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El aire de la noche afinó sus sentidos. Apoyado en la muralla notaba gotear su herida por la cadera, bajo la ropa, a cada latido del corazón. El reloj del ayuntamiento dio una campanada, y en ese momento la popa del “Felix von Luckner” empezó a apartarse lentamente. Bajo los focos halógenos de cubierta podía ver al primer oficial vigilando el trabajo de los marineros en el castillo de proa, junto a los escobenes de las anclas. Había dos hombres en el alerón, atentos a la distancia entre el casco y el muelle: sin duda el práctico y el capitán.

Oyó los pasos del Piloto a su espalda, y sintió que se apoyaba en la balaustrada a su lado.

– Ha muerto.

Coy no dijo nada. Una sirena policial sonaba lejana, acercándose desde la ciudad baja. En el muelle acababan de largar la última amarra del barco, y éste empezó a alejarse. Coy imaginó la penumbra del puente, el timonel en su puesto, el capitán atento a las últimas maniobras mientras la proa apuntaba entre las luces verde y roja de la bocana. Adivinó la silueta del práctico bajando hasta la lancha por la escala de gato que pendía de un costado. Ahora el barco ganaba velocidad, deslizándose con suavidad hacia el mar negro y abierto, con sus luces que se estremecían reflejadas en la estela y un último toque ronco de bocina que dejó atrás igual que una despedida.

– Cogí su mano -dijo el Piloto-. Ella creía que eras tú.

La sirena policial sonaba más cerca, y un centelleo azul asomó al extremo de la avenida. El Piloto había encendido un cigarrillo, y el resplandor del chisquero deslumbró la visión de Coy. Cuando recompuso la imagen, el “Felix von Luckner” ya navegaba por aguas libres. Experimentó una intensa añoranza viendo alejarse sus luces en la noche. Podía adivinar el aroma de la taza de café de la primera guardia, los pasos del capitán en el puente, el rostro impasible del timonel iluminado desde abajo por el compás giroscópico. Podía sentir la vibración de las máquinas bajo cubierta mientras el oficial de cuarto se inclinaba sobre la primera carta náutica del viaje, recién desplegada sobre la mesa para calcular un rumbo cualquiera: un buen rumbo trazado con reglas, lápiz y compás de puntas, en papel grueso cuyos signos convencionales representaban un mundo conocido, familiar, reglamentado por cronómetros y sextantes que permitían mantener la tierra a distancia.

Ojalá, pensó, me devuelvan al mar. Ojalá encuentre pronto un buen barco.

La Navata, diciembre 1999