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La luz del portillo se balanceaba despacio sobre la piel desnuda de Tánger. Era una mancha de sol pequeña, cuadrangular, que subía y bajaba con el movimiento del barco, y que se deslizó por sus hombros y su espalda cuando ella se separó de Coy, aún sofocada por el esfuerzo, boqueando como un pez fuera del agua. Tenía el cabello, que los días de mar habían descolorido en las puntas hasta volverlo casi blanco, pegado a la cara por el sudor. Y ese sudor le chorreaba por la piel haciendo relucir la chapa de soldado al extremo de la cadena de plata; dejándole regueros entre los senos y depositando gotitas en la parte superior de los labios y las pestañas. El Piloto estaba veintiséis metros más abajo, trabajando en su turno de inmersión; el sol casi vertical hacía arder la camareta como un horno, y Coy, recostado en el banco bajo la escala que conducía a cubierta, dejaba resbalar sus manos por los flancos húmedos de la mujer. Se habían abrazado allí mismo, inesperadamente, cuando él se quitaba la chaquetilla de buceo y buscaba una toalla después de estar media hora en el pecio del “Dei Gloria”, y ella pasó por su lado, rozándolo de modo involuntario. Y de pronto la fatiga de él desapareció de golpe, y ella se quedó muy quieta, mirándolo con aquella reflexión silenciosa con que lo miraba a veces; y un instante después estaban enlazados al pie de la escala, acometiéndose con tanta furia como si se odiaran. Ahora él se apoyaba en el respaldo, desfallecido, y ella se apartaba despacio, inexorablemente, volviéndose hacia un costado y liberando en el gesto la carne húmeda de Coy, con aquella mancha de sol que le resbalaba por encima, y la mirada, que de nuevo era azul metálica, azul oscura, azul marino, azul de hierro pavonado, vuelta hacia arriba, a la claridad y el sol que entraban desde cubierta por el tambucho. Entonces Coy, desde abajo, todavía recostado, la vio ascender desnuda por la escala como si se marchara para siempre. Pese al calor sintió un escalofrío recorrerle la piel, exactamente en aquellos lugares que conservaban su huella; y de pronto pensó: un día será la última vez. Un día me dejará, o moriremos, o envejeceré. Un día desaparecerá de mi vida, o yo de la suya. Un día no tendré más que imágenes para recordar, y después no tendré ni siquiera vida con que recomponer esas imágenes. Un día se borrará todo, y quizás hoy mismo sea la última vez. Por eso la estuvo mirando todo el tiempo ascender por la escala del tambucho hasta que desapareció en cubierta, mientras grababa hasta el último detalle en su memoria. Lo hizo con mucha atención, y lo último que retuvo de aquella imagen fue una gota de semen que se deslizaba lenta por la cara interior de uno de sus muslos, y que al llegar a la rodilla reflejó de pronto la luz ámbar de un rayo de sol. Luego ella desapareció de su campo de visión, y Coy escuchó el rumor de una zambullida en el mar.

Aquella noche la pasaron fondeados sobre el “Dei Gloria”. La aguja de la veleta giraba indecisa junto a la bombilla encendida en lo alto del mástil, y el agua llana reflejaba como un espejo el destello intermitente del faro de Cabo Palos siete millas al nordeste. Salieron tantas estrellas que el cielo parecía acercarse al mar; y hasta que fueron demasiadas para distinguirlas con facilidad, Coy estuvo sentado en la cubierta de popa, mirándolas y trazando entre ellas líneas imaginarias que permitían identificarlas. El triángulo de verano empezaba a ascender hacia el sudeste, y podía observarse un rastro de la Cabellera de Berenice, la última en desaparecer de todas las constelaciones de primavera. Hacia el este, reluciente sobre el paisaje negro como la tinta, el cinto del cazador Orión era muy visible; y prolongando una recta de Aldebarán a él, sobre el Can Mayor, encontró la luz salida ocho años antes de Sirio, la estrella doble más brillante del cielo, allí donde la Vía Láctea prolongaba su estela en dirección sur, camino de las regiones del Cisne y del Águila. Todo aquel mundo de luces e imágenes míticas se movía lentamente sobre su cabeza; y él, como en el centro de una singular esfera, participaba de su silencio y su paz infinita.

