– No, no un tipo diferente de energía, pero ciertamente tiene características diferentes a las de una persona normal.
– ¿Está usted absolutamente seguro, don Juan, de que esa mujer es el inquilino? -insistí, movido por un extraño asco y miedo.
– ¡Esa mujer es el inquilino! -don Juan exclamó en un tono de voz que no admitía dudas.
Nos quedamos callados. Esperé el siguiente pasó, en medio de un pánico que iba más allá de toda descripción.
– Ya te he dicho que ser un hombre natural o una mujer natural es cuestión de la posición del punto de encaje -dijo don Juan-. Cuando digo natural, me refiero a alguien que nació ya sea hombre o mujer. Para un vidente, en el caso de las mujeres, la parte más brillante del punto de encaje está mirando hacia enfrente, y en el caso de los hombres, hacia adentro. El punto de encaje del inquilino estaba originalmente mirando hacia adentro, pero lo cambió retorciéndolo, y esto hace que su forma energética de huevo luminoso se vea como una concha de mar enrollada en si misma.
12 LA MUJER DELA IGLESIA
Don Juan y yo nos quedamos sentados en silencio. No tenía más preguntas que hacerle y parecía que él ya me había dicho todo lo que era pertinente. No podrían haber sido más de las siete, pero la plaza estaba desierta. Era una noche cálida. En ese pueblo, en las noches, la gente usualmente se pasea por la plaza hasta las diez u once.
Empecé a reconsiderar lo que sucedía. Mi aprendizaje con don Juan se acercaba a su fin. Él y su bando iban a realizar el sueño de los brujos: dejar este mundo y entrar en dimensiones inconcebibles. Basándome en mi limitado éxito en el ensueño, creía que esa meta no era ilusoria, sino en extremo sobria, aunque contraria a la razón. Buscaban percibir lo desconocido y lo habían logrado.
Don Juan estaba en lo correcto cuando decía que al inducir un desplazamiento sistemático del punto de encaje, ensoñar libera la percepción, agrandando el campo de lo que puede ser percibido. Para los brujos de su bando, el ensueño no solamente les había abierto las puertas a otros mundos perceptibles, sino que también los preparó para entrar completamente conscientes de si en esos reinos. Para ellos, el ensueño se había convertido en algo inefable, sin precedentes: algo cuya naturaleza y alcance sólo podían ser aludidos, como refirió don Juan cuando dijo que el ensoñar es la puerta a la luz y a la oscuridad del universo.
Sólo una cosa quedaba pendiente para ellos: mi encuentro con el desafiante de la muerte. Lamentaba que don Juan no me hubiera avisado con anterioridad para poder prepararme mejor. Pero él era un nagual que siempre hacía todo lo que era de importancia en el momento, y sin previo aviso.
Por un rato, me sentí muy bien; tranquilamente sentado con don Juan en esa plaza, esperando a que los eventos se desarrollaran; pero luego mi estabilidad emocional sufrió un altibajo, y en fracciones de segundo me encontré dentro de una oscura desesperación. Me asaltaron triviales consideraciones acerca de mi seguridad, mis metas, mis esperanzas y mis preocupaciones en el mundo. Al examinar todo esto, tuve que admitir que la única preocupación real que yo tenía era acerca de mis tres compañeras en el mundo de don Juan. Aunque si lo pensaba, ni siquiera eso me preocupaba verdaderamente. Don Juan les había enseñado a ser la clase de brujas que siempre sabían qué hacer; y lo más importante aún, las había preparado para saber qué hacer con lo que sabían.
Habiendo sido despojado, desde hacía mucho tiempo, de toda razón mundana posible para sentirme angustiado, lo único que me quedaba era el miedo de morir a manos del desafiante de la muerte: la preocupación por mí mismo. Y me entregué a ella desvergonzadamente, una última jugada antes de desaparecer. Me puse tan asustado, que me dio náusea. Traté de disculparme, pero don Juan se rió.
– El que te vomites de miedo no te hace de ninguna manera único -dijo-. Cuando yo conocí al desafiante de la muerte, me oriné en los pantalones. Créeme.
