entra silbando y atiza el incendio, ah, sí, no lo olvidemos, los gritos de rabia y miedo, los aullidos de dolor y de agonía, ahí queda mención de ellos, nótese, en todo caso, que cada vez irán siendo menos, la mujer del mechero, por ejemplo, lleva ya mucho tiempo callada.

A estas alturas los otros ciegos corren despavoridos por los pasillos llenos de humo, Fuego, fuego, gritan, y aquí se puede observar en vivo lo mal pensados y organizados que han sido estos ajuntamientos humanos de asilo, hospital y manicomio, véase cómo cada uno de los camastros, por sí solo, con su armazón de hierros picudos, puede convertirse en una trampa mortal, véanse las consecuencias terribles de que haya una sola puerta en cada sala, cuando en ellas viven cuarenta personas, aparte de las que duermen en el suelo, si el fuego llega allí primero y les cierra la salida, no escapa nadie. Por suerte, y como la historia humana tantas veces ha mostrado, no hay cosa mala que no traiga consigo una cosa buena, se habla menos de las cosas malas traídas por las cosas buenas, así andan las contradicciones de nuestro mundo, merecen unas más consideración que otras, en este caso la cosa buena fue, precisamente, que las salas tuvieran una sola puerta, gracias a esto, el fuego que quemó a los malvados se entretuvo allí tanto tiempo, si la confusión no se hace mayor, tal vez no tengamos que lamentar la pérdida de más vidas. Evidentemente, muchos de estos ciegos están siendo pisoteados, empujados, golpeados, son los efectos del pánico, efecto natural podríamos decir, la naturaleza animal es así, también la vegetal se comportaría de esa manera si no tuviera aquellas raíces que la prenden al suelo, qué bonito sería ver los árboles del bosque huyendo del incendio. El refugio del cercado interior fue bien aprovechado por los ciegos que tuvieron la idea de abrir las ventanas de los corredores. Saltaron, tropezaron, cayeron, lloraron y gritaron, pero por ahora están a salvo, mantengamos la esperanza de que al fuego, cuando haga que el tejado se desmorone, y lance por los aires un volcán de llamaradas y tizones ardientes, no se le ocurra propagarse a las copas de los árboles. En el otro lado el miedo es el mismo, a un ciego le basta con oler a humo para imaginar de inmediato que las llamas están a su lado, figúrense lo que ocurre cuando es verdad, en poco tiempo el corredor quedó abarrotado de gente, si no hay quien ponga orden, esto va a acabar en tragedia. En un momento alguien recuerda que la mujer del médico tiene ojos que ven, dónde está, preguntan, que nos diga ella lo que pasa, hacia dónde tenemos que ir, dónde está, estoy aquí, sólo ahora he logrado salir de la sala, la culpa fue del niño estrábico, que nadie conseguía saber dónde se había metido, ahora está aquí, lo agarró con fuerza de la mano, tendrían que arrancarme el brazo para que lo soltara, con la otra mano llevo la mano de mi marido, y luego viene la chica de las gafas oscuras, y luego el viejo de la venda negra, donde está uno está el otro, y después el primer ciego, y después su mujer, todos juntos, como una piña, que, al menos eso espero, ni este calor pueda abrir. Entre tanto, unos cuantos ciegos de este lado habían seguido el ejemplo de los de la otra ala, saltaron al cercado interior, no pueden ver que la mayor parte del edificio es una hoguera, pero notan en las manos y en la cara el vaho ardiente que de allí viene, por ahora aún aguanta el tejado, las hojas de los árboles se van arrugando lentamente. Entonces alguien gritó, Qué estamos haciendo aquí, por qué no salimos de una vez, la respuesta llegó de este mar de cabezas, sólo precisó cuatro palabras, Ahí están los soldados, pero el viejo de la venda negra dijo, Antes morir de un tiro que quemados, parecía la voz de la experiencia, aunque quizá no haya sido exactamente él quien habló, quizá por su boca ha hablado la mujer del mechero, que no tuvo la suerte de ser alcanzada por la última bala del ciego contable. Dijo entonces la mujer del médico, Déjenme pasar, voy a hablar con los soldados, no van a dejarnos morir así, los soldados también tienen sentimientos. Gracias a la esperanza de que los soldados tuviesen sentimientos, pudo abrirse en la apretura un estrecho canal, por el que avanzó la mujer del médico con dificultad llevando a los suyos detrás. El humo le tapaba la visión, en poco tiempo estaría tan ciega como los otros. En el zaguán apenas se podía ver nada. Las puertas que daban a la cerca habían sido destrozadas, los ciegos que se refugiaron allí, dándose cuenta de que aquel sitio no era seguro, querían salir, empujaban, pero los del otro lado resistían, hacían toda la fuerza que podían, todavía en ellos era más fuerte el miedo de aparecer a la vista de los soldados, pero cuando cedieran las fuerzas, cuando el fuego se aproximase, el viejo de la venda negra tenía razón, es preferible morir de un tiro. No fue preciso esperar tanto, la mujer del médico consiguió al fin salir al rellano, prácticamente llegó medio desnuda, por tener ambas manos ocupadas no se había podido defender de los que querían unirse al pequeño grupo que avanzaba, coger, por así decirlo, el tren en marcha, los soldados iban a abrir unos ojos como platos cuando apareciera ella con los pechos casi al aire. Ya no era la luz de la luna lo que iluminaba el espacio vacío que iba hasta el portón, sino la claridad violenta del incendio. La mujer del médico gritó, Por favor, por vuestras madres, dejadnos salir, no disparéis, Nadie respondió desde el otro lado. El proyector seguía apagado, nada se movía. Aún con miedo, la mujer del médico bajó dos peldaños, Qué pasa, preguntó el marido, pero ella no respondió, no podía creerlo. Bajó los restantes peldaños, caminó en dirección al portón, arrastrando siempre tras ella al niño estrábico, al marido y compañía, ya no había dudas, los soldados se habían ido, o se los llevaron, ciegos ellos también, ciegos todos al fin.

