La mujer del médico volvió al lado de los suyos, recogidos por instinto bajo el toldo de una pastelería de donde salía un hedor de nata ácida y otras podredumbres, Vamos, dijo, he encontrado un abrigo, y los llevó a la tienda de donde los otros acababan de salir. Los estantes del establecimiento estaban intactos, la mercancía no era de las de comer o vestir, había frigoríficos, máquinas de lavar ropa y vajilla, hornos normales y de microondas, batidoras, exprimidores, aspiradoras, las mil y una invenciones electrodomésticas destinadas a hacer más fácil la vida. La atmósfera estaba cargada de malos olores, haciendo absurda la blancura inmaculada de los objetos. Descansad aquí, dijo la mujer del médico, voy a buscar comida, no sé dónde la encontraré, cerca, lejos, esperad con paciencia, hay grupos por ahí fuera, si alguien quiere entrar, decidle que el sitio está ocupado, será suficiente para que se vayan a otro lugar, es la costumbre. Voy contigo, dijo el marido, No, es mejor que vaya sola, tenemos que saber cómo se vive ahora, por lo que he oído toda la gente está ciega, Entonces, dijo el viejo de la venda negra, es como si todavía estuviéramos en el manicomio, No hay comparación, podemos movernos libremente, y lo de la comida ya se resolverá, no vamos a morir de hambre, también tengo que hacerme con algo de ropa, vamos andrajosos, quien más lo necesitaba era ella, de cintura para arriba casi desnuda. Besó al marido, sintió en ese momento una punzada en el corazón, Por favor, pase lo que pase, aunque alguien quiera entrar, no dejéis este sitio, y si os echan, cosa que no creo que ocurra, es sólo para tener prevista cualquier posibilidad, quedaos en la puerta, juntos, hasta que yo llegue. Los miró con los ojos anegados en lágrimas, allí estaban, dependían de ella como los niños pequeños dependen de la madre, Si les falto, pensó, no se le ocurrió que fuera estaban todos ciegos y vivían, tendría que quedarse ciega ella también para comprender que una persona se acostumbra a todo, especialmente si ha dejado de ser persona, incluso sin llegar a tanto, ahí está el niño estrábico, por ejemplo, que ya ni por su madre pregunta. Salió a la calle, miró y fijó en su memoria el número de la puerta, el nombre de la tienda, ahora tenía que ver cómo se llamaba la calle, en aquella esquina, no sabía hasta dónde la iba a llevar la búsqueda de comida, y qué comida, serían tres puertas o trescientas, no podía perderse, no habría nadie a quien preguntar el camino, los que antes veían estaban ahora ciegos, y ella, viendo, no sabría dónde estaba. El sol había salido, brillaba en los charcos formados entre la basura, se veía mejor la hierba que crecía entre las losetas de la calzada. Había mucha gente fuera. Cómo se orientarán, se preguntó la mujer del médico. No se orientaban, caminaban rozando las casas, con los brazos tendidos hacia delante, tropezaban continuamente unos con otros, como las hormigas que van en cadena, pero cuando esto ocurría, no se oían protestas, ni necesitaban hablar, una de las familias se despegaba de la pared, avanzaba a lo largo de la que venía en dirección contraria, y así seguían hasta el próximo tropiezo. De vez en cuando se paraban, olfateaban a la entrada de las tiendas, por ver si olía a comida, sea lo que fuera, luego continuaban su camino, doblaban una esquina, desaparecían de la vista, poco después aparecía otro grupo, no traían aire de haber encontrado lo que buscaban. La mujer del médico se mueve con mayor rapidez, no pierde el tiempo entrando en las tiendas para saber si son de comestibles, pero pronto tuvo claro que no resultaría fácil abastecerse en cantidad, las pocas tiendas que encontró parecían haber sido devoradas por dentro, eran como caparazones vacíos.