Esperé en silencio durante un momento intolerablemente largo.
– ¿Estás listo? -preguntó.
Dije que si. Levantándose de la banca añadió:
– Entonces ya nos vamos. Y ahora descubriremos cómo vas a actuar cuando estés en la línea de fuego.
Me condujo de regreso a la iglesia. Hasta el día de hoy, de lo único que me puedo acordar de aquella caminata es que tuvo que arrastrarme todo el camino. Pero no recuerdo haber llegado a la iglesia o haber entrado en ella. Lo próximo que supe es que estaba arrodillado en un largo y desgastado banco de iglesia, junto a la mujer que había visto antes. Me estaba sonriendo. Miré alrededor tratando de localizar a don Juan, pero no estaba a la vista. Hubiera salido de ahí volando si no me hubiera detenido la mujer, agarrándome del brazo.
– ¿Por qué habrías de tener tanto miedo de una pobrecita como yo? -me preguntó en inglés.
Me quedé pegado en el lugar donde estaba arrodillado. Lo que me cautivó por completo e instantáneamente fue su voz. No puedo describir qué es lo que había en el sonido rasposo de su voz que llegaba a lo más recóndito de mí. Era como si siempre hubiera conocido esa voz.
Me quedé allí inmóvil, atrapado por ese sonido. Me preguntó algo más en inglés, pero no pude entender lo que decía. Me sonrió con dulzura.
– Está bien -susurró en español.
Estaba arrodillada a mi derecha.
– Entiendo perfectamente lo que es el verdadero miedo, vivo con él -añadió.
Estaba a punto de hablarle, cuando escuché la voz del emisario en mi oído:
– Es la voz de Hermelinda, tu nodriza -dijo.
Lo único que sabía yo de Hermelinda era la historia que me contaron, que había muerto en un accidente, atropellada por un camión. Que la voz de la mujer me trajera esas memorias era algo impactante. Experimenté una momentánea y agonizante ansiedad.
– Soy tu nodriza -exclamó la mujer suavemente-. ¡Qué extraordinario! ¿Quieres mi chichi? -su cuerpo se convulsionó de risa.
Hice un supremo esfuerzo para mantenerme calmo; sabía que estaba perdiendo la ecuanimidad rápidamente, y que en cualquier momento iba a perder el control de mi razón.
– No te preocupes por mi broma -dijo en voz baja-. La verdad es que me caes muy bien. Estás llenísimo de energía. Y nos vamos a llevar muy bien.
Dos hombres viejos se arrodillaron enfrente de nosotros. Uno de ellos volteó la cabeza y nos miró con curiosidad. Ella no les puso ninguna atención, y continuó susurrándome al oído.
– Déjame tomar tu mano -pidió.
Pero su petición era como una orden. Le di mi mano, incapaz de negarme.
– Gracias. Gracias por tu confianza en mi -susurró.
El sonido de su voz me estaba volviendo loco; un sonido rasposo, tan exótico, tan absolutamente femenino. Bajo ninguna condición la hubiera considerado como la voz elaborada de un hombre tratando de sonar como una mujer. No era una voz ronca ni dura. Era como el sonido de pies descalzos caminando suavemente sobre grava.
Hice un tremendo esfuerzo para romper una capa invisible de energía que parecía haberme envuelto. Creí haberlo logrado. Me levanté, listo para irme, y lo hubiera hecho si la mujer no se hubiera también levantado y susurrado en mi oído.
– No huyas. Hay tantas cosas que te tengo que decir.
Detenido por la curiosidad, me senté automáticamente. Increíblemente, mi ansiedad y mi miedo se desvanecieron repentinamente. Hasta tuve la suficiente presencia de ánimo para preguntarle:
– ¿Es usted verdaderamente una mujer?
Se rió entre dientes, como una niña, y luego me dijo una intrincada frase.
– Si te atreves a pensar que me transformaría en un hombre temible para causarte daño, estás gravemente equivocado -dijo, acentuando aún más esa extraña, hipnótica voz-. Tú eres mi benefactor. Yo soy tu sirvienta, como he sido la sirvienta de todos los naguales que te precedieron.