Entonces, para simplificar, ocurrió todo al mismo tiempo, la mujer del médico anunció a gritos que estaban libres, el tejado del ala izquierda se vino abajo con horrible estruendo, dispersando llamaradas por todas partes, los ciegos se precipitaron hacia la tapia gritando, algunos no lo consiguieron, se quedaron dentro, aplastados contra las paredes, otros fueron pisoteados hasta convertirse en una masa informe y sanguinolenta, el fuego que se extendía rápidamente, hará ceniza de todo esto. El portón está abierto de par en par. Los locos salen.

Le dices a un ciego, Estás libre, le abres la puerta que lo separaba del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben adónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues sólo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar. Apostados ante el edificio, que arde de un extremo al otro, los ciegos sienten en la cara las olas vivas del calor del incendio, las reciben como algo que en cierto modo los resguarda, como antes habían sido las paredes, prisión y seguridad al mismo tiempo. Se mantienen juntos, apretados, como un rebaño, ninguno quiere ser la oveja perdida, porque de antemano saben que no habrá pastor para buscarlos. El fuego va decreciendo lentamente, la luna ilumina otra vez, los ciegos comienzan a inquietarse, no pueden continuar allí, Eternamente, dijo uno. Alguien preguntó si era de día o de noche, la razón de aquella incongruente curiosidad se supo enseguida, Quién sabe si nos traerán comida, puede que hubiera una confusión, un retraso, otras veces pasó, Pero aquí no hay soldados, Eso no tiene nada que ver, puede que se hayan ido porque ya no son necesarios, No entiendo, Por ejemplo, porque se ha acabado la epidemia, O porque se ha descubierto el remedio para nuestra enfermedad, No estaría mal eso, Qué hacemos, Yo me quedo aquí hasta que se haga de día, Y cómo vas a saber tú cuándo es de día, Por el sol, por el calor del sol, Eso si no está el cielo cubierto, Alguna vez será de día, después de tantas horas. Agotados, muchos ciegos se habían sentado en el suelo, otros, aún más debilitados, simplemente se dejaron caer, unos cuantos se habían desmayado, es probable que el fresco de la noche los haga volver en sí, pero podemos tener por seguro que a la hora de levantar el campamento no se pondrán en pie algunos de estos míseros, habían aguantado hasta aquí, son como aquel corredor de maratón que se derrumbó tres metros antes de la meta, a fin de cuentas lo que está claro es que todas las vidas acaban antes de tiempo. Se sentaron también, o se tumbaron, los ciegos que todavía esperan a los soldados, o a otros que lleguen en vez de ellos, la Cruz Roja, por ejemplo, con la comida y los otros confortos que la vida necesita, el desengaño para éstos llegará un poco después, es la única diferencia. Y si alguien creyó que se ha descubierto cura para nuestra ceguera, no por eso parece más contento.