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– Cállese.

– Tiene huevos la cosa.

Kiskoros dio un paso adelante. La pistola apuntaba directamente a la cabeza de su ex jefe.

– Le he dicho que se calle. Ella es toda una dama.

Haciendo caso omiso del arma, el cazador de tesoros le dirigió a Coy una ojeada sarcástica.

– Hay que reconocer -dijo- que esa tía tiene… Vaya. Mucha casta. Liarte a ti y a tu amigo, supongo, no era difícil. En cuanto a mí… Por Dios. Eso tiene más mérito. Pero comerle el tarro al hijo de puta de Horacio… ¿Comprendes?… Eso ya es encaje de bolillos.

Suspiró, admirado. Después alargó la mano hasta su chaqueta y sacó el paquete de cigarrillos. Tras ponerse uno en la boca se quedó pensativo:

– Empiezo a creer que merece de veras las esmeraldas.

Buscaba el mechero, absorto en sus pensamientos. Sonrió, burlón:

– Somos idiotas.

– No pluralice -exigió Kiskoros.

– Bueno. Rectifico. Estos dos y yo somos bobos. Tú eres idiota.

En ese momento, la sirena de un barco que cruzaba la bocana llegó a través de los mamparos: un pitido ronco, breve, con el que desde el puente advertían a una embarcación menor que dejara el paso franco. Y como si ese pitido fuese la culminación de un largo proceso de reflexiones que había tenido ocupado a Coy en la última hora -en realidad, de modo inconsciente, llevaba dedicado a ello mucho más tiempo vio desplegado ante sus ojos todo el resto de la jugada, hasta el final. Lo vio con tanto detalle que abrió la boca, casi a punto de proferir una exclamación. Cada uno de los indicios, sospechas, interrogantes, que había advertido en los últimos días, cobró de golpe un significado. Hasta el papel que en ese momento desempeñaba Kiskoros, incluidas las ocho horas de plazo y la elección de aquella bodega como calabozo temporal, podían explicarse en dos palabras. Tánger se disponía a abandonar la isla, y ellos, escuderos engañados, quedaban abandonados allí:

– Se larga -dijo en voz alta.

Todos lo miraron. No había abierto los labios desde que Tánger desapareció por la escotilla de cubierta.

– Y te deja tirado -añadió en honor de Kiskoros- como a nosotros.

El argentino se lo quedó estudiando un rato largo. Luego sonrió, escéptico. Una ranita engominada y pulcra. Autosuficiente. Bacán.

– No digás boludeces.

– Acabo de comprenderlo. Tánger te ha pedido que nos retengas hasta que se haga de día, ¿no es cierto?… Después cierras la escotilla, nos dejas aquí y te reúnes con ella, ¿verdad? A las siete o a las ocho de la mañana en tal sitio. Dime si voy bien -el silencio y la mirada del argentino revelaron que, en efecto, iba bien-. Pero tiene razón Palermo; ella no va a ir. Y voy a decirte por qué no: porque a esa hora estará en otro sitio.

Aquello no le gustó a Kiskoros. Su expresión era tan sombría como el agujero negro de la pistola.

– Te creés muy listo, ¿verdad?… Pues no lo has sido mucho hasta ahora.

Coy encogió los hombros.

– Puede -concedió-. Pero incluso un tonto comprende que un periódico abierto por tal o cual página, cierto tipo de preguntas, una postal, un par de visitas, una carterita de fósforos y una información suministrada hace tiempo, de modo casual, por Palermo en Gibraltar, conducen a un sitio determinado… ¿Quieres que te lo cuente, o me callo y esperamos a que lo descubras solo?

Kiskoros jugaba con el seguro de la pistola, pero era evidente que tenía el pensamiento en otro sitio. Fruncía la boca, indeciso.

– Decí.

Sin dejar de mirarlo, Coy apoyó de nuevo la cabeza en el mamparo.

– Partimos del hecho -dijo- de que Tánger no te necesita ya. Tu misión, jugar el doble juego, controlar a Palermo, convencerme a mí de que ella estaba desvalida y en peligro, concluye esta noche, reteniéndonos mientras se va. Ya nada puede obtener de ti. Y ¿qué crees que hace?… ¿Cómo va a irse con un bloque de esmeraldas?… En los aeropuertos miran el equipaje de mano con rayos X, y no puede arriesgarse a facturar esa fortuna tan frágil en una maleta. Un coche de alquiler deja pistas peligrosas. Un tren significa fronteras y molestos transbordos… ¿Se te ocurre alguna alternativa?

Se quedó callado, aguardando una respuesta. Decir todo aquello en voz alta le hacía experimentar un extraño alivio; como si compartiese la vergüenza y la hiel que sentía reventarle dentro. Esta noche hay para todos, pensó. Para tu jefe. Para el pobre Piloto. Para mí. Y tú no vas a irte de rositas, subnormal.

Pero la conclusión vino de Palermo antes que de Kiskoros. El gibraltareño acababa de darse una palmada en el muslo:

– Claro. Un barco… ¡Un maldito barco!

