Desembarcaron los tres, Jesús iba delante, detrás Tiago y Juan, nunca habían venido antes a estos parajes y todