolvió y después tuve que vomitar. La Gorda me atendió con toda solicitud.

Fiel a su práctica de esperar antes de revelar un logro, la Gorda ni siquiera quiso considerar que discutiéramos nuestro ver juntos en Oaxaca. Durante varios días se mostró distante y deliberadamente desinteresada. Ni siquiera quería hablar de mi malestar. Tampoco las demás mujeres. Don Juan solía subrayar la necesidad de esperar el momento más apropiado para dejar salir algo que traemos almacenado. Yo comprendía las razones de las acciones de la Gorda, aunque pensé que su insistencia en esperar era un tanto irritante y que estaba en desacuerdo con nuestras necesidades. No podía quedarme con ellos mucho tiempo, así es que pedí que nos reuniéramos para compartir todo lo que sabíamos. Ella fue inflexible.