El armamento era el que ya conocemos, hierros arrancados de las camas, que tanto podrían servir de palanca como de lanza, conforme entraran en combate los zapadores o las tropas de asalto. El viejo de la venda negra, que por lo visto algunas lecciones de táctica aprendió en su juventud, recordó la conveniencia de mantenerse siempre juntos y mirando en la misma dirección, por ser ésa la única forma de no agredirse unos a otros, y que debían avanzar en silencio absoluto para que el ataque se beneficiase del efecto sorpresa, Descalcémonos, dijo, Después va a ser difícil que cada uno encuentre sus zapatos, dijo alguien, y otro comentó, Los zapatos que sobren serán los verdaderos zapatos del difunto, con la diferencia de que, en este caso, siempre habrá quien los aproveche, Qué historia es esa de los zapatos del difunto, Es un dicho, esperar los zapatos del difunto es como esperar la nada, Por qué, Porque los zapatos con que se enterraban a los muertos eran de cartón, también es cierto que no necesita más, las almas no tienen pies que se sepa, Otra cuestión, interrumpió el viejo de la venda negra, seis de nosotros, los seis que nos sintamos con más ánimo, cuando lleguemos empujamos con todas nuestras fuerzas las camas para dentro, de modo que podamos entrar todos, Siendo así tendremos que soltar los hierros, Creo que no va a ser necesario, hasta pueden servirnos, si los usamos en posición vertical. Hizo una pausa, luego dijo, con una nota sombría en la voz, Sobre todo, no nos separemos, si nos separamos somos hombres muertos, Y mujeres, dijo la chica de las gafas oscuras, no te olvides de las mujeres, Tú también vas, preguntó el viejo de la venda negra, preferiría que no fueses, Por qué, si puede saberse, Eres muy joven, Aquí no cuenta la edad, ni el sexo, así que no olvides a las mujeres, No, no me olvido, la voz con la que el viejo de la venda negra dijo estas palabras parecía pertenecer a otro diálogo, las siguientes ya estaban en su lugar, Al contrario, ojalá alguna de vosotras pudiera ver lo que nosotros no vemos, llevarnos por el camino seguro, guiar la punta de nuestros hierros contra la garganta de los malvados con tanta seguridad como hizo aquélla, Sería pedir demasiado, una vez no son veces, además, quién nos dice que no se quedó muerta allí, al menos yo no he tenido noticias de ella, recordó la mujer del médico, Las mujeres resucitan unas en otras, las honradas resucitan en las putas, las putas resucitan en las honradas, dijo la chica de las gafas oscuras. Después hubo un largo silencio, por parte de las mujeres todo estaba dicho, los hombres tendrían que buscar las palabras, y de antemano sabían que no iban a ser capaces de encontrarlas.

Salieron en fila, los seis más fuertes delante, como acordaron, entre ellos estaban el médico y el dependiente de farmacia, después venían los otros, armados cada cual con su hierro de cama, una brigada de lanceros escuálidos y andrajosos, cuando atravesaban el zaguán uno de ellos dejó caer el hierro que atronó en el enlosado como una ráfaga de metralleta, si los malvados oyeron el barullo y saben a lo que vamos, estamos perdidos. Sin dar aviso a nadie, ni siquiera al marido, la mujer del médico se adelantó al grupo, miró hacia el fondo del corredor, luego, despacio, pegada a la pared, se fue acercando a la entrada de la sala, allí quedó a la escucha, las voces de dentro no parecían alarmadas. Trajo rápidamente la información, y se reanudó el avance. A pesar de la lentitud y del silencio con que la hueste se movía, los ocupantes de las dos salas que precedían al bastión de los malvados, sabedores de lo que iba a acontecer, se acercaban a las puertas para oír mejor el fragor inminente de la batalla, y algunos de ellos, más nerviosos, excitados por el olor de una pólvora que aún estaba por quemar, decidieron en el último momento acompañar al grupo, unos pocos volvieron atrás para armarse, ya no eran diecisiete, al menos habían doblado el número, el refuerzo no iba a gustar seguramente al viejo de la venda negra, pero él no llegó a enterarse de que mandaba dos regimientos en vez de uno. Por las pocas ventanas que daban al patio interior entraba una claridad turbia, moribunda, que declinaba rápidamente, deslizándose hacia el pozo negro y profundo que esta noche iba a ser. Fuera de la tristeza irremediable causada por la ceguera que sin explicación alguna seguían padeciendo, los ciegos, válgales