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Habían tenido suerte, explicó Tánger la primera noche mientras se balanceaban fondeados sobre el naufragio, reunidos en torno a la carta de Urrutia y los planos del “Dei Gloria”, a la menguada luz de la lámpara de la camareta, celebrando el hallazgo con una botella de blanco Pescador que el Piloto conservaba a bordo. Habían tenido mucha suerte por varias razones; y la principal era que el bergantín se fue a pique de proa y no de popa, dejando más accesible la cámara del capitán, donde solían guardarse los objetos valiosos. Lo más probable era que las esmeraldas, si estaban a bordo en el momento de hundirse, se encontraran allí o en el sollado contiguo, reservado al pasaje. El hecho de que la popa no estuviese completamente enterrada facilitaba la tarea, porque buscar bajo la arena habría requerido mangueras de extracción y un equipo más complejo. En cuanto al estado de conservación, óptimo después de tanto tiempo en el fondo del mar, se debía a la cresta rocosa tras la que se hallaba el pecio, con los canales naturales y las piedras que lo resguardaban de la acción del oleaje, los sedimentos marinos y las redes de los pescadores. También la corriente suave de agua fría que circulaba desde el cabo de Palos había atenuado la acción de los teredos, los gusanos marinos devoradores de madera que encontraban condiciones favorables en aguas cálidas. Por todo ello, el trabajo que tenían por delante se presentaba agotador, pero no imposible. A diferencia de los arqueólogos que investigaban naufragios, ellos no tenían que conservar nada; podían permitirse cualquier destrozo necesario para llegar antes a su objetivo. No había medios técnicos ni tiempo para miramientos. De modo que al día siguiente, actuando en paralelo al trabajo de Tánger sobre los planos desplegados en los mamparos y en la mesa de cartas del “Carpanta”, Coy y el Piloto emplearon toda una jornada de inmersiones sucesivas en tender una driza blanca que iba de proa a popa del barco hundido, siguiendo la aparente línea de crujía. Luego, moviéndose con precaución entre las maderas rotas y las incrustaciones calcáreas que podían cortar como cuchillos, cruzaron de dos en dos metros drizas más cortas, perpendiculares a ambos lados de la línea longitudinal y lastradas con plomos en los extremos; y de ese modo hicieron una división del pecio en segmentos cuya correspondencia Tánger había trazado con regla y lápiz sobre los planos del bergantín. Así establecieron rudimentarios puntos de identificación entre la realidad y el papel, situando abajo cada parte del casco según figuraba a escala 1:55 en los planos suministrados por Lucio Gamboa. El día que el barómetro empezó a descender y los partes meteorológicos los decidieron a resguardarse en Cartagena, habían logrado ya calcular la posición del sollado de popa, la camareta y la cámara situadas bajo la toldilla. La cuestión principal residía en averiguar el estado interior de la cámara del capitán Elezcano; si la tablazón interior resistía la presión de los sedimentos y la podredumbre de la madera, y era posible desplazarse por dentro una vez descubierto el modo de entrar, o si todo estaba tan aplastado y revuelto que sería necesario empezar desde arriba, rompiendo y desescombrando hasta descubrir los doce metros cuadrados que, junto al espejo de popa, ocupaba el habitáculo del capitán.

La lluvia seguía cayendo tras los cristales y Charlie Parker se apagaba en aquel paisaje con su saxo, arropado camino del sueño eterno por el piano de Dizzy Gillespie. Era Tánger quien le había regalado a Coy esa grabación, tras comprarla en una tienda de música de la calle Mayor. Estaban sentados en la puerta del Gran Bar con el Piloto, después de dar un paseo bajo la lluvia hasta el Museo Naval de la ciudad y aprovisionarse de camino en tiendas de efectos náuticos, supermercados, ferreterías y droguerías, con dinero que ella sacó de un cajero automático, tras dos intentos que la obligaron a reducir la cifra por falta de liquidez. Yo también estoy buceando con la reserva, dijo sarcástica mientras se guardaba la cartera con la tarjeta de crédito en un bolsillo de atrás de sus tejanos. Habían podido comprar lo necesario, desde herramientas a productos químicos, y las compras se hallaban en bolsas entre las patas de las sillas mientras el toldo de lona del bar los protegía de la llovizna cálida, que barnizaba la calle dando aspecto melancólico a los miradores vacíos de los edificios modernistas cuyos bajos, que Coy recordaba animados por viejos cafés, se habían convertido en lúgubres oficinas bancarias. Y estaban allí los tres, tomando aperitivos y mirando pasar impermeables y paraguas mojados, cuando Tánger dejó el diario local sobre la mesa -lo tenía abierto por la página de entradas y salidas de buques, observó Coy-, se puso en pie y fue hasta la tienda de música que estaba junto a Revistas Mayor, frente a la librería Escarabajal. Volvió con un paquete en la mano y lo puso frente a Coy sin decir toma, para ti, ni decir nada. Dentro había dos CD dobles con los masters de los ochenta temas que Charlie Parker había grabado para los sellos Dial y Savoy entre 1944 y 1948. Y, dadas las circunstancias, él no pudo menos que apreciar el gesto. El viejo Parker valía una pasta.

