A la entrada de la puerta que daba a las salas del ala derecha apareció una mujer que había estado oyendo escondida, era la que recibió en la cara el chorro de sangre, aquella en cuya boca eyaculó el muerto, aquella a cuyo oído dijo la mujer del médico, Cállate, y ahora esta mujer está pensando, Desde aquí donde estoy, sentada en medio de éstos, no te puedo decir cállate, no me denuncies, pero sin duda reconoces mi voz, es imposible que la hayas olvidado, mi mano estuvo sobre tu boca, tu cuerpo contra mi cuerpo, y yo te dije cállate, ahora ha llegado el momento de saber realmente a quién salvé, de saber quién eres, por eso voy a hablar, por eso voy a decir en voz alta y clara, para que puedas acusarme si es ése tu destino y mi destino, ya lo digo, No irán sólo los hombres, irán también las mujeres, volveremos al lugar donde nos humillaron para que nada quede de la humillación, para que podamos liberarnos de la misma manera que escupimos lo que dejaron en nuestra boca. Lo dijo y se quedó esperando, hasta que la mujer habló, A donde tú vayas, iré yo, fue esto lo que dijo. El viejo de la venda negra sonrió, parecía una sonrisa feliz. Y tal vez lo fuese, no es ésta la ocasión para preguntárselo, mejor es fijarse en la expresión de extrañeza de los otros ciegos, como si algo hubiera pasado por encima de sus cabezas, un pájaro, una nube, una primera y tímida luz. El médico cogió la mano de la mujer, luego preguntó, Hay todavía alguien empeñado en descubrir quién mató a aquél, o estamos de acuerdo en que la mano que degolló a ese hombre era la mano de todos nosotros, más exactamente, la mano de cada uno de nosotros. Nadie respondió. La mujer del médico dijo, Démosles un plazo, esperemos hasta mañana, si los soldados no traen comida, entonces avanzamos. Se levantaron, se dividieron, unos para el lado derecho, otros para el lado izquierdo, imprudentemente no pensaron que podía haber estado escuchando algún ciego de la sala de los malvados, por fortuna el diablo no siempre está detrás de la puerta, este proverbio viene muy a cuento ahora. Fuera de tiempo habló el altavoz, últimamente unos días hablaba y otros no, pero siempre a la misma hora, como había prometido, seguro que había en el transmisor un sistema de relojería que en el momento preciso hacía entrar en movimiento la cinta grabada, la razón por la que falló algunas veces no la conoceremos, son cosas del mundo exterior, en todo caso bastante serias, porque el resultado fue un lío de calendario, la llamada cuenta de los días, que algunos ciegos, maníacos por naturaleza, o amantes del orden, que es una forma moderada de manía, intentaban llevar escrupulosamente haciendo nudos en un cordel, aquellos que no se fiaban de su memoria, como quien va escribiendo un diario. Ahora sonaba fuera de tiempo, debía de haberse averiado el mecanismo, un eje torcido, una soldadura suelta, ojalá la grabación no vuelva una y otra vez al principio, infinitamente, era lo que nos faltaba, además de ciegos, locos. Por los corredores, por las salas, como en un último e inútil aviso, resonaba la voz autoritaria, El Gobierno lamenta haberse visto obligado a ejercer enérgicamente lo que considera que es su deber y su derecho, proteger a la población por todos los medios de que dispone en esta crisis por la que estamos pasando, cuando parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico de ceguera, provisionalmente llamado mal blanco, y desearía contar con el civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio, en el supuesto de que se trate de un contagio y no de una serie de coincidencias por ahora inexplicables. La decisión de reunir en un mismo lugar a los afectados por el mal, y en un lugar próximo, pero separado, a aquellos con los que mantuvieron algún tipo de contacto, no ha sido tomada sin ponderar seriamente las consecuencias. El Gobierno conoce plenamente sus responsabilidades, y espera que aquellos a quienes se dirige este mensaje asuman también, como ciudadanos conscientes que sin duda son, las responsabilidades que les corresponden, pensando que el aislamiento en que ahora se encuentran representará, por encima de cualquier otra consideración personal, un acto de solidaridad para con el resto de la comunidad nacional. Dicho esto, pedimos la atención de todos hacia las instrucciones siguientes, primero, las luces se mantendrán siempre encendidas y será inútil cualquier tentativa de manipular los interruptores, que por otra parte no funcionan, segundo, abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente, tercero, en cada sala hay un teléfono que sólo podrá ser utilizado para solicitar del exterior la reposición de los productos de higiene y limpieza, cuarto, los internos lavarán manualmente sus ropas, quinto, se recomienda la elección de responsables de sala, se trata de una recomendación, no de una orden, los internos se organizarán como crean conveniente, a condición de que cumplan las reglas anteriores y las que seguidamente vamos a anunciar, sexto, tres veces al día se depositarán cajas con comida en la puerta de entrada, a la derecha y a la izquierda, destinadas, respectivamente, a los pacientes y a los posibles contagiados, séptimo, todos los restos deberán ser quemados, considerándose restos, a todo efecto, aparte de la comida sobrante, las cajas, los platos, los cubiertos, que están fabricados con material combustible, octavo, la quema deberá ser efectuada en los patios interiores del edificio o en el cercado, noveno, los internos son responsables de las consecuencias negativas de la quema, décimo, en caso de incendio, sea éste fortuito o intencionado, los bomberos no intervendrán, undécimo, tampoco deberán contar los internos con ningún tipo de intervención exterior en el supuesto de que sufran cualquier otra dolencia, y tampoco en el caso de que haya entre ellos agresiones o desórdenes, duodécimo, en caso de muerte, cualquiera que sea la causa, los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, decimotercero, la comunicación entre el ala de los pacientes y el ala de los posibles contagiados se hará por el cuerpo central del edificio, el mismo por el que han entrado, decimocuarto, los contagiados que se queden ciegos se incorporarán inmediatamente al ala segunda, en la que están los invidentes, decimoquinto, esta comunicación será repetida todos los días, a esta misma hora, para conocimiento de los nuevos ingresados. El Gobierno, en este momento se apagaron las luces y calló el altavoz. Indiferente, un ciego hizo un nudo en el cordel que tenía en las manos, luego intentó contar los nudos, los días, pero desistió, había nudos sobrepuestos, ciegos, por así decir. La mujer del médico le dijo al marido, Se han apagado las luces, La bombilla se habrá fundido, no es extraño, después de tantos días encendida. Se apagaron todas, el problema ha sido fuera, Ahora también tú te has quedado ciega, Esperaré hasta que nazca el sol. Salió de la sala, atravesó el zaguán, miró hacia fuera. Esta parte de la ciudad estaba a oscuras, el proyector del ejército estaba apagado, debían de tenerlo enchufado a la red general, y ahora, por lo visto, se había acabado la energía.

Al día siguiente, unos antes, otros después, porque el sol no nace al mismo tiempo para todos los ciegos, muchas veces depende de la finura del oído de cada uno, empezaron a reunirse en los peldaños exteriores del edificio hombres y mujeres procedentes de las distintas salas, con excepción, ya se sabe, de la de los malvados, que a esa hora deben de estar desayunando. Esperaban el ruido del portón al ser abierto, el chirrido de los goznes sin aceite, los sonidos que anunciaban la llegada de la comida, y después las voces del sargento de servicio, No salgan de ahí, que nadie se acerque, el arrastrar de los pies de los soldados, el rumor sordo de las cajas al ser depositadas en el suelo, la retirada a toda prisa, de nuevo el ruido del portón, y, al fin, la autorización, Pueden venir ya. Esperaron hasta que la mañana se hizo mediodía y el mediodía tarde. Nadie, ni siquiera la mujer del médico, quiso preguntar por la comida. Mientras no hiciesen la pregunta no oirían el temido no, y mientras no se dijera conservarían la esperanza de oír palabras como éstas, Está a punto de llegar, está a punto de llegar, paciencia, aguanten el hambre un poquito más. Algunos, por mucho que quisieran, no podían aguantar, y se desmayaban allí mismo como si se hubieran quedado dormidos de repente, menos mal que les ayudaba la mujer del médico, parecía imposible cómo esta mujer conseguía hacerse cargo de todo lo que pasaba, debía de estar dotada de un sexto sentido, de una especie de visión sin ojos, gracias a ella no se quedaron los pobres infelices allí, cociéndose al sol, los transportaron al interior como pudieron, y con tiempo, agua y palmaditas en la cara acabaron todos por salir del deliquio. Pero era inútil contar con éstos para la guerra, no podrían ni con una gata por el rabo, modo de decir muy antiguo que se olvidó de aclarar por qué extraordinaria razón es más fácil llevar por el rabo a una gata que a un gato. Finalmente, dijo el viejo de la venda negra, La comida no ha venido, la comida no vendrá, vamos por la comida. Se levantaron sabe Dios cómo y fueron a reunirse en la sala más apartada de la fortaleza de los malvados, para imprudencia bastó la del otro día. Desde allí mandaron escuchas al otro lado, lógicamente, los ciegos que vivían en aquella parte conocían mejor los sitios, Al primer movimiento sospechoso, venid a avisarnos. Fue con ellos la mujer del médico y trajo una información poco alentadora, Han cerrado la entrada con cuatro camas superpuestas, Y cómo has sabido que eran cuatro, preguntó alguien, Muy fácil, palpándolas, Y no te descubrieron, No creo, Qué hacemos, Vamos allá, volvió a decir el viejo de la venda negra, lo habíamos decidido, o lo hacemos o estamos condenados a una muerte lenta, Algunos morirán más deprisa si vamos, dijo el primer ciego, Quien va a morir está ya muerto y no lo sabe, Que hemos de morir es algo que sabemos desde que nacemos, Por eso, en cierto modo, es como si ya hubiéramos nacido muertos, Dejaos de charla inútil, dijo la chica de las gafas oscuras, yo sola no puedo ir, pero si ahora empezamos a dar lo dicho por no dicho, entonces me tumbo en la cama y me dejo morir, Sólo morirá quien tenga los días contados, nadie más, dijo el médico, y, alzando la voz, preguntó, Quien esté decidido a ir que alce la mano, es lo que le ocurre a quien no lo piensa dos veces antes de abrir la boca para hablar, de qué servía pedir que levantaran las manos si no había nadie para contarlas, así lo creían en general, y después decir, Somos trece, caso en el que, seguro, empezaría una nueva discusión para ver lo que, en buena lógica, sería más correcto, si pedir que se presentase otro voluntario que rompiera el maleficio por exceso, o evitarlo por defecto, echando a suertes quién se libraba. Algunos habían alzado la mano con poca convicción, en un movimiento que denunciaba la vacilación y duda, bien por la consciencia del peligro a que se exponían, bien porque se habían dado cuenta de lo absurdo de la orden. El médico rió, Qué disparate, pedirles que levanten la mano, vamos a hacerlo de otra manera, que se retiren los que no puedan o no quieran ir, los demás que se queden para organizar la acción. Hubo movimientos, pasos, murmullos, suspiros, poco a poco fueron saliendo los débiles y los timoratos, la idea del médico había tenido tanto de excelente como de generosa, así será menos fácil saber quién había estado y dejó de estar. La mujer del médico contó los que quedaban, eran diecisiete, contándose ella y el marido. De la primera sala lado derecho estaba el viejo de la venda negra, el dependiente de farmacia, la chica de las gafas oscuras, y eran todos hombres los voluntarios de las otras salas, con excepción de aquella mujer que había dicho, A donde tú vayas iré yo, ésa también estaba aquí. Se alinearon a lo largo del pasillo, el médico los contó, Diecisiete, somos diecisiete, Somos pocos, dijo el ayudante de farmacia, así no vamos a conseguir nada, La vanguardia, si puedo usar este lenguaje que más parece de militar, tendrá que ser estrecha, dijo el ciego de la venda negra, lo que nos espera es la anchura de una puerta, creo que si fuésemos más lo complicaríamos todo, Dispararían al tuntún, concordó alguien, y al fin todos parecieron contentos por ser tan pocos.