Estaba ya muy lejos del lugar donde aguardaban el marido y los compañeros, había cruzado y recruzado calles, avenidas, plazas, cuando se encontró ante un supermercado. Dentro el aspecto no era diferente, estanterías vacías, vitrinas rotas, vagaban ciegos por los pasillos, la mayoría a gatas, barriendo con las manos el suelo inmundo, con la esperanza de encontrar algo que se pudiera aprovechar, una lata de conservas que hubiese resistido los golpes con que intentaron abrirla, un paquete cualquiera, de lo que fuese, una patata, aunque estuviese pisoteada, un trozo de pan, aunque pareciera una piedra. La mujer del médico pensó, Aun así, algo habrá, esto es enorme. Un ciego se levantó del suelo quejándose, se había clavado un casco de botella en la rodilla y la sangre le corría por la pierna. Los ciegos del grupo lo rodearon, Qué te pasa, qué te pasa, y él dijo, un vidrio, en la rodilla, En cuál, En la izquierda, una de las ciegas se agachó, Cuidado no sea que haya más por aquí, tanteó, palpó para distinguir una pierna de otra, Ésta es, dijo, lo tienes espetado ahí, uno de los ciegos se echó a reír, Pues si está espetado, aprovecha, y los otros rieron también, sin diferencia entre mujeres y hombres. Haciendo una pinza con el pulgar y el índice, es un gesto natural que no precisa aprendizaje, la ciega extrajo el cristal, luego ató la rodilla con un trapo que rebuscó en el saco que llevaba a hombros, y después contribuyó con su propio chiste al buen humor general, No hay nada que hacer, el espeto se le ha pasado, todos rieron, y el herido replicó, Cuando tengas ganas, me lo dices, verás si tengo vara de espetar, seguro que entre éstos no hay esposos y esposas, nadie se escandalizó, será toda gente de costumbres liberales y de uniones libres, a no ser que éstos, justamente, sean marido y mujer, de ahí la confianza, pero realmente no lo parecen, en público no hablarían así. La mujer del médico miró alrededor, lo que había de aprovechable se lo disputaban otros ciegos a puñetazos, que casi siempre se perdían en el aire, y empujones que no distinguían entre amigos y adversarios, ocurría a veces que el objeto de la pelea se les caía de las manos y acababa en el suelo esperando que alguien tropezase con él, Aquí no hay más que mierda, pensó, usando una palabra que no formaba parte de su léxico habitual, demostrando una vez más que la fuerza de las circunstancias y su naturaleza influyen mucho en el léxico, pensemos si no en aquel militar que también dijo mierda cuando le pidieron que se rindiera, absolviendo así del delito de mala educación futuros desahogos en situaciones menos peligrosas. Aquí no hay más que mierda, volvió a pensar, y se disponía a salir cuando otro pensamiento le acudió como una providencia, Un establecimiento como éste debe tener un almacén, no digo un, almacén grande, que ése estará en otro sitio, probablemente lejos, sino una reserva de los productos de más consumo. Excitada por la idea se lanzó a la busca de una puerta cerrada que la condujera a la cueva de los tesoros, pero todas estaban abiertas, y dentro reinaba la misma devastación, los mismos ciegos rebuscando en la misma basura. Al fin, en un pasillo oscuro, donde apenas llegaba la luz del sol, vio lo que le parecía un montacargas. Las puertas metálicas estaban cerradas, y al lado había otra puerta lisa, de las que se deslizan sobre carriles, El sótano, pensó, los ciegos que llegaron hasta aquí encontraron el camino cerrado, sin duda se dieron cuenta de que se trataba de un ascensor, pero a nadie se le ocurrió que lo normal es que haya también una escalera para cuando falle la energía eléctrica, por ejemplo, como es el caso. Empujó la puerta corredera y recibió, casi simultáneas, dos poderosas impresiones, primero, la de la oscuridad profunda por donde tendría