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Tras repetir aquello, la sombra se inclinó más, y él sintió la boca húmeda de la mujer en la suya. Después Tánger se puso en pie.

– Ojalá -dijo- encuentres pronto un buen barco.

El entramado de plomo de una lumbrera conservaba todavía restos de vidrio. Se apartó un poco para dejar que reposara la nube de sedimentos y luego siguió trabajando. Había llegado a un lugar de la cámara donde la arena volvía a llenar el hueco apenas retirada, y tenía que hacer constantes idas y venidas con la pala corta para echarla por la borda. Eso lo fatigaba mucho y le hacía gastar más aire del conveniente; sus burbujas subían a la superficie a un ritmo superior al normal, así que dejó la pala a un lado y fue hasta los restos de una cuaderna, apoyándose en ella para descansar un poco y convencer a sus pulmones de que fuesen menos exigentes. Bajo sus pies había una bala de cañón encadenada, de las que se utilizaban para romper la jarcia del enemigo, que el Piloto había desenterrado en la inmersión precedente. Su estado de conservación era más que razonable, gracias a la arena que la protegió durante dos siglos y medio; tal vez fuese una de las disparadas por el corsario, que había terminado allí su recorrido tras hacer unos cuantos destrozos en la cabullería y el velamen del bergantín. Bajó un poco para verla mejor -lo que discurre un hombre para reventar a otro, pensaba-, y entonces, por un agujero en la base de un mamparo, vio asomar muy cerca la cabeza de una morena. Era grande, un palmo de gruesa, con siniestro tono oscuro. Abría las fauces malhumorada por la intrusión en su territorio de aquel extraño ser burbujeante. Coy retrocedió con prudencia ante la boca abierta, cuyos dientes podían llevarle medio brazo de un mordisco, y fue hasta el fusil submarino que pendía del cabo con los flotadores deshinchados y las otras herramientas. Cargó el arpón tensando las gomas y regresó donde la morena. Detestaba matar peces; pero no era cosa de trabajar entre tablas podridas con la amenaza de unos dientes ganchudos y venenosos en el cogote. El animal seguía en guardia bajo el mamparo, defendiendo la entrada de su agujero doméstico: hogar dulce hogar. Mantuvo los ojos malignos fijos en Coy cuando éste se acercó empuñando el fusil y lo puso ante sus fauces abiertas. No es nada personal, compañera. Sólo tienes mala suerte. Apretó el gatillo, y la morena se debatió ensartada, dándole furiosas dentelladas al vástago de acero que le asomaba por la boca, hasta que Coy sacó el cuchillo y le cortó la médula espinal a la altura de la nuca.

Volvió al trabajo, desescombrando un ángulo de la cámara donde se habían amontonado maderas y objetos. La arena llenaba una y otra vez los huecos abiertos por sus manos, y el caracolillo y los restos de metal le habían convertido los guantes en jirones -era el tercer par que rompía allí abajo-, y los dedos en un eccehomo de cortes y arañazos. Dio con el cañón de una pistola cuya culata de madera había desaparecido, y también con un crucifijo que parecía de plata, negro y cubierto de adherencias, y con un zapato de cuero casi intacto, con su hebilla. Después retiró unas tablas que se partieron bajo la piqueta, ascendió un poco para que se desvaneciera la nube de sedimentos, y al bajar de nuevo vio un bloque oscuro cubierto de adherencias rojizas y pardas. A simple vista parecía un ladrillo grande, rectangular. Quiso moverlo y le pareció adherido al fondo. Y es imposible, se dijo. Los cofres de los tesoros tienen una tapa que se abre y muestra el interior reluciente, las perlas y las joyas y las monedas de oro. Y las esmeraldas. Los cofres de los tesoros no tienen la apariencia anodina de un bloque calcáreo y oxidado, ni aparecen por las buenas bajo un zapato viejo y unas cuantas tablas. De modo que es imposible que esto que tengo delante sea lo que andamos buscando. Esmeraldas grandes como nueces, iris del Diablo y cosas así. Es demasiado fácil.

