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Porque las esmeraldas estaban a bordo del “Carpanta”. El bloque de adherencias calcáreas que las contenía se hallaba envuelto en varias capas de espuma protectora, empaquetado dentro de una bolsa de viaje de apariencia inocente. Lo limpiaron con mucho cuidado antes de embalarlo, casi sin dar crédito a lo que tenían delante, maravillados de haber hecho realidad el sueño que Tánger -”Clero”, “Jesuitas”, “Varios” n.o 356- había tenido ante un legajo de papeles viejos mucho tiempo atrás. Era como una nube en la que flotaran los tres, hasta el punto de que Coy no se atrevió a detallarle al Piloto el valor aproximado que aquel bloque pétreo y sucio rescatado del mar alcanzaría en el mercado clandestino de la joyería internacional. Tampoco el Piloto hizo preguntas; pero Coy lo conocía bien, y captaba una inquietud inusual tras la aparente indiferencia del marino: un brillo especial en los ojos, una forma distinta de mantener sus silencios; una curiosidad contenida por el pudor de la gente de mar, segura de su mundo pero llena de incertidumbre, timidez e interrogantes respecto a las trampas y tentaciones de la tierra firme. Y Coy temía asustarlo contándole que doscientas esmeraldas en bruto, incluso malvendidas por Tánger en la cuarta parte de su valor final, producirían un beneficio mínimo de algunos millones de dólares. Una cifra que, aunque poseyera imaginación suficiente, el Piloto no habría sido capaz de imaginar jamás. De cualquier modo, el plan era aguardar un tiempo mientras Tánger negociaba con los intermediarios, y después hacer un reparto de beneficios -70%º para ella, 25%º para Coy y 5%º para el Piloto- que irían fluyendo de forma lo bastante discreta para evitar sospechas. Tánger se había ocupado de establecer los mecanismos adecuados durante la visita que realizó meses atrás a Amberes, donde su contacto local mantenía relaciones con bancos del Caribe, Zurich, Gibraltar y las islas inglesas del Canal. Nada impediría más tarde al Piloto comprar un nuevo “Carpanta” matriculado en Jersey, por ejemplo; o a Coy cobrar, mientras recobraba su licencia de marino, un sueldo apropiado de una hipotética compañía naviera situada en las Antillas. En cuanto a ella misma, había respondido Tánger a una pregunta de Coy sin levantar la vista del pincel que en ese momento utilizaba para limpiar las adherencias del bloque de esmeraldas, ése no era más que asunto suyo.

Habían hablado de todo durante la última noche, a la luz de la mesa de cartas, después de izar a bordo con mucho cuidado el cofre de los jesuitas del “Dei Gloria”. Lo lavaron en agua dulce, y luego, con paciencia, instrumentos adecuados y varios manuales técnicos a mano, Tánger fue eliminando con disolventes químicos la capa exterior de incrustaciones calcáreas, en un barreño de plástico, mientras Coy y el Piloto la observaban con respeto reverencial, sin atreverse a abrir la boca. Por fin había aparecido una superficie de aglomerado de cristales con aristas rectas e indicios de formaciones hexagonales, todavía sin tallar y conservando las irregularidades originales, que a la luz de la cámara arrojaba suaves reflejos de un verde azulado, tan limpio y transparente como el agua.