Aquel mismo día, Coy creyó ver de nuevo a Horacio Kiskoros. Volvían al “Carpanta” cargados con la compra, y bajo los muros del antiguo fuerte de Navidad, junto al cementerio de barcos, él echó un vistazo alrededor. Lo hacía a menudo, por instinto, cada vez que se hallaban en tierra. Aunque Tánger parecía indiferente a las amenazas de Nino Palermo, Coy seguía teniéndolas en cuenta, y no olvidaba el último encuentro con el argentino en la playa de Águilas. El caso es que caminaba hacia el espigón a cuyo extremo estaba amarrado el “Carpanta”, en pos de Tánger y del Piloto, cuando vio a Kiskoros al pie de la torre vieja. O creyó verlo. Aquél era paso frecuentado por los pescadores que iban al rompeolas, pero la silueta que se destacó en el contraluz ceniciento, entre la torre y el puente desmontado del “Korzeniowski”, no tenía aspecto de pescador: menuda, pulcra, con algo parecido a un Barbour verde.

– Ése es Kiskoros -dijo.

Tánger se detuvo, desconcertada. Ella y el Piloto se habían vuelto a mirar hacia donde indicaba, pero ya no había nadie. De cualquier modo, pensó Coy, LBLTL: Ley de Blanco, Líquido y en Tetrabrik suele ser Leche. Así que Barbour, enano y por allí, sólo podía tratarse de Kiskoros. Además, cuando los malos rondan, lo normal es que tarde o temprano alguno asome la oreja. Dejó las bolsas en el suelo. En ese momento no llovía, y las rachas de sudoeste cálido que bajaban silbando por las laderas de San Julián rizaban bajo sus pies el agua de los charcos cuando chapoteó corriendo hacia la torre. Seguía sin haber nadie cuando llegó, pero estaba seguro de haber visto al héroe de Malvinas; y su desaparición brusca lo reafirmaba en la idea. Echó un vistazo entre las planchas cortadas a soplete, los hierros retorcidos que tenían la arena de herrumbre, y quedándose bien quieto aguzó el oído. Nada de nada. El metal resonó inseguro con sus pasos cuando trepó por una escalerilla del puente desguazado del paquebote, manchándose las manos de óxido. Los restos de lluvia goteaban del techo, empapando las maderas podridas del suelo; algunas cedían bajo su peso, así que procuró mirar dónde ponía los pies. Bajó por el otro lado, hasta la panza abierta del bulkcarrier a medio desguazar, con los mamparos interiores sucios de grasa negra y seca: aquello era un laberinto de hierro viejo, de chatarra amontonada por todas partes. Rodeó la base de una de las grúas y penetró en el barco a través de un corredor inclinado, donde el agua formaba charcos en el suelo contra las brazolas. Sus sentidos tensos, en estado de alerta, acusaron la tristeza opresiva de toda aquella desolación intensificada por la luz sucia que se filtraba desde el exterior. Al otro lado de una cámara desguarnecida y vacía, con todos los cables retirados y hechos montones en un rincón, se asomó a la cavidad oscura de una bodega. Dejó caer un trozo de metal, y el eco siniestro rebotó al fondo, entre las planchas invisibles. Imposible bajar sin una linterna. Entonces oyó un ruido a su espalda, en el extremo del corredor; así que, con el corazón dándole sacudidas en el pecho, contenido el aliento hasta dolerle la mandíbula, volvió sobre sus pasos: el Piloto estaba allí, ceñudo y tenso, empuñando un barrote de hierro de tres palmos; y Coy blasfemó entre dientes, a medio camino entre la decepción y el alivio. Tánger aguardaba detrás, apoyada en un mamparo, las manos en los bolsillos y expresión sombría. En cuanto a Kiskoros, si de veras se trataba de él, había volado.