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– Te adoro total y absolutamente -dije.

Aseveraciones de esa índole entre los brujos de la línea de don Juan eran intolerables. Carol Tiggs era la mujer nagual. Entre nosotros dos no había necesidad de demostraciones de afecto. De hecho, ni siquiera sabíamos lo que sentíamos el uno por el otro. Don Juan nos había enseñado que entre los brujos no hay disposición ni tiempo para tales sentimientos.

Carol me sonrió y me abrazó. El afecto que yo sentía por ella me consumía de tal manera que involuntariamente comencé a llorar.

– Tu cuerpo energético se está moviendo hacia adelante en los filamentos luminosos de energía del universo -susurró en mi oído-; nos lleva el regalo del desafiante de la muerte.

Tenía suficiente energía para comprender lo que estaba diciendo. Hasta le pregunté si ella misma entendía lo que todo eso significaba. Me apaciguó con un susurro en mi oído.

– Sí, entiendo; el regalo que el desafiante de la muerte te dio fueron las alas del intento. Y con ellas, tú y yo nos estamos ensoñando en otro tiempo. En un tiempo que está aún por venir.

La hice a un lado y me senté. La manera como Carol estaba expresando esos complejos pensamientos de brujos me perturbaba. Su tendencia no era tomar los pensamientos conceptuales seriamente. Siempre bromeábamos entre nosotros sobre que ella no tenía una mente filosófica.

– ¿Qué es lo que te pasa? -le pregunté-. Tu desarrollo es nuevo para mí: Carol la bruja filósofa. Estás hablando como don Juan.

– Todavía no -se rió-. Pero en cualquier momento. Ya viene rodando, y cuando finalmente llegue, me va a ser la cosa más fácil del mundo ser una bruja filósofa. Ya verás. Y nadie será capaz de explicarlo porque simplemente sucederá.

Una campana de alarma sonó en mi mente.

– Tu no eres Carol -grité-. Eres el desafiante de la muerte disfrazado de Carol. ¡Lo sabía!

Carol Tiggs se rió, sin perturbarse por mi acusación.

– No seas absurdo -dijo-. Te vas a perder la lección. Sabía que tarde o temprano, me ibas a salir con esto porque no puedes controlarte. Créeme, soy Carol. Pero estamos haciendo algo que nunca hemos hecho: estamos intentando en la segunda atención, como los brujos de la antigüedad solían hacerlo.

No quedé convencido, pero no tenía más energía para continuar con mi discusión, ya que algo como los grandes vórtices de mis ensueños estaba empezando a jalarme. Escuché la voz de Carol vagamente en mi oído.

– Nos estamos ensoñando a nosotros mismos. Ensueña tu intento de mí. ¡Inténtame hacia adelante! ¡Inténtame hacia adelante!

Con gran esfuerzo expresé mi pensamiento más íntimo.

– Quédate aquí conmigo para siempre -dije con la lentitud de un tocacintas que no funciona bien.

Me respondió algo incomprensible. Quería reírme de mi propia voz, pero en esos momentos el vórtice me tragó.

Cuando desperté, estaba solo en el cuarto del hotel. No tenía la menor idea cuánto tiempo había dormido. Me sentí extremadamente desilusionado de no encontrar a Carol a mi lado. Me vestí apresuradamente y bajé al vestíbulo del hotel para buscarla. Además, quería sacudirme algo de la extraña soñolencia que se había pegado a mi.

En la recepción me dijeron que la mujer americana que había rentado el cuarto acababa de salir hacia la plaza. Corrí a la plaza, esperando alcanzarla, pero no estaba a la vista. Era mediodía, el sol brillaba en un cielo sin nubes. Hacia bastante calor.

Caminé hacia la iglesia. Mi sorpresa fue genuina, aunque lenta, al darme cuenta de que verdaderamente había visto el detalle arquitectónico de su estructura en aquel ensueño. Sin interés, jugué con la idea de que a lo mejor don Juan y yo habíamos examinado la parte trasera de la iglesia, y no me acordaba de ello. Pensé eso, pero no me importó. Mi esquema de validación no tenía ningún significado para mí. De todas maneras, estaba demasiado soñoliento para que me interesara.

