Volvió el miedo, subrepticio, pero ella avanzó algunos metros, tal vez estuviera equivocada, quizá allí mismo, ante ella, invisible, un dragón la esperase con la boca abierta. O un fantasma con la mano tendida, para llevarla al mundo terrible de los muertos que nunca acaban de morir, porque siempre viene alguien a resucitarlos. Luego, prosaicamente, con una infinita, resignada tristeza, pensó que el sitio donde estaba no era un depósito de comida sino un garaje, incluso le pareció sentir el olor a gasolina, hasta este punto puede engañarse el espíritu cuando se rinde a los monstruos que él mismo ha creado. Entonces, su mano tocó algo, no los dedos viscosos del fantasma, no la lengua ardiente y las fauces del dragón, lo que ella sintió fue el contacto con un metal frío, una superficie vertical, lisa, adivinó, sin saber que era ése el nombre, el montante de una estantería metálica. Calculó que debía de haber otras iguales a ésta, paralelas, como era normal, se trataba ahora de saber dónde estaban los productos alimenticios, no aquí, que este olor no engaña, detergentes. Sin pensar más en las dificultades que iba a tener para encontrar la escalera, empezó a recorrer las estanterías, palpando, oliendo, agitando. Había envases de cartón, botellas de vidrio y de plástico, frascos pequeños, medianos y grandes, latas que debían de ser de conservas, recipientes varios, tubos, bolsas, frasquitos. Llenó al azar una de las bolsas. Será todo de comer, se preguntaba inquieta. Pasó a otras estanterías, y en la segunda de ellas ocurrió lo inesperado, la mano ciega, que no podía ver por donde iba, tocó e hizo caer unas cajitas. El ruido que hicieron al chocar contra el suelo casi le paraliza el corazón a la mujer del médico, Son fósforos, pensó. Temblorosa de excitación, se inclinó, paseó las manos por el suelo, encontró lo que buscaba, éste es un olor que no se confunde con ningún otro, y el ruido de los palitos al agitar la caja, el deslizamiento de la tapa, la aspereza de la lija exterior, el raspar la cabeza del palito, al fin la deflagración de una pequeña llama, el espacio alrededor, una difusa esfera luminosa como un astro a través de la niebla, Dios mío, la luz existe, y yo tengo ojos para verla, alabada sea la luz. A partir de ahora, la cosecha sería fácil. Empezó por las cajas de fósforos, y llenó casi una bolsa. No es necesario llevarlas todas, le decía la voz del buen sentido, pero ella no hizo caso del buen sentido, después las trémulas llamas de los fósforos fueron mostrando las estanterías, aquí, allá, en poco tiempo llenó las bolsas, la primera la vacío porque no había metido nada útil, las otras ya llevaban riqueza suficiente para comprar la ciudad, no es de extrañar la diferencia de valores, basta que recordemos que un día hubo un rey que quiso cambiar su reino por un caballo, qué no daría él si estuviese muriéndose de hambre y le mostraran estas bolsas de plástico. La escalera está allí, el camino es todo recto. Antes, sin embargo, la mujer del médico se sienta en el suelo, abre un envase de chorizo, otro de lonchas de pan negro, una botella de agua y, sin remordimientos, come. Si no comiese ahora no tendría fuerzas para llevar la carga adonde hace falta, ella es la abastecedora. Cuando acabó, enfiló en los brazos las asas de las bolsas, tres en cada lado, y con las manos alzadas delante fue encendiendo cerillas hasta llegar a la escalera, luego, penosamente, la subió, la comida aún no ha pasado del estómago, precisa tiempo para llegar a los músculos y a los nervios, en este caso lo que ha aguantado mejor es la cabeza. La puerta corrediza se deslizó sin ruido, Y si hay alguien en el corredor, pensó la mujer del médico, qué hago. No había nadie, pero ella volvió a preguntarse, Qué hago. Podría, cuando llegase a la salida, volverse hacia dentro y gritar, Al fondo del corredor hay comida, una escalera lleva al almacén, aprovechaos, he dejado la puerta abierta. Podría hacerlo, pero no lo hizo. Ayudándose con el hombro, cerró la puerta, se decía a sí misma que lo mejor era callar, imaginen lo que ocurriría, los ciegos corriendo hacia allí como locos, sería como en el manicomio, cuando se declaró el incendio, rodarían escaleras abajo, pisoteados y aplastados por los que venían detrás, que caerían también, no es lo mismo poner el pie en un peldaño firme o en un cuerpo resbaladizo. Y cuando se acabe la comida, podré volver a por más, pensó. Cogió las bolsas con las manos, respiró hondo y avanzó por el corredor. No la verían, pero el olor de lo que había comido, Chorizo, que idiota he sido, sería como un rastro vivo. Cerró los dientes, apretó con toda su fuerza las asas de las bolsas, Tengo que correr, dijo. Se acordó del ciego herido en la rodilla por un casco de botella, Si me ocurre lo mismo a mí, si no voy con cuidado y me clavo un vidrio en el pie, quizá hayamos olvidado que esta mujer va descalza, no ha tenido tiempo de entrar en las zapaterías, como hacen los ciegos de la ciudad, que pese a ser desgraciados invidentes pueden elegir el calzado por el tacto. Tenía que correr, y corrió. Al principio intentó deslizarse entre los grupos de ciegos, procurando no rozarlos, pero eso la obligaba a ir lentamente, parándose para elegir camino, lo suficiente para desprender un aura de olor, porque no sólo las auras perfumadas y etéreas son auras, al cabo de un instante empezó a gritar un ciego, Quién anda por aquí comiendo chorizo, apenas dichas estas palabras la mujer del médico se dejó de cuidados y se lanzó a una carrera desenfrenada, atropellando, empujando, derribando, en un sálvese el que pueda merecedor de severa crítica, pues no es así como se trata a unos ciegos, que para desgracia ya tienen bastante.

