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4 LA FIJACIÓN DEL PUNTO DE ENCAJE

Ya que nuestro acuerdo era discutir acerca del ensueño únicamente cuando don Juan lo considerara necesario, yo raramente lo interrogaba al respecto, y si lo hacía nunca insistí en continuar con mis preguntas después de cierto punto. Cada vez que él decidía hablar del tema, yo estaba, sin embargo, siempre preparado, aunque sus discusiones invariablemente iban aunadas a otros tópicos de sus enseñanzas, y siempre eran presentadas rápida y abruptamente.

Una vez, en su casa, durante una conversación no relacionada con el ensueño, don Juan comentó que los brujos antiguos mediante sus contactos con los seres inorgánicos adquirieron una enorme experiencia en el manejo del punto de encaje; un tema que clasificó como inmenso y nefasto.

Inmediatamente aproveché la oportunidad y le pregunté en qué época él calculaba que vivieron los brujos antiguos. En varias oportunidades anteriores, ya le había hecho la misma pregunta, pero nunca me dio una respuesta satisfactoria. Esta vez, ya que era él quien había abierto la discusión, yo confiaba que se vería obligado a contestarme.

– Ese es un tema muy difícil -dijo. Su tono de voz me hizo pensar que estaba descartando mi pregunta. Me quedé muy sorprendido cuando continuó hablando-. Es un tema tan abrumador para la razón como el de los seres inorgánicos. Por cierto, ¿qué es lo que piensas de ellos ahora?

– He dejado mis opiniones totalmente de lado -le dije-. No me puedo dar el lujo de pensar en ellos ni de un modo ni de otro.

Mi respuesta lo deleitó. Se rió y comentó acerca de sus propios miedos y aversiones a los seres inorgánicos.

– Nunca han sido santos de mi devoción -dijo-. Por supuesto que la razón principal fue el miedo que les tenía. No fui capaz de vencerlo cuando lo debería haber hecho, ahora es muy tarde.

– ¿Todavía les tiene miedo, hoy en día, don Juan?

– Lo que siento no es exactamente miedo, es más bien repugnancia. No quiero tener nada que ver con ellos.

– ¿Hay alguna razón, en particular, para que sienta usted esa repugnancia?

– La mejor razón del mundo: somos antitéticos. A ellos les encanta la esclavitud y a mi la libertad. A ellos les encanta comprar pero yo no vendo.

Me puse inexplicablemente agitado, y le dije bruscamente que nuestra conversación me parecía tan estrafalaria que yo no podía tomarla en serio.

Me miró fijamente y dijo sonriendo:

– Lo mejor que uno puede hacer con los seres inorgánicos es lo que tú haces: negar su existencia y al mismo tiempo visitarlos, regularmente, sosteniendo que uno está ensoñando, y que en los ensueños todo es posible. De esta forma uno no se compromete.

Me sentí culpable y me vi obligado a preguntar:

– ¿A qué se refiere usted, don Juan?

– A tus visitas a los seres inorgánicos -me contestó secamente.

– ¿Está usted bromeando, no? ¿Cuáles visitas?

– Aún no quería discutir esto, pero creo que es hora de que te lo diga; la voz que oías en tus sueños, urgiéndote a que fijaras tu atención de ensueño en los objetos de tus sueños era la voz de un ser inorgánico.

No cabía duda de que don Juan estaba diciendo disparates. Me sentí tan irritado con él que hasta le grité. Se rió de mí como si hubiera sido yo el disparatado y me pidió que le contara todo acerca de lo que llamó mis "sesiones irregulares". Su pedido me asombró sobremanera porque no le había contado a nadie que a veces mis ensueños se tornaban insólitos. La sesión irregular comenzaba cuando mi atención de ensueño era poderosamente atraída por cualquier objeto de mis ensueños, pero eso, en lugar de hacerme cambiar de ensueño, como debería, me empujaba a una dimensión totalmente desconocida. Una dimensión en la cual remontaba yo el vuelo, dirigido por una fuerza invisible que me hacía dar vuelta tras vuelta. Siempre al despertarme de uno de esos ensueños, yo seguía retorciéndome en la cama, por un largo rato, antes de estar completamente consciente.