que bajar para llegar al sótano, y luego, el olor inconfundible de cosas que se comen, aunque estén encerradas en recipientes de esos que llamamos herméticos, y es que el hambre siempre tuvo un olfato finísimo, capaz de atravesar todas las barreras, como el de los perros. Volvió rápidamente atrás para coger de la basura las bolsas de plástico que iba a necesitar para transportar la comida, al tiempo que se preguntaba, Sin luz, cómo voy a saber lo que tengo que llevarme, se encogió de hombros, la preocupación era estúpida, la duda ahora, teniendo en cuenta el estado de debilidad en que se encontraba, debería ser si tendría fuerzas para cargar con los sacos llenos, desandar el camino por donde vino, en este momento le entró un miedo horrible de no encontrar el lugar donde el marido la estaba esperando, sabía el nombre de la calle, eso no lo había olvidado, pero fueron tantas las vueltas que la desesperación la paralizó, luego, lentamente, como si el cerebro inmóvil se hubiese puesto al fin en movimiento, se vio a sí misma inclinada sobre un plano de la ciudad, buscando con la punta del dedo el itinerario más corto, como si tuviese dos veces ojos, unos que la miraban viendo el plano, otros que veían el plano y el camino. El pasillo seguía desierto, era una suerte, a causa del nerviosismo que le había provocado su descubrimiento, olvidó cerrar la puerta. La cerró ahora cuidadosamente, y se encontró sumergida en una oscuridad total, tan ciega ella como los ciegos que estaban fuera, la diferencia era sólo el color, si efectivamente son colores el blanco y el negro. Rozando la pared, empezó a bajar la escalera, si este lugar no fuera tan secreto como es, si alguien subiera desde el fondo, tendrían que hacer como había visto en la calle, despegarse uno de ellos de la seguridad del muro, avanzar rozando la imprecisa sustancia del otro, tal vez por un instante temer absurdamente que la pared no continuara del otro lado, Estoy a punto de volverme loca, pensó, y tenía razones para eso, bajando por aquel agujero tenebroso, sin luz ni esperanza de verla, hasta dónde, estos almacenes subterráneos en general no son altos, primer tramo de escalera, ahora sé lo que es ser ciega, segundo tramo de escaleras, Voy a gritar, voy a gritar, tercer tramo, las tinieblas son como un engrudo negro que ha cuajado en su cara, los ojos transformados en bolas de brea, Quién es ese que está ahí delante, y luego, de inmediato, otro pensamiento, aún más amedrentador, Y cómo voy a dar luego con la escalera, un desequilibrio súbito la obligó a inclinarse para no caer desamparada, con la consciencia casi perdida balbuceó, Está limpio, se refería al suelo, le parecía asombroso, un suelo limpio. Poco a poco comenzó a volver en sí, sentía un dolor sordo en el estómago, no es que sea una novedad, pero en este momento era como si no existiese en su cuerpo ningún otro órgano vivo, allá estarían, pero no daban señales de vida, el corazón, sí, el corazón resonaba como un tambor inmenso, siempre trabajando a ciegas en la oscuridad, desde la primera de todas las tinieblas, el vientre donde lo formaron, hasta la última, cuándo llegará ésa. Llevaba en la mano unas bolsas de plástico, no las había soltado, ahora tendrá que llenarlas, tranquilamente, un almacén no es lugar de fantasmas y dragones, aquí no hay más que oscuridad, y la oscuridad no muerde ni ofende, en cuanto a la escalera, ya la encontraré, seguro, aunque tenga que dar la vuelta entera a este agujero. Decidida, iba a levantarse, pero recordó que ahora estaba tan ciega como los ciegos, mejor sería hacer como ellos, avanzar a gatas hasta encontrar algo al frente, estanterías abarrotadas de comida, lo que fuese, con tal de que se pueda comer como está, sin preparaciones de cocina, que no está el tiempo para fantasías.