– Ya no me enseñas nombres de estrellas, Coy.

No la oyó acercarse hasta que estuvo a su lado. Fue a sentarse muy cerca, pero sin rozarlo; los pies en los peldaños de popa.

– Te he enseñado cuantos sé.

El agua chapoteó un poco cuando ella introdujo los pies descalzos. A intervalos, el resplandor del faro afirmaba el contorno impreciso de su sombra.

– Me pregunto -dijo- qué recordarás de mí.

Había hablado con suavidad, en voz baja. Y no era una pregunta sino una confidencia. Coy reflexionó sobre ello.

– Es pronto para saberlo -repaso al fin-. Todavía no ha terminado.

– Me pregunto qué recordarás cuando haya terminado.

Coy encogió los hombros, sabiendo que ella no podía ver el gesto. Y hubo un silencio.

– No sé qué más esperas -añadió Tánger al poco rato.

Él siguió callado. Desde la camareta llegaba el rumor de la radio VHF: eran las diez y cuarto, y el Piloto escuchaba el parte meteorológico para el día siguiente. La sombra de la mujer permanecía inmóvil:

– Hay viajes -murmuró- que sólo podemos hacer solos.

– Como morir.

– No hables de eso -protestó ella.

– Morir solos, ¿recuerdas? Como “Zas”… Una vez me contaste tu miedo a que eso te ocurra a ti.

– Calla.

– Me pediste que estuviera cerca. Que lo jurase.

– Calla.

Coy se dejó caer hasta apoyar la espalda en las tablas de cubierta, con la bóveda celeste desplegada ante sus ojos. La silueta oscura se inclinó sobre él: un agujero negro en las estrellas.

– ¿Qué podrías hacer tú?

– Darte la mano -respondió Coy-. Acompañarte en ese viaje, para que no te vayas sola.

– No sé cuándo ocurrirá. Nadie lo sabe.

– Por eso quiero estar contigo. Aguardando.

– ¿Harías eso?… ¿Te quedarías conmigo sólo por aguardar?… ¿Por no dejarme ir sola cuando llegue la hora?

– Claro.

La silueta oscura dejó libre el cielo. Ella se ladeaba, apartándose. Miraba el agua en tinieblas, o el firmamento.

– ¿Qué estrella es ésa?

Coy siguió la dirección señalada por el trazo oscuro de su mano.

– Régulus. La garra delantera del León.

Tánger parecía vuelta hacia lo alto, buscando el animal descrito en las luces que parpadeaban allá arriba. Un momento después volvió a agitar los pies en el agua.

– Quizá yo no te merezca, Coy.

Lo dijo en voz muy baja. Él cerró los ojos mientras exhalaba despacio el aliento.

– Eso es cosa mía.

– Te equivocas. No es cosa tuya.

Se quedó callada, haciendo ruido en el mar. Sus pies seguían removiendo el agua negra.

– Eres un buen tipo -dijo de pronto-. De verdad que lo eres.

Coy abrió los ojos para llenarse los ojos de estrellas, y soportar la congoja que le subía desde el pecho. De pronto se sentía desvalido. No osaba moverse, como si temiera que al hacerlo el dolor se tornara insoportable.

– Mejor que yo misma -proseguía ella-, y que cuantos he conocido. Lástima que…

Se interrumpió, y su tono era distinto cuando habló de nuevo. Más duro y seco, y definitivo:

– Lástima que.

Sobrevino un nuevo silencio. Una estrella fugaz se desplomó lejos, hacia el norte. Un deseo, pensó Coy. Debo pedir un deseo. Pero la minúscula centella se extinguió antes de que pudiera formular un pensamiento adecuado.

– ¿Dónde estabas cuando gané mi copa de natación?

Que ella se quede conmigo, pidió al fin. Pero ya no había estrellas fugaces en el firmamento helado, comprobó. Todas eran fijas e implacables.

– Viviendo -respondió-. Me preparaba para conocerte.

Habló con sencillez, y después calló de nuevo. Había un rastro de claridad en el rostro oscuro de Tánger. Un doble reflejo muy tenue. Ella lo estaba mirando:

– Eres un buen tipo.