La mujer del médico, que antes había estado contándole una historia al niño estrábico, levantó el brazo, y, sin ruido, cogió las tijeras del clavo. Le dijo al niño, Luego te cuento lo que falta. Nadie de la sala le preguntó por qué había hablado de la ciega de los insomnios con aquel desdén. Pasado algún tiempo, se descalzó y le dijo al marido, No tardo, vuelvo en seguida. Se encaminó hacia la puerta, allí se detuvo y esperó. Diez minutos después aparecieron en el corredor las mujeres de la segunda sala. Eran quince. Algunas iban llorando. No venían en fila, sino en grupos, unidos unos a otros por tiras de paño, por el aspecto parecían desgarradas de una manta. Cuando acabaron de pasar, la mujer del médico las siguió. Ninguna de ellas se dio cuenta de que llevaban compañía. Sabían lo que les esperaba, la noticia de las humillaciones no era secreto para nadie, ni había en estos vejámenes nada nuevo, seguro que el mundo comenzó así. Lo que las aterrorizaba no era tanto la violación como la orgía, la desvergüenza, la previsión de una noche terrible, quince mujeres despatarradas por las camas y el suelo, los hombres yendo de una a otra, jadeando como puercos, Lo peor será si siento placer, pensaba una de las mujeres. Cuando entraron en el corredor que llevaba a la sala de destino, el ciego de guardia dio la voz de alerta, Ya las oigo, ahí vienen. La cama que servía de cancela fue apartada rápidamente, las mujeres entraron una a una. Vaya, son muchas, exclamó el ciego de la contabilidad, e iba numerándolas con entusiasmo, Once, doce, trece, catorce, quince, son quince. Se lanzó sobre la última, metiéndole las manos voraces por debajo de la falda, Ésta es mía, está buenísima, decía. Habían dejado de pasar revista, de hacer la evaluación previa de las dotes físicas de las mujeres. Realmente, si estaban todas condenadas a pasar por lo mismo, no valía la pena gastar el tiempo enfriando la concupiscencia con selecciones de alturas y medidas de pecho y caderas. Las iban llevando a las camas, las desnudaban a tirones, en seguida se oyeron los llantos acostumbrados, las súplicas, las voces implorantes, pero las respuestas, cuando las había, no variaban, Si quieres comer, tienes que abrir las piernas. Y las abrían, a algunas les ordenaban que usasen la boca, como aquella que estaba en cuclillas entre las rodillas del jefe de los malvados, ésa no decía nada. La mujer del médico entró en la sala, se deslizó lentamente entre las camas, no era necesaria tanta prudencia, nadie la oiría aunque viniera con zuecos, y si, en medio del barullo, algún ciego la toca y se da cuenta de que se trata de una mujer, lo peor que le puede ocurrir es que tenga que unirse a las otras, en una situación como ésta no es fácil notar la diferencia entre quince y dieciséis.

La cama del jefe de los malvados seguía en el fondo de la sala, donde se amontonaban las cajas de comida. Los camastros cercanos habían sido retirados, al hombre le gustaba revolcarse a sus anchas, sin tener que tropezar con los vecinos. Iba a ser fácil matarlo. Mientras avanzaba por el pasillo central, la mujer del médico observaba los movimientos de aquél a quien no tardaría en matar, cómo el placer le hacía inclinar la cabeza hacia atrás, era como si le ofreciera el cuello. Despacio, la mujer del médico se aproximó, dio la vuelta a la cama y se colocó detrás de él. La ciega continuaba su trabajo. La mano levantó lentamente las tijeras, las hojas un poco separadas para penetrar como dos puñales. En aquel momento, el último, el ciego pareció notar una presencia inesperada, pero el orgasmo lo alejaba del mundo de las sensaciones comunes, lo privaba de reflejos, No llegarás a gozar, pensó la mujer del médico, y bajó violentamente el brazo. Las tijeras se enterraron con toda la fuerza en la garganta del ciego, girando sobre sí mismas lucharon contra los cartílagos y los tejidos membranosos, luego, furiosamente, siguieron penetrando hasta ser detenidas por las vértebras cervicales. El grito apenas se oyó, podía ser el ronquido animal de quien está a punto de eyacular, como a otros les estaba ocurriendo, y tal vez lo fuese, porque, al tiempo que un chorro de sangre le daba de lleno en la cara, la ciega recibía en la boca la descarga convulsiva del semen. Fue el grito de la mujer lo que alarmó a los ciegos, de gritos tenían experiencia sobrada, pero éste no era como los otros. La ciega gritaba, sin entender lo que estaba ocurriendo, pero gritaba de dónde viene esta sangre, probablemente, sin saber cómo, había hecho lo que por un momento pensó, arrancarle el pene a dentelladas. Los ciegos dejaron a las mujeres, avanzaban a tientas, Qué pasa, por qué gritas de ese modo, preguntaban, pero ahora la ciega tenía una mano sobre la boca, alguien le decía al oído, Cállate, y luego notó que la empujaban suavemente hacia atrás, No digas nada, era una voz de mujer