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Algo más lejos podía distinguir la sombra oscura de otro cañón. Fue hacia él y comprobó que era idéntico, aunque en distinta posición: había debido de caer al fondo casi vertical, clavándose de boca y diagonalmente, y luego el peso lo fue hundiendo en la arena hasta por encima de los muñones. También había curiosas piedras rojizas, que al partirlas con el cuchillo mostraban vaciados interiores parecidos a moldes: la huella de objetos de hierro hechos desaparecer por la corrosión, pero que conservaban sus formas impresas en la formación calcárea que los cubrió con el paso del tiempo. Coy tuvo que reprimirse para no ascender hasta la superficie y anunciarlo a gritos: había dado con el “Chergui” o con lo que quedaba de él. Le bastaba agitar la mano para remover el fondo, y bajo éste aparecían fragmentos de madera y objetos mejor conservados gracias a la protección de la arena. Desenterró una botella de apariencia muy antigua, cuya base estaba intacta pero deformada y fundida por el calor. El jabeque corsario, concluyó, había estallado exactamente allí: veinte metros arriba, en la superficie, y sus restos quedaron esparcidos por ese lugar. Un poco más lejos, muy juntos, encontró otros dos cañones. También tenían el color verde del bronce sumergido durante dos siglos y medio, y salvo algunas incrustaciones y la mohosa pátina exterior, se hallaban razonablemente limpios. Ahora los restos eran abundantes: maderas que asomaban de la arena, objetos metálicos en diversos grados de corrosión, balas de cañón semienterradas, loza rota, aglomerados de tablazón y clavos de hierro. Coy dio incluso con una estructura de madera casi intacta, que al escarbar en la arena se reveló más grande y en mejor estado de lo que se apreciaba a simple vista. Parecía una mesa de guarnición, con grandes vigotas y fragmentos de cordaje que se deshizo al tocarlo. Y más cañones. Contó hasta nueve, repartidos en un área de unos treinta metros de diámetro.

Le sorprendía lo limpio que estaba todo; la ausencia de acumulación de sedimento sobre los restos, que en su mayor parte consistía en delgadas capas de arena. La suave corriente fría que iba en dirección sudoeste podía ser una explicación: mantenía despejado el sitio, encaminando el flujo hacia una depresión abierta algo más abajo, tras una pequeña cresta rocosa tapizada de anémonas. Coy fue hasta allí para comprobarlo, y vio que la depresión, en forma de zanja natural, drenaba los sedimentos desviándolos a una serie de escalones que iban hacia sondas más profundas. Un pulpo, sorprendido en su guarida por la presencia del intruso, se alejó por la arena, abiertas las patas en forma de nerviosa estrella, lanzando chorros de tinta para cubrirse la retirada. Coy consultó el reloj. El aire de la reductora se hacía más duro, así que miró arriba, hacia la claridad verde azulada que se difuminaba sobre su cabeza, traspasada por las burbujas que parecían de plata. Era hora de subir. Llevó la mano a la base de la botella para accionar la reserva, y el aire volvió a llegar a sus pulmones con normalidad.

Se disponía a ascender cuando vio un ancla. Estaba justo en el borde de una segunda cresta rocosa erosionada, al otro lado de la zanja de drenaje; y era grande, antigua, con grandes uñas de hierro muy oxidado y cubierto de incrustaciones calcáreas. Tanto el ancla como la cresta de piedras y anémonas tenían enganchados restos de viejas redes y nasas deshechas: con el tiempo, muchos pescadores habían perdido sus artes en ese lugar. Pero lo que le llamó la atención fue que el ancla era de las de cepo de madera, aunque éste hubiera desaparecido y sólo quedasen algunos trozos bajo el arganeo. Era un ancla como las que podían haber llevado el jabeque o el bergantín; y eso animó a Coy a cruzar la zanja, rodear la cresta y acercarse a ella, aprovechando los últimos minutos de su reserva de aire. Al otro lado de las rocas, la arena alternaba con un lecho de cascajo; el declive era más pronunciado y bajaba de los veintiséis a los veintiocho metros de sonda. Y allí, en la penumbra verde, desdibujándose en profundidad como una fantasmal sombra oscura, estaba el “Dei Gloria”.

XV. LOS IRIS DEL DIABLO

Todo lo que se encuentra

en el mar, sin dueño, es de

uno.

Francisco Coloane.