Llovía torrencialmente cuando llegó a la calle. Mejor, pensó, jadeando, con las piernas temblándole, así se sentiría menos el olor. Alguien la había agarrado por el último andrajo que apenas la cubría de cintura arriba, ahora iba con los pechos al aire, por ellos, lustralmente, palabra fina, corría el agua del cielo, no era la libertad guiando al pueblo, las bolsas, afortunadamente llenas, pesan demasiado como para llevarlas alzadas como una bandera. Tiene esto sus inconvenientes, ya que las excitantes fragancias van viajando a la altura de la nariz de los perros, cómo podían faltar los perros, ahora sin dueños que los cuiden y alimenten, es casi una jauría lo que va tras la mujer del médico, ojalá no se le ocurra a uno de estos animales soltar una dentellada para comprobar la resistencia del plástico. Con una lluvia así, que es casi diluvio, sería de esperar que la gente estuviera recogida, esperando que escampase. Pero no es así, por todas partes hay ciegos con la boca abierta hacia las alturas, matando la sed, almacenando agua en todos los rincones del cuerpo, y otros ciegos, más previsores, y sobre todo más sensatos, sostienen en sus manos cubos, palanganas, cazos, y los levantan al cielo generoso, cierto es que Dios da nubes cuando hay sed. No se le había ocurrido a la mujer del médico la posibilidad de que de los grifos de las casas no saliera ni una gota del precioso líquido, es defecto de la civilización, nos habituamos a la comodidad del agua canalizada, llevada a domicilio, y olvidamos que, para que tal suceda, tiene que haber gente que abra y cierre las válvulas de distribución, estaciones elevadoras que necesitan energía eléctrica, computadoras para regular los débitos y administrar las reservas, y para todo faltan ojos. También faltan para ver este cuadro, una mujer cargada con bolsas de plástico, andando por una calle inundada, entre basura podrida y excrementos humanos y de animales, automóviles y camiones abandonados de cualquier manera, bloqueando la vía pública, algunos con las ruedas ya cercadas de hierba, y los ciegos, los ciegos, con la boca abierta, abriendo también los ojos hacia el cielo blanco, parece imposible cómo puede llover de un cielo así. La mujer del médico va leyendo los nombres de las calles, unos los recuerda, otros no, hasta que llega un momento en que comprende que se ha desorientado y anda perdida. No hay duda, se ha extraviado. Dio una vuelta, dio otra, ya no reconoce ni las calles ni los nombres que llevan, entonces, desesperada, se deja caer en un suelo sucísimo, empapado en cieno negro, y, vacía de fuerzas, de todas las fuerzas, rompe a llorar. Los perros la rodearon, olfatean las bolsas, pero sin convicción, como si ya se les hubiera pasado la hora de comer, uno de ellos le lame la cara, tal vez desde pequeño esté habituado a enjugar llantos. La mujer le acaricia la cabeza, le pasa la mano por el lomo empapado, y el resto de lágrimas las llora abrazada a él. Cuando al fin alzó los ojos, mil veces alabado sea el dios de las encrucijadas, ve que tiene ante ella un gran plano, de esos que los departamentos de turismo colocan en el centro de las ciudades, sobre todo para uso y tranquilidad de los visitantes, que tanto quieren poder decir adónde han ido como saber dónde están. Ahora, estando todos ciegos, parece fácil dar por mal empleado el dinero que han gastado, pero, en fin, hay que tener paciencia, dar tiempo al tiempo, debíamos haber aprendido ya, y de una vez para siempre, que el destino tiene que dar muchos rodeos para llegar a cualquier parte, sólo él sabe lo que le habrá costado traer aquí este plano para decir a esta mujer dónde está. No estaba tan lejos como creía, sólo se había desviado un poco en otra dirección, no tienes más que seguir por esta calle hasta una plaza, ahí cuentas dos calles a la izquierda, doblas después en la primera a la derecha, ésa es la que buscas, del número no te has olvidado. Los perros se fueron quedando atrás, algo los distrajo por el camino, o están muy acostumbrados al barrio y no quieren dejarlo, sólo el perro que había