Eran esmeraldas perfectas, había murmurado Tánger, fascinada, sin dejar de trabajar; secándose con el dorso de la mano el sudor que le pegaba el cabello a la frente. Tenía un ojo entornado y una lupa de joyero ante el otro: una lupa pequeña y estrecha, de diez aumentos, y se inclinaba sobre el bloque para observar su interior a tres centímetros de distancia mientras lo iluminaba con una potente linterna Maglite desde diversos ángulos. Verde traslúcido, Be3Al2SiF18 al pie de la letra, piedras ideales en color, brillo y limpieza. Había estudiado, leído, preguntado pacientemente durante meses para emitir ahora aquel dictamen en voz baja. Esmeraldas de veinte a treinta quilates en bruto sin jardines de impurezas, nítidas como gotas de aceite, que en manos de orfebres hábiles, una vez talladas en facetas de cuadriláteros u octógonos aprovechando las zonas de más bello color y refracción, se convertirían en joyas valiosas que las damas de la alta sociedad, las esposas o amantes de banqueros, millonarios, mafiosos rusos o jeques del petróleo, lucirían en pulseras, diademas y collares sin hacerse preguntas sobre su procedencia ni sobre el largo camino recorrido por aquellas singulares formaciones de sílice, alúmina, berilio, óxidos y agua, por las que los hombres habían matado y muerto siempre, y seguían haciéndolo. Tal vez, como mucho, entre ciertos escasos iniciados se correría la voz de que algunas de esas esmeraldas, las mejores, provenían de un naufragio documentado con dos siglos y medio de antigüedad; y entonces el precio de las mejores piezas, las más grandes y más bellamente talladas, se dispararía hasta límites de locura en los mercados clandestinos. En su mayor parte, aquellas piedras volverían a dormir un largo sueño en la oscuridad, esta vez dentro de cajas de seguridad de bancos de todo el mundo. Y alguien, en un discreto taller de una calle de Amberes, multiplicaría su fortuna.

Coy maniobró con brusquedad para evitar la lancha de prácticos que se acercaba por la banda de estribor, rumbo a uno de los petroleros que aguardaban frente a la refinería de Escombreras. Se había distraído un momento, y sintió desde la proa la mirada inquisitiva del Piloto. En realidad estaba pensando en Horacio Kiskoros. En su presencia, que intuía próxima. Y sobre todo pensaba en su jefe. Con las esmeraldas a bordo, estaba a punto de caer el telón sobre el último acto; y Coy se resistía a creer que Nino Palermo permitiese que las cosas acabaran así. Recordaba las advertencias del gibraltareño, su decisión de no quedar al margen del negocio. Y aquel fulano era de los que cumplían sus amenazas. Observó a Tánger, que acodada sobre el tambucho, inmóvil, miraba el lugar hacia el que se dirigían. No parecía preocupada, sino ausente; sumida en la grata realidad de su sueño verde. Pero Coy sentía una creciente inquietud; como cuando la mar está tranquila y el cielo limpio, pero una nube negra asoma en el horizonte y el viento sube de forma sospechosa su rumor en la jarcia. Estudió con aprensión el pequeño espigón gris del amarradero. Respecto a Palermo, la pregunta era cómo y cuándo.

El lebeche soplaba perpendicular al espigón, así que Coy se acercó en avante poca y algo a barlovento en dirección al extremo de éste, puso punto muerto a la distancia de tres esloras, y el ancla liberada por el Piloto cayó al agua con un chapuzón. Cuando la sintió agarrar al fondo, Coy aceleró un poco metiendo todo el timón a la banda de estribor, para que el “Carpanta” revirase sobre el ancla, popa al punto de amarre. Luego puso timón a la vía y marcha atrás, y mientras oía correr los eslabones del fondeo por la roldana de proa, retrocedió filando cadena hacia la punta del espigón. A media eslora de éste detuvo el motor, fue a popa, cogió el chicote de uno de los cabos atados a las cornamusas, y con él en una mano saltó a tierra para detener la suave inercia del “Carpanta” sobre el muelle. Después, mientras al otro extremo el Piloto cobraba un poco de cadena para dejar el barco en su sitio, hizo firme la amarra en uno de los bolardos -un pequeño y herrumbroso cañoncito antiguo hundido en el hormigón hasta los muñones- y luego llevó un segundo cabo al otro. El velero estaba ahora inmóvil, rodeado de los viejos cascos a medio desguazar y las superestructuras abandonadas. Tánger se había puesto en pie en la bañera, y cuando sus ojos encontraron los de Coy, éste los halló mortalmente serios.

– Se acabó -dijo él.

Ella no respondió. Miraba a lo lejos, hacia el otro extremo del espigón, y Coy se volvió en la misma dirección para echar un vistazo a su espalda. Y allí, sentado en los restos de un bote salvavidas hecho astillas, consultando el reloj como si alardeara de puntualidad en una cita minuciosamente programada, estaba Nino Palermo.