Dejó de llover, ya no hay ciegos con la boca abierta. Andan por ahí, sin saber qué hacer, vagan por las calles, pero nunca mucho tiempo, andar o estar parado viene a ser lo mismo para ellos, salvo encontrar comida no tienen otros objetivos, la música se ha acabado, nunca hubo tanto silencio en el mundo, teatros y cines sirven a quien se ha quedado sin casa o ha dejado de buscarla, algunas salas de espectáculos, las mayores, se usaron para las cuarentenas cuando el Gobierno, o lo que de él sucesivamente fue quedando, aún creía que el mal blanco podía ser atajado con trucos e instrumentos que de tan poco sirvieron en el pasado contra la fiebre amarilla y otros pestíferos contagios, pero eso se ha acabado, aquí ni siquiera ha sido necesario un incendio. En cuanto a los museos, es un auténtico dolor del alma, algo que rompe el corazón, toda aquella gente, gente digo bien, todas aquellas pinturas, aquellas esculturas no tienen delante ni una persona a quien mirar. No se sabe qué esperan ahora los ciegos de la ciudad, esperarían su curación si todavía creyeran en ella, pero esa esperanza se acabó cuando se enteraron de que el mal había afectado a todos, sin dejar a nadie libre, que no había quedado vista humana para mirar por la lente de un microscopio, que habían sido abandonados los laboratorios, donde no le quedaba a las bacterias más solución, si querían sobrevivir, que devorarse entre sí. Al principio, muchos ciegos, acompañados por parientes aún con vista y espíritu de familia, acudían a los hospitales, pero allí sólo encontraron médicos ciegos tomando el pulso a enfermos que no veían, auscultándolos por delante y por detrás, eso era todo lo que podían hacer, para eso todavía tenían oídos. Después, bajo el aprieto del hambre, los enfermos, los que podían andar, huían de los hospitales, y acababan muriendo en la calle, abandonados, las familias, si las tenían, dónde andarían, y luego, para que los enterrasen, no bastaba que alguien tropezase con ellos por casualidad, tenían que empezar a oler mal, e, incluso así, sólo si habían ido a morir a un lugar de paso. No es extraño que los perros sean tantos, algunos ya parecen hienas, los matojos del pelo apestan a podredumbre, corren por ahí con los cuartos traseros encogidos, como si tuvieran miedo de que los muertos y devorados cobrasen vida de nuevo para hacerles pagar la vergüenza de morder a quien ya no puede defenderse. Cómo está el mundo, preguntó el viejo de la venda negra, y la mujer del médico respondió, No hay diferencia entre fuera y dentro, entre aquí y allá, entre los pocos y los muchos, entre lo que hemos vivido y lo que vamos a tener que vivir, Y la gente, cómo va, preguntó la chica de las gafas oscuras, Van como fantasmas, ser fantasma debe de ser algo así, tener la certeza de que la vida existe, porque cuatro sentidos nos lo dicen, y no poder verla, Hay muchos coches por ahí, preguntó el primer ciego, que no puede olvidar que le robaron el suyo, Es un cementerio. Ni el médico ni la mujer del primer ciego hicieron preguntas, para qué, si las respuestas serían del mismo talante que éstas. Al niño estrábico le basta la satisfacción de llevar puestos los zapatos con los que siempre soñó, ni siquiera lo entristece el hecho de no poder verlos. Por esta razón, probablemente, no va como un fantasma. Y tampoco merecería que le llamen hiena al perro de las lágrimas que sigue a la mujer del médico, no anda olisqueando carne muerta, acompaña a unos ojos que él sabe muy bien que están vivos.