eso al menos, estaban a salvo de las deprimentes melancolías causadas por estas y semejantes alteraciones atmosféricas, comprobadamente responsables de innumerables acciones de desesperación en el tiempo remoto en el que la gente tenía ojos para ver. Cuando llegaron a la puerta de la sala maldita, la oscuridad era ya tal que la mujer del médico no pudo ver que no eran cuatro, sino ocho, las camas que formaban la barrera, duplicada, como los asaltantes, pero con peores consecuencias inmediatas para ellos, como no tardarán en comprobar. La voz del viejo de la venda negra sonó como un grito, Ahora, fue la orden, no se acordó del clásico Al asalto, o si lo recordó quizá le pareció ridículo tratar con tanta consideración militar una barrera de catres infectos, llenos de pulgas y de chinches, con los colchones podridos por el sudor y los orines, las mantas andrajosas, ya no grises, sino de todos los colores con que puede vestirse la repugnancia, eso lo sabía de antes la mujer del médico, no es que lo pudiera ver ahora, cuando ni siquiera se había apercibido del refuerzo de la barricada. Los ciegos avanzaron como arcángeles envueltos en su propio resplandor, se lanzaron contra el obstáculo con los hierros en alto, como habían sido instruidos, pero las camas no se movieron, cierto es que las fuerzas de estos fuertes apenas superarían las de los débiles que venían detrás, que apenas podían ya con las lanzas, como alguien que llevó una cruz a cuestas y ahora tiene que esperar que lo suban a ella. El silencio había acabado, gritaban los de fuera, comenzaron los de dentro a gritar, probablemente nadie hasta hoy habrá notado qué terribles son los gritos de los ciegos, parece que están gritando sin saber por qué, queremos decirles que se callen y acabamos gritando nosotros también, sólo nos falta ser ciegos, pero ya llegará. En esto estaban, unos gritando porque atacaban, otros gritando porque se defendían, cuando los del lado de fuera, desesperados por no haber podido apartar las camas, soltaron los hierros que cayeron en el suelo de cualquier manera, y, todos a una, al menos aquellos que consiguieron meterse en el espacio del vano de la puerta, y los que no cupieron hacían fuerza contra los de delante, se pusieron a empujar, a empujar, a empujar, parecía que iban a conseguir la victoria, las camas se habían movido ya un poquitito, cuando de repente, sin previo aviso o amenaza se oyeron tres disparos, era el ciego contable haciendo puntería baja. Dos de los atacantes cayeron heridos, los otros retrocedieron precipitadamente, atropellándose, tropezando con los hierros y cayendo, como locas las paredes del corredor multiplicaban los gritos, también gritaban en las otras salas. La oscuridad era ahora completa, no era posible saber quién había sido alcanzado por las balas, claro que se podría preguntar desde aquí, desde lejos, Quiénes sois, pero no parecía propio, a los heridos hay que tratarlos con respeto y consideración, acercarse a ellos caritativamente, posarles la mano en la frente, salvo si fue ahí donde la bala, por una desgraciada casualidad, les alcanzó, después preguntarles en voz baja cómo se encuentran, decirles que no es nada, que ya vienen los camilleros, y en fin, darles agua, pero sólo si no han sido heridos en el vientre, como expresamente se recomienda en el manual de primeros socorros. Qué hacemos ahora, preguntó la mujer del médico, hay dos caídos en el suelo. Nadie le preguntó cómo sabía ella que eran dos, los disparos fueron tres, sin contar con el efecto de los rebotes, si los hubo. Tenemos que ir a buscarlos, dijo el médico. El peligro es grande, observó hundido el viejo de la venda negra, que había visto cómo su táctica acababa en desastre, si se dan cuenta de que hay gente volverán a disparar, hizo una pausa y añadió suspirando, Pero tenemos que ir, yo, por mí, estoy dispuesto, También yo voy, dijo la mujer del médico, el peligro será menor si nos acercamos a rastras, lo que necesitamos es dar con ellos pronto, antes de que los de dentro tengan tiempo de reaccionar, Yo voy también, dijo la mujer que el otro día había dicho A donde tú vayas iré yo, de entre tantos no hubo nadie a quien se le ocurriera decir que era facilísimo averiguar quiénes eran los heridos, cuidado, heridos o muertos, que esto aún no se sabe, bastaba con que todos fuesen diciendo, Yo voy, yo no voy, los que se hubieran quedado callados eran los tales.