– Exacto.

– Rediós. Vaya tía lista.

– Ésa es mi chica.

De pie junto a la escala, aturdido, Kiskoros intentaba digerir el asunto. Sus ojillos de batracio iban del uno al otro, oscilando entre el desdén, la suspicacia y la duda razonable.

– Son demasiadas suposiciones -opuso por fin-. Te creés muy inteligente, pero todo lo basás en conjeturas: no hay nada que confirme ese quilombo… No hay pruebas. No hay un dato preciso al que atenerse.

– Te equivocas. Sí lo hay -Coy miró su reloj: estaba parado. Se volvió al Piloto, que seguía inmóvil y atento en su rincón-. ¿Qué hora es?

– Las once y media.

Observó a Kiskoros con mucha guasa. Reía entre dientes al hacerlo; y al argentino, ignorante de que en realidad Coy se estaba riendo de sí mismo, no pareció gustarle aquella risa. Había dejado de manosear el seguro y ahora le apuntaba a él.

– A la una de la madrugada -informó Coy- zarpa el carguero “Felix von Luckner” de la Zeeland Ship. Bandera belga. Dos viajes al mes entre Cartagena y Amberes, con carga de cítricos, creo. Admite pasaje.

– Joder -murmuró Palermo.

– Antes de una semana -Coy no le quitaba ojo a Kiskoros-, ella venderá las esmeraldas en cierto lugar de la Rubenstrasse que puede confirmar tu antiguo jefe -invitó a Palermo con un movimiento de cabeza-… Dígaselo.

– Es verdad -admitió el otro.

– Ya ves -Coy volvió a reír de aquel modo desagradable-. Igual tiene el detalle de mandarte una postal.

Esta vez Kiskoros acusó el golpe. Su nuez bajaba y subía en la confusión de retorcidas lealtades. También los canallas, pensó Coy, tienen su corazoncito.

– Ella nunca habló de eso -Kiskoros miraba fijo, como si lo culpara-. Íbamos…

– Claro que no te habló -Palermo intentaba encender el cigarrillo que tenía en la boca-. Cretino.

Kiskoros se iba abajo por momentos.

– Teníamos un coche alquilado -murmuró, confuso.

– Pues ya puedes -sugirió Palermo- devolver las llaves.

Su mechero no funcionaba, así que el cazador de tesoros se incorporó para inclinarse sobre la llama del farol de petróleo con el cigarrillo en la boca. Parecía divertido con aquella espléndida broma en la que cada cual había tenido lo suyo.

– Ella nunca… -empezó a decir Kiskoros.

Tal vez lleguemos a tiempo, pensó Coy mientras trepaban por la escala y el aire de la noche le refrescaba la cara. Había muchas estrellas, y las siluetas de los barcos desguazados tenían una apariencia fantasmal, recortadas en las luces del puerto. Abajo, en el suelo de la bodega, el argentino ya no se quejaba. Había dejado de hacerlo cuando Palermo terminó de darle patadas en la cabeza, y la sangre que le salía a borbotones por la nariz chamuscada se mezclaba con la herrumbre del suelo, o chisporroteaba al mojar su ropa humeante. Se debatía al pie de la escala con la chaqueta ardiendo, dando alaridos, después que Nino Palermo, inclinado para encender el cigarrillo, lanzara contra él de improviso el farol: un arco de llamas que surcó con un zumbido la penumbra de la bodega, pasó por delante de Coy y le acertó a Kiskoros en el pecho, justo cuando estaba diciendo eso de ella nunca. Y nunca supieron lo que ella nunca habría hecho o dicho, porque en ese instante el petróleo del farol se le derramó encima, haciéndole soltar la pistola cuando una llamarada prendió en su ropa y le cubrió la cara. Un momento después Coy y el Piloto estaban de pie; pero Palermo, mucho más rápido, ya se había agachado, haciéndose con la pistola. Se quedaron así los tres, mirándose unos a otros sin pestañear mientras Kiskoros se retorcía en el suelo, entre fogonazos, pegando unos gritos que helaban la sangre. Al fin Coy cogió la chaqueta de Palermo y apagó las llamas dándole golpes con ella antes de echársela por encima. Al retirarla, Kiskoros humeaba hecho una piltrafa: en vez de pelo y bigote tenía rastrojos chamuscados, decía ay, ay, y en los intervalos emitía un ruido sordo, como si hiciera gárgaras con aguarrás. Entonces fue cuando Palermo le dio todas aquellas patadas en la cabeza de un modo sistemático, casi contable. Igual que si estuviera poniendo sobre una mesa los billetes de su indemnización por despido. Y luego, con la pistola en la mano pero sin apuntar a nadie, una sonrisa muy poco risueña en la boca, suspiró satisfecho y le preguntó a Coy si estaba dentro o fuera. Eso dijo: dentro o fuera, mirándolo al resplandor de las últimas llamas del farol roto en el suelo, con cara de tiburón noctámbulo camino de resolver viejas cuentas.