“El camino de la ballena”

Con frases musicales tensas y cortas, el saxo alto improvisaba como nadie lo hizo nunca. Sonaba “Koko”, uno de los temas que Charlie Parker había grabado cuando inventó todo lo que estaba destinado a inventar antes de pudrirse y reventar de un ataque de risa. Por ese orden: primero se pudrió y luego se murió de risa, mirando la tele. De eso hacía medio siglo; y ahora Coy escuchaba la grabación digitalizada de aquella vieja melodía, sentado desnudo en una mecedora frente a una mesa con una bandeja de fruta, y junto a la ventana de una habitación con lluviosas vistas al puerto, en el hostal Cartago. Taratá. Tumb, tumb. Tará. Tenía una botella de limonada en la mano y miraba dormir a Tánger.

Llovía sobre el puerto, las grúas, los muelles, los barcos de la Armada abarloados de dos en dos en el dique de San Pedro y los cascos herrumbrosos del Cementerio de los Barcos Sin Nombre, donde estaba el “Carpanta” amarrado de popa al espigón y con un ancla a proa. Llovía a cántaros porque la borrasca había llegado al fin. Lo hizo desde su cuartel general de bajas presiones situado sobre Irlanda, extendiendo isobaras malignamente concéntricas y próximas unas a otras; fuertes vientos del oeste empujaron sucesivos frentes nubosos en dirección al Mediterráneo, y los mapas del tiempo se llenaron de advertencias negras y rayos y signos de lluvia, y las costas fueron traspasadas por flechas con dos y tres rabitos de plumas en la cola que apuntaban al corazón de los navíos incautos. Así que, después de tres días de trabajo en el pecio, los tripulantes del “Carpanta” se vieron obligados a regresar a puerto. Pese a la impaciencia de Tánger, ella misma estuvo de acuerdo en que la pausa iría bien para planificar los últimos pasos y adquirir equipo necesario antes del asalto final a los secretos de la tumba submarina. Una tumba, la del “Dei Gloria”, situada definitivamente a dos millas de la costa, en los 37º 33,3’ de latitud norte y los 0º 46,8’ de longitud oeste, con la popa a 26 metros de profundidad y la proa a 28.

Durante aquellos días en que vivieron con un ojo en el mar y otro en el barómetro, Tánger había dirigido la operación desde la camareta del “Carpanta”. Coy y el Piloto trabajaron duro, turnándose abajo en períodos de media hora a cuarenta minutos, con intervalos suficientes para no verse obligados a hacer largas descompresiones. El barco, comprobaron desde las primeras exploraciones, se hallaba en buen estado, si tenían en cuenta los dos siglos y medio que llevaba bajo el agua. Se había hundido de proa, dejando una de sus anclas en la cresta rocosa antes de posarse en el fondo, orientado en un eje nordeste-sudoeste. El casco, yaciendo sobre la banda de estribor, estaba enterrado en arena y sedimentos hasta el combés, con la cubierta podrida y llena de adherencias marinas todavía intacta a popa. Hacia proa, toda la tablazón, el forro de la cubierta y los baos habían desaparecido, y de la arena asomaban algunos extremos de las cuadernas del buque, semejantes a costillas de un mondo esqueleto. Cuando en las siguientes inmersiones Coy y el Piloto exploraron el resto del “Dei Gloria”, pudieron comprobar que aproximadamente el tercio posterior de éste se encontraba al descubierto, con destrozos que hubieran sido mayores en otras aguas y en otra posición. El combés aparecía hundido en una confusión de maderas, aglomerados de hierro podrido por la corrosión, arena y sedimentos, que se amontonaba hacia la proa deshecha y enterrada. Era evidente que, al inclinarse el bergantín mientras se hundía, los diez cañones de hierro de la cubierta y todos los objetos pesados se habían desplazado hacia adelante; y allí, con el tiempo, aquel peso había hecho ceder la tablazón, hundiéndola en la arena. Ésa era la causa de que la popa se encontrase un poco alta y con menos destrozos, aunque muchos baos y cuadernas habían cedido y la arena se amontonaba entre el maderamen podrido. Podía distinguirse el muñón del palo mayor roto en el combate, una pirámide de tablas petrificadas en forma de caseta de tambucho, dos portas de cañón en la regala de babor, y el codaste que conservaba, todavía sujeto por pernos de bronce mohoso y lleno de filamentos e incrustaciones, restos de la pala del timón.