y esto la tranquilizó, si tanto se puede decir en semejante situación. El ciego contable venía delante, fue el primero en tocar el cuerpo que había caído atravesado en la cama, en recorrerlo con las manos. Está muerto, dijo al cabo de un momento. La cabeza colgaba hacia el otro lado del camastro, y la sangre seguía fluyendo a borbotones, Lo han matado, dijo. Los ciegos parecían aturdidos, no podían creer lo que oían, Que lo han matado, cómo, quién ha sido, Le han hecho una herida enorme en la garganta, habrá sido la puta de mierda que estaba con él, tenemos que atraparla. Se movieron otra vez los ciegos, más despacio ahora, como si tuvieran miedo de ir al encuentro del arma que había matado a su jefe. No podían ver que el ciego de la contabilidad metía precipitadamente las manos en los bolsillos del muerto, encontraba la pistola y una bolsita de plástico con media docena de cartuchos. La atención de todos se vio distraída súbitamente por el alarido de las mujeres, ya puestas en pie, presas del pánico, queriendo salir de allí, pero algunas habían perdido la noción de dónde estaba la puerta de la sala, fueron en dirección equivocada y tropezaron con los ciegos, éstos creyeron que los atacaban, entonces la confusión de cuerpos alcanzó el delirio. Quieta, al fondo, la mujer del médico esperaba la ocasión para escapar. Mantenía a la ciega firmemente agarrada, con la otra mano empuñaba las tijeras, dispuesta a apuñalar al primer hombre que se acercara. De momento, aquel espacio libre la favorecía pero sabía que no podía estar mucho tiempo allí. Algunas mujeres consiguieron dar con la puerta, otras luchaban por liberarse de las manos que las sujetaban, alguna intentaba estrangular al enemigo y añadir un muerto a otro muerto. El ciego contable gritó a los suyos con autoridad, Calma, calma, vamos a resolver esto, y con intención de hacer la orden más acuciante, disparó un tiro al aire. El resultado fue precisamente el contrario. Sorprendidos al ver que la pistola ya estaba en otras manos y que, en consecuencia, iban a tener un nuevo jefe, los ciegos dejaron de luchar con las ciegas, desistieron de su intento de dominarlas, uno de ellos había incluso desistido de todo porque acaba de ser estrangulado. Fue entonces cuando la mujer del médico decidió avanzar. Dando golpes a diestro y siniestro, se fue abriendo camino. Ahora eran los ciegos quienes gritaban, se atropellaban, pasaban unos sobre otros, quien tuviera ojos para ver, comprobaría que, comparada con ésta, la primera confusión era sólo un juego. La mujer del médico no quería matar, sólo quería salir, y lo más rápido posible, sobre todo, no dejar detrás ninguna ciega. Probablemente ése no va a sobrevivir, pensó cuando clavó las tijeras en un pecho. Se oyó otro tiro, Vamos, vamos, decía la mujer del médico empujando ante ella a las ciegas que encontraba en su camino. Las ayudaba a levantarse, y repetía, Rápido, rápido, y ahora era el ciego contable el que gritaba desde el fondo, Agarrarlas, no las dejéis marchar, pero era demasiado tarde, ya estaban todas en el corredor, avanzando a tumbos, medio desnudas, sosteniendo los trapos como podían. Parada en la entrada de la sala, la mujer del médico gritó con furia, Recordad lo que dije el otro día, que no me iba a olvidar de su cara, y en adelante, pensad en lo que os digo, tampoco olvidaré las vuestras, Me las pagarás, amenazó el ciego contable, tú y tus amigas, y todos los cabrones de hombres que ahí tenéis, No sabes quién soy ni de dónde he venido, Eres de la primera sala del otro lado, dijo uno de los que habían ido a llamar a las mujeres, y el ciego de las cuentas añadió, La voz no engaña, basta que pronuncies una palabra junto a mí y estarás muerta, El otro también dijo eso, y ahí lo tienes, Pero yo no soy un ciego como ellos, como vosotros, cuando os quedasteis ciegos yo ya identificaba a todo el mundo, De mi ceguera tú no sabes nada, Tú no eres ciega, a mí no me engañas, Quizá sea la más ciega de todos, maté y volveré a matar si es necesario, Antes te morirás de hambre, ahora se os ha acabado la comida, aunque vengáis aquí todas a ofrecer en bandeja los tres agujeros con que habéis nacido, Por cada día que estemos sin comer por vuestra culpa, morirá uno de vosotros, bastará con que ponga un pie fuera de esta puerta, No lo conseguirás, Lo conseguiremos, sí, a partir de ahora seremos nosotros quienes recojamos la comida, vosotros comeréis de lo que tenéis aquí, Hija de puta, Las hijas de puta no son hombres ni son mujeres, son hijas de puta, y ya sabes lo que valen las hijas de puta. Furioso, el ciego contable disparó un tiro hacia la puerta. La bala pasó entre las cabezas de los ciegos sin alcanzar a nadie hasta clavarse en la pared del corredor. No me has dado, dijo la mujer del médico, y ten cuidado, se te acabarán las municiones, hay otros ahí que también quieren ser jefes.