– Esos son auténticos encuentros con tus amigos, los seres inorgánicos -comentó don Juan.

Sus aseveraciones me provocaron tal malestar que hasta olvidé mi pregunta acerca de los brujos antiguos. Don Juan, por su cuenta, volvió a ella.

– Mi idea es que los brujos antiguos existieron hace quizá diez mil años -dijo sonriendo y observando mi reacción.

Basándome en datos arqueológicos actuales sobre la emigración de las tribus nómadas asiáticas a las Américas, le dije que diez mil años era una fecha irrazonable.

– Tú tienes tu conocimiento, y yo tengo el mío -dijo-. El mío es que los brujos antiguos rigieron por cuatro mil años. Hace tres mil años, se fueron a pique. Y desde entonces, los nuevos brujos han estado reagrupando y reconstruyendo lo que quedó de los antiguos.

– ¿Cómo puede usted estar tan seguro de sus fechas? -pregunté.

– ¿Cómo puedes tú estar tan seguro de las tuyas? -replicó.

Le dije que los arqueólogos tienen métodos infalibles para establecer las edades de las culturas del pasado. Y él me aseguró una vez más que los brujos también tenían sus propios métodos infalibles.

– No estoy tratando ni de llevarte la contraria ni de pelearme contigo -continuó-, pero muy pronto vas a tener la oportunidad de preguntarle esto mismo a alguien que lo sabe con absoluta certeza.

– Nadie puede saber esto con absoluta certeza, don Juan.

– Sí se puede, y eso es otra de esas cosas de brujos que son imposibles de creer. Hay alguien que puede verificar todo esto. Algún día conocerás a esa persona.

– Vamos, don Juan, usted tiene que estar bromeando. ¿Quién podría verificar lo que sucedió hace tantos miles de años?

– Muy sencillo, uno de los brujos antiguos de los cuales hemos estado hablando. El mismo que yo conocí. Él es quien me dijo todo lo que sé acerca de los brujos de la antigüedad. Espero que siempre recuerdes lo que te voy a contar acerca de ese hombre. Él es alguien a quien estás obligado a conocer, porque es la clave de muchos de nuestros asuntos.

Don Juan me escudriñó por largo rato, y luego me acusó de no haberle creído una sola palabra de lo que me había dicho acerca de los brujos antiguos. Admití que en mi estado cotidiano de conciencia, naturalmente, no le había creído una sola palabra. Sus historias me parecían historias descabelladas. En la segunda atención, tampoco le creí, aunque ahí debería haber tenido una reacción diferente.

– Se vuelven historias descabelladas, únicamente cuando te pones a examinarlas como si fueran eventos del mundo diario -remarcó-. Si no involucraras tu sentido común, todo esto sería estrictamente una cuestión de energía.

– ¿Por qué dijo usted, don Juan, que estoy obligado a conocer a uno de esos antiguos?

– Porque es imperativo; es vital que los conozcas algún día. Por ahora, simplemente déjame que te cuente otra historia traída de los cabellos acerca de uno de los naguales de mi línea, el nagual Sebastián.

Don Juan dijo que a principios del siglo dieciocho, el nagual Sebastián era el sacristán en una iglesia del sur de México. Recalcó cómo los brujos, del pasado o del presente, han buscado y han encontrado refugio en instituciones establecidas, tal como la Iglesia. Explicó que el soberbio sentido de disciplina que los brujos poseen los convierte en empleados dignos de confianza, codiciados por instituciones que constantemente tienen extrema necesidad de tales personas; y siempre y cuando nadie se entere de que son brujos, sus prácticas mismas los hacen aparecer como trabajadores modelo.

Una tarde mientras Sebastián estaba cumpliendo con sus tareas de sacristán, un indio de aspecto raro entró en la iglesia; era viejo y parecía estar enfermo. Con voz débil, le pidió ayuda a Sebastián. El nagual pensó que el hombre debería hablar con el cura de la parroquia. Haciendo un gran esfuerzo, el hombre se dirigió al nagual y en un tono áspero y directo le dijo que sabía que Sebastián era no solamente un brujo, sino un nagual.