La casa de la chica de las gafas oscuras no está lejos, pero estos hambrientos de una semana sólo ahora empiezan a notar que les vuelven las fuerzas, y por eso andan tan lentamente, para descansar no tienen más remedio que sentarse en el suelo, no valió la pena el cuidado de selección de colores y cortes, si al cabo de poco tiempo las ropas estarán inmundas. La calle donde vive la chica de las gafas oscuras es estrecha aparte de corta, lo que explica que no se encuentren por aquí automóviles, era de dirección única y ni así quedaba espacio para estacionar, estaba prohibido. Que tampoco hubiese personas no era de extrañar, en calles así no son raros los momentos del día en que no se ve un alma. Cuál es el número de tu casa, preguntó la mujer del médico, El siete, segundo izquierda. Una de las ventanas estaba abierta, en otro tiempo sería señal segura de que había alguien en casa, ahora todo es dudoso. Dijo la mujer del médico, No iremos todos, subiremos sólo nosotras dos, los demás que esperen abajo. Se veía que la puerta de la calle había sido forzada, se notaba claramente que el anclaje de la cerradura estaba retorcido, una ancha lasca de madera se había soltado casi por completo del batiente. La mujer del médico no dijo nada de esto, dejó que la chica fuera delante, ella conocía el camino, no le importaba la penumbra en que la escalera estaba inmersa. Con el nerviosismo de la prisa, la chica de las gafas oscuras tropezó dos veces, pero creyó que lo mejor era, reírse de sí misma, Imagínate, esta escalera, la subía y bajaba yo antes con los ojos cerrados, las frases hechas son así, no tienen sensibilidad para las mil sutilezas de sentido, ésta, por ejemplo, no conoce la diferencia entre cerrar los ojos y estar ciego. En el rellano del segundo la puerta que buscaban estaba cerrada. La chica de las gafas oscuras deslizó la mano por la hoja de la puerta hasta encontrar el timbre, No hay luz, le recordó la mujer del médico, y estas tres palabras, que no hacían más que repetir lo que todo el mundo sabía, las oyó la chica como el anuncio de una mala noticia. Llamó una vez, dos veces, tres veces, a la tercera con violencia, a puñetazos, llamaba, Mamaíta, Papá, y nadie venía a abrir, los apelativos cariñosos no conmovían la realidad, nadie vino a decir, Mi hija querida, al fin estás aquí, creímos que nunca te íbamos a ver, entra, entra, esta señora debe de ser amiga tuya, que entre, que entre también, la casa está un poco desordenada, no se fije mucho, la puerta seguía cerrada, No hay nadie, dijo la chica de las gafas oscuras, y rompe a llorar apoyada en la puerta, la cabeza sobre los antebrazos cruzados, como si con todo el cuerpo estuviese implorando una desesperada piedad, si no hubiéramos aprendido ya lo suficiente de las complicaciones del espíritu humano, nos sorprendería que quiera tanto a sus padres, hasta el punto de estas demostraciones de dolor, una chica de costumbres tan libres, aunque no está lejos quien dijo que no hay contradicción, ni la hubo nunca, entre esto y aquello. La mujer del médico quiso consolarla, pero tenía poco que decir, sabemos que es casi imposible que la gente permanezca mucho tiempo en sus casas, Podemos preguntar a los vecinos, sugirió, si hay alguno, Sí, vamos a preguntar, dijo la chica de las gafas oscuras, pero en su voz no había ninguna esperanza. Empezaron por llamar a la puerta de la otra vivienda del rellano, pero nadie respondió. En el piso de encima, las dos puertas estaban abiertas. Las viviendas habían sido saqueadas, los roperos estaban vacíos, en los sitios de guardar comida no quedaba sombra de ella. Había señales de haber pasado gente por allí hacía poco tiempo, algún grupo errante, como lo eran todos ahora, siempre de casa en casa, de ausencia en ausencia.

Bajaron al primero, la mujer del médico llamó con los nudillos en la puerta más cercana, hubo un silencio expectante, después, una voz ronca preguntó, desconfiada, Quién anda por ahí, la chica de las gafas oscuras se adelantó, Soy yo, la vecina del segundo, estoy buscando a mis padres, sabe dónde están, qué ha sido de ellos. Se oyeron pasos arrastrados, la puerta se abrió y apareció una vieja flaquísima, sólo la piel sobre los huesos, escuálida, con el pelo largo, blanco y desgreñado. Una mezcla nauseabunda de olores ácidos y de una indefinible podredumbre hizo retroceder a las dos mujeres. La vieja abría mucho los ojos, los tenía casi blancos, No sé nada de tus padres, vinieron a buscarlos al día siguiente de llevarte a ti, entonces yo aún veía, Hay alguien más en la casa, De vez en cuando oigo subir y bajar la escalera, pero es gente de fuera, de esos que