De ahí caminé lentamente hacia la casa de don Juan, todavía buscando a Carol. Estaba seguro de que la iba a encontrar allí, esperándome. Don Juan me recibió como si yo hubiera resucitado de entre los muertos. Él y sus compañeros se hundieron en una gran agitación, y me examinaron de pies a cabeza con franca curiosidad.

– ¿Dónde estuviste? -preguntó imperiosamente don Juan.

No podía comprender la razón de todo ese alboroto. Le dije que había pasado la noche con Carol en el hotel cerca de la plaza, ya que no tenía energía para caminar de regreso de la iglesia a su casa, pero que ellos ya sabían esto.

– Nosotros no sabíamos nada de eso -contestó secamente.

– ¿No le dijo Carol que estaba conmigo? -le pregunté en medio de una débil sospecha, la cual, si no hubiera estado tan exhausto, me hubiera alarmado sobremanera.

Nadie contestó. Se miraban los unos a los otros penetrantemente. Encaré a don Juan y le dije que tenía la impresión de que él había mandado a Carol a buscarme. Don Juan se paseó de arriba abajo por el cuarto, sin decir nada.

– Carol Tiggs no ha estado con nosotros -dijo-. Y tú estuviste ido por nueve días.

Mi fatiga impidió que me desmoronara con tales aseveraciones. Su tono de voz y la preocupación que los otros mostraban eran prueba suficiente de que estaba hablando en serio. Pero yo me encontraba tan entumecido que no pude decir nada.

Don Juan me pidió que les contara, con todo detalle posible, lo que había sucedido entre el desafiante de la muerte y yo. Me sorprendió que fuera capaz de recordar tanto, y de poder transmitir todo eso a pesar de mi fatiga. Un momento de frivolidad rompió la tensión cuando les dije cuánto se había reído la mujer de mis gritos en su ensueño.

– Señalar con el dedo meñique funciona mejor -le dije a don Juan, pero sin ningún sentimiento de recriminación.

Don Juan preguntó si la mujer había tenido alguna otra reacción a mis gritos, además de reírse. No tenía memoria de ninguna otra reacción, excepto su regocijo y el hecho de que había comentado lo mal que ella le caía a él.

– No me cae mal -protestó don Juan-. Simplemente no me gusta lo coercitivo de los brujos antiguos.

Dirigiéndome a todos dije que personalmente esa mujer me gustaba inmensa e imparcialmente. Y que había amado a Carol Tiggs como nunca pensé que pudiera amar a nadie. No parecieron apreciar lo que les decía. Se miraban unos a otros como si me hubiera vuelto repentinamente loco. Quería decir más; explicarles todo, pero don Juan, quizá para prevenir que empezara a balbucear idioteces, prácticamente me arrastró fuera de la casa, de regreso al hotel.

El mismo gerente con quien había hablado antes escuchó atentamente nuestra descripción de Carol Tiggs, pero negó rotundamente habernos visto a ella o a mi antes. Hasta llamó a las mucamas del hotel quienes corroboraron lo que decía.

– ¿Cuál puede ser el significado de todo esto? -preguntó don Juan en voz alta.

Parecía ser una pregunta dirigida a él mismo. Gentilmente me condujo fuera del hotel.

– Salgamos de este maldito lugar -dijo.

Cuando estuvimos afuera, me ordenó no volver la cabeza para mirar a ver al hotel o a la iglesia en la calle de enfrente, y mantener la cabeza baja. Miré mis zapatos e instantáneamente me di cuenta de que ya no traía puesta la ropa de Carol Tiggs, sino la mía. Sin embargo, no podía recordar, por más que tratara, cuándo me había cambiado de ropa. Deduje que debió ser cuando me desperté en el cuarto del hotel. Me debí de haber puesto mi ropa en ese momento, aunque mi memoria estaba en blanco.

Para entonces habíamos llegado a la plaza. Antes de que la cruzáramos para dirigirnos a la casa de don Juan, le expliqué lo de mi ropa. Movía su cabeza rítmicamente, escuchando cada palabra. Luego se sentó en una banca, y con una voz que transmitía una verdadera preocupación, me advirtió que, en esos momentos, yo no tenía manera alguna de saber lo que había sucedido en la segunda atención entre la mujer de la iglesia y mi cuerpo energético. Mi interacción con Carol Tiggs en el hotel fue sólo la punta del témpano de hielo flotante.