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– En los tiempos actuales, nada. En los tiempos antiguos se asociaban con ellos. Los convertían en aliados. Formaban alianzas, y creaban extraordinarias amistades. Yo le llamo a eso absurdas empresas, en las que la percepción desempeñaba un papel predominante. Somos seres sociales. Inevitablemente buscamos la compañía de seres conscientes.

"El secreto es no temer a los seres inorgánicos, y esto se debe hacer desde el principio. El intento con el cual se les debe encarar es de poder y de abandono. En ese intento se debe codificar el siguiente mensaje: 'no te temo. Ven a verme. Si lo haces, te daré la bienvenida. Si no quieres venir, te voy a extrañar.' Con un mensaje como éste les entra tanta curiosidad que no pueden dejar de venir.

– ¿Por qué habría yo de buscarlos, don Juan?, o ¿por qué razón habrían ellos de venir a mí?

– Les guste o no les guste, los ensoñadores buscan alianzas con otros seres durante su ensueño. Puede que esto te sorprenda, pero los ensoñadores automáticamente buscan grupos de seres; en este caso núcleos de seres inorgánicos. Los ensoñadores van ávidamente al encuentro de esos seres.

– Toda esta contradicción de buscarlos y no buscarlos es muy extraña para mí, don Juan. Si son tan indeseables, ¿por qué se toman los ensoñadores la molestia de tratar con ellos?

– Porque para nosotros, los seres inorgánicos son una novedad. Y pare ellos, la novedad es que uno de los nuestros cruce los limites de su reino. Toparse con ellos es algo inevitable. Lo único que uno puede hacer es tener siempre en cuenta que, con su espléndida conciencia de ser, los seres inorgánicos ejercen una tremenda atracción sobre los ensoñadores y pueden transportarlos fácilmente a mundos indescriptibles.

"Los brujos de la antigüedad fueron los que les dieron el nombre de aliados. Sus aliados les enseñaron a mover el punto de encaje fuera de los límites del huevo luminoso, a un universo no humano. Cuando transportan a un brujo, lo transportan a mundos más allá de lo humano. Esa es la atracción de su inevitable presencia.

El escucharlo hablar así, me llenó de extraños miedos y dudas, las cuales él inmediatamente captó.

– Eres religioso hasta más no poder -dijo riéndose-. Ya sientes que el demonio te tiene agarrado del fondillo, ¿verdad? El contraveneno para esa clase de miedo es tomar al ensueño en estos otros términos: ensoñar es percibir más de lo que creemos posible.

En mis horas de vigilia, me preocupaba la posibilidad de que realmente existieran seres inorgánicos conscientes de ser. Sin embargo, cuando ensoñaba, mis preocupaciones conscientes se esfumaban. Por otro lado, las sacudidas de miedo que sentía continuaron. Cuando ocurrían, una extraña calma siempre venía en seguida; una apaciguadora calma que me hacía sentir como si el miedo no existiera en absoluto.

En mis prácticas de ensueño, en ese entonces, cada adelanto que experimentaba ocurría repentinamente, sin previo aviso. La presencia de seres inorgánicos en mis sueños no fue una excepción. Ocurrió una vez que estaba soñando con el circo de mi niñez. La escena era la de un pueblo en unas montañas que parecían ser las de Arizona. Empecé a observar a la gente, con la vaga esperanza de ver otra vez a aquellos que vi la primera vez que don Juan me hizo entrar en la segunda atención.

Al quedarme observándolos, sentí de repente una gran sacudida nerviosa, como un puñetazo en la boca del estómago. El golpe me distrajo y perdí de vista a la gente, al circo y al pueblo en las montañas de Arizona. En su lugar, había dos figuras de aspecto extraño. Eran delgadas, de menos de treinta centímetros de ancho, pero largas, quizá de dos metros de alto. Estaban flotando amenazadoramente por encima de mí, como dos gigantescas lombrices.

Yo sabía que estaba soñando, pero también sabía que estaba viendo. Don Juan me había explicado, en mi estado normal de conciencia, al igual que en la segunda atención, todo lo referente a ver. A pesar de que yo era aún incapaz de ver, comprendía, sin embargo, la idea de percibir energía directamente. En ese ensueño, viendo a esas dos extrañas apariciones, llegué a la conclusión de que estaba viendo la esencia energética de algo increíble.

Me mantuve en calma. No me moví. Lo que me parecía muy notable era que las apariciones no se disolvieran, o se transformaran en alguna otra cosa. Lo que tenía frente a mi eran dos seres poseedores de la cohesión necesaria para retener su forma de vela. Algo en ellos forzaba a algo en mi a mantener mi atención de ensueño enfocada en esas formas. Yo sabía eso porque definitivamente sentía que si yo no me movía, ellos tampoco se moverían.

Al momento de despertarme, de súbito, me sentí inmediatamente acosado por el miedo. Una profunda preocupación me invadió por completo. No era una preocupación psicológica sino más bien una sensación corporal de angustia, una tristeza sin aparente razón.

A partir de esa ocasión, las dos extrañas figuras aparecieron en todas mis sesiones de ensueño. Llegó un momento en el que parecía como si yo únicamente ensoñara para encontrarlas. Jamás intentaron acercarse a mi, o interferir conmigo en absoluto. Simplemente se mantenían erguidas e inmóviles frente a mí, a veces por todo el tiempo que mi sueño durara. Su presencia era tan intensa que nunca hice un esfuerzo para cambiar de sueño, y llegué al punto de hasta olvidarme del propósito original de mi práctica de ensueño.

Cuando finalmente discutí con don Juan lo que me estaba ocurriendo, había yo pasado meses contemplando exclusivamente a las dos figuras.

– Estás en medio de una peligrosa encrucijada -dijo don Juan-. No vale la pena que ahuyentes a esos seres, pero tampoco es dable dejarlos que se queden. Ahorita, su presencia es un obstáculo para ensoñar.

– ¿Qué puedo hacer, don Juan?

– Encararlos, hoy mismo, aquí en el mundo, y decirles que regresen luego, cuando tengas más atención de ensueño.

– ¿Cómo se les encara?

– No es fácil, pero se puede hacer. Lo que se requiere es tener suficientes agallas, y por supuesto que las tienes.

Sin esperar a que le dijera que yo no tenía agallas en lo más mínimo me llevó a unas montañas muy cerca de su casa. En ese entonces, él vivía en el norte de México, y me había dado la total impresión de ser un brujo solitario; un viejo completamente fuera de la corriente de eventos mundanos diarios, y a quien todos habían olvidado. No obstante, yo había llegado a la velada conclusión de que él poseía una inteligencia privilegiada. Y sólo por ello, yo estaba dispuesto, aunque siempre bajo protesta, a cumplir con lo que creía eran sus meras excentricidades.

La habilidad de los brujos, cultivada a través de siglos de práctica, era la marca distintiva de don Juan. Hacía modos de que yo entendiera todo lo que pudiera, en mi estado de conciencia normal y, al mismo tiempo, se aseguraba de que yo entrara en la segunda atención, donde entendía o por lo menos escuchaba apasionadamente todo lo que él me enseñaba. De esta manera, me dividió en dos. En mi estado de conciencia normal, no podía entender por qué o cómo estaba yo dispuesto a tomar sus excentricidades en serio. En la segunda atención, todo me era perfectamente natural, aunque no del todo comprensible.

Respecto a la segunda atención, su punto de vista era que ésta es asequible a todos nosotros, pero que al aferrarnos testarudamente a nuestros defectuosos razonamientos, algunos de nosotros más ferozmente que otros, mantenemos la segunda atención a distancia. Al ensoñar rompemos las barreras que la rodean y la aíslan, y la transformamos en algo alcanzable.

El día que me llevó a las montañas en el desierto de Sonora a encontrarme con los seres inorgánicos, yo estaba en mi estado de conciencia normal. Sin embargo, sabía que iba a hacer algo que sin duda sería increíble.

Había lloviznado en el desierto. La tierra roja estaba todavía mojada; al caminar, se pegaba a la suela de goma de mis zapatos y tenía que pisar en rocas filudas para librarme de ella. Caminamos hacia el este, trepando en dirección a la cima de unos cerros. Cuando llegamos a una estrecha hondonada, entre dos cerros, don Juan se detuvo.