sólo vienen a dormir, Y mis padres, Ya te he dicho que no sé nada de ellos, Y su marido, y su hijo, y su nuera, También se los llevaron, Y a usted no, por qué, Porque me escondí, Dónde, En tu casa, ya ves, Y cómo consiguió entrar, Por la parte de atrás, por la escalera de socorro, rompí un cristal y abrí la puerta por dentro, la llave estaba en la cerradura, Y desde entonces cómo ha podido vivir sola en su casa, preguntó a su vez la mujer del médico, Quién más hay aquí, preguntó la vieja aterrada volviendo la cabeza, Es una amiga, anda en mi grupo, respondió la chica de las gafas oscuras, Y no sólo es el hecho de estar sola, la comida, cómo se las arregló para conseguir comida durante todo este tiempo, insistió la mujer del médico, No soy tonta, me voy gobernando como puedo, Si no quiere, no lo diga, era sólo por curiosidad, Claro que se lo digo, no faltaba más, lo primero que hice fue ir por todas las casas de la escalera recogiendo la comida que hubiese, la que se estropeaba me la comí en seguida, la otra la guardé, Tiene algo todavía, preguntó la chica de las gafas oscuras, No, se ha acabado todo, respondió la vieja con una súbita expresión de desconfianza en los ojos ciegos, modo de decir que en estas situaciones siempre se suele usar, pero que realmente no es muy riguroso, porque los ojos, los ojos propiamente dichos, no tienen expresión, ni siquiera cuando han sido arrancados, son dos canicas que están allí inertes, los párpados, las pestañas, y también las cejas, son los que se encargan de las diversas elocuencias y retóricas visuales, pero la fama la tienen los ojos, Entonces, de qué vive ahora, preguntó la mujer del médico, La muerte anda por las calles, pero en los corrales la vida no se ha acabado, dijo la vieja con misterio, Qué quiere decir, En los patios, en los corrales, hay conejos, gallinas, en los huertos hay coles, flores, pero las flores no se pueden comer, Y cómo hace, Depende, unas veces cojo unas coles, otras veces mato un conejo o una gallina, Y los come crudos, Al principio encendía una hoguera, después me he acostumbrado a la carne cruda, y los tronchos de las coles son dulces, no se preocupen, que de hambre no va a morir esta hija de mi madre. Retrocedió dos pasos, casi se perdió en la oscuridad de la casa, sólo los ojos, blancos, brillaban, y dijo desde allí, Si quieres ir a tu casa, entra, te doy paso. La chica de las gafas oscuras iba a decir que no, que muchas gracias, no vale la pena, para qué, si mis padres no están, pero súbitamente sintió el deseo de ver su cuarto, Ver mi cuarto, qué estupidez, si estoy ciega, al menos pasar las manos por las paredes, por la colcha de la cama, por la almohada donde descansaba mi loca cabeza, por los muebles, quizá esté en la cómoda el jarrón de flores que recordaba, si la vieja no lo ha tirado al suelo, por rabia de no encontrar qué comer. Dijo, Bueno, si me lo permite, aprovecharé su ofrecimiento, es mucha bondad de su parte, Entra, entra, pero ya sabes, comida no vas a encontrar, ya tengo poca para mí, además, a ti no te sirve, seguro que no te gusta la carne cruda, No se preocupe, nosotros tenemos comida, Ah, tienen comida, en ese caso denme algo en pago del favor, Ya le daremos, descuide, dijo la mujer del médico. Pasaron al corredor, el hedor se hacía insoportable. En la cocina, mal iluminada por la escasa luz de fuera, había pieles de conejo por el suelo, plumas de gallina, huesos, y, sobre la mesa, en un plato lleno de sangre reseca, pedazos de carne irreconocibles, como si hubiesen sido masticados ya muchas veces, Y los conejos y las gallinas, qué comen, preguntó la mujer del médico, Coles, hierbas, restos, dijo la vieja, Restos de qué, De todo, hasta carne, No nos diga que las gallinas y los conejos comen carne, Los conejos aún no, pero las gallinas, a ésas les encanta, los animales son como las personas, se acostumbran a todo. La vieja se movía con seguridad, sin tropezar, apartó una silla del camino como si la hubiera visto, después indicó la puerta que daba a la escalera de socorro, Por ahí, pero con cuidado, no resbalen, el pasamano no está muy seguro, Y la puerta, preguntó la chica de las gafas oscuras, Basta empujarla, la llave la tengo yo, está por ahí, Es mía, iba a decir la chica, pero en el mismo instante pensó que esta llave no le serviría para nada si los padres, o alguien por ellos, se hubiesen llevado las otras, las de la puerta de entrada, no podía estar pidiéndole a esta vecina que la dejase pasar siempre que quisiera entrar o salir. Sintió una leve opresión en el corazón, sería porque iba a entrar en su casa, sería por saber que los padres no estaban, sería por qué.