Excavó la arena alrededor del bloque de adherencias, iluminándolo con la linterna para comprobar sus colores reales. Debía de tener dos palmos de largo, otros dos de ancho y un poco menos de fondo; y los ángulos conservaban cantoneras de bronce que teñía en verde las incrustaciones y el caracolillo próximo. El resto estaba cubierto por una costra rígida y quebradiza, con restos de madera podrida y manchas de herrumbre. Bronce, madera y hierro en descomposición, había previsto Tánger; y también había dicho que en caso de encontrar algo con esas características, tenía que manejarse con cuidado. Nada de golpes ni de hurgar en su interior. Las esmeraldas, si es que se trataba de ellas, estarían adheridas unas a otras en un bloque calcáreo que debía deshacerse por medios químicos. Y las esmeraldas eran muy frágiles.

Liberó el bloque de la arena con poco esfuerzo. No parecía muy pesado, al menos en el agua; pero sin duda era un cofre. Se quedó quieto casi un minuto, respirando pausadamente, dejando salir burbujas a un ritmo cada vez más lento, hasta que se tranquilizó un poco y el pulso dejó de batirle en las sienes y el corazón volvió a golpear con normalidad bajo la chaquetilla de neopreno. Tómalo con calma, marinero. Cofre o no cofre, tómatelo con mucha calma. Sé flemático por una vez en tu vida, porque los nervios son incompatibles con el hecho de respirar a veintiséis metros de profundidad aire comprimido a doscientas atmósferas de presión. Así que se quedó allí un rato, y luego fue en busca de uno de los flotadores de plástico, fijó una red de malla muy fina en forma de bolsa al extremo de las drizas, y la aseguró al grillete con un as de guía. Puso el bloque en la red, y con su propia boquilla dejó escapar un poco de aire comprimido para hinchar a medias el flotador. Después, pese a las instrucciones de Tánger, hurgó un poco en el bloque con la punta del cuchillo, desprendiendo parte de la costra, sin encontrar nada especial. Hurgó un poco más, y un trozo como medio puño se desprendió del resto. Lo cogió para mirarlo más de cerca a la luz de la linterna, y entonces un fragmento de ese trozo se desprendió, cayendo muy despacio hasta posarse en la arena del fondo. Era una piedra traslúcida de formas irregulares y con aristas rectas, poliédricas. De color verde esmeralda.

XVI. EL CEMENTERIO DE LOS BARCOS SIN NOMBRE

¿Cómo siempre lo has engañado y le ganaste con trucos a este inocente?

Apolonio de Rodas.

“Argonáuticas”

La ciudad se veía al fondo, agrupada bajo el castillo en una calima de tonos blancos, pardos y azules acentuada por la luz poniente. El sol empezaba a recostarse al oeste, sobre la silueta maciza del monte Roldán, cuando el “Carpanta”, amurado a babor con el génova desplegado y la mayor con un rizo, enfiló la abertura entre los dos faros, pasando bajo las troneras de los antiguos fuertes que guardaban la bocana. Coy mantuvo el rumbo hasta que tuvo por la aleta el faro de Navidad y las cañas de los pescadores sentados entre los bloques del rompeolas. Entonces metió la rueda del timón a barlovento, y las velas flamearon mientras el barco orzaba deteniéndose en el agua tranquila, al redoso del dique. Tánger movía la manivela de un winche, recogiendo el génova, cuando él liberó la mordaza de la driza de la mayor, y ésta cayó deslizándose a lo largo del palo. Después, mientras el Piloto la aferraba a la botavara, Coy encendió el motor y puso proa al Espalmador, hacia los cascos desguazados y las estructuras herrumbrosas de los barcos sin nombre.

Tánger terminó de adujar las escotas y se lo quedó mirando. Lo hizo largamente, como si le estudiase la cara, y él respondió con un amago de sonrisa. Ella también sonrió, y luego fue a acodarse sobre el tambucho, vuelta hacia la proa donde el Piloto había abierto el pozo del ancla. Coy miró el muelle comercial, donde el “Felix von Luckner” estaba amarrado junto a un gran barco de pasaje, y lamentó que aquella arribada fuese clandestina. Le habría gustado lucir en el palo, igual que los comandantes de submarinos alemanes arbolaban en la torreta banderines con las toneladas hundidas, una señal de victoria. Regresamos de Scapa Flow, misión cumplida. Comunico que los tesoros existen, y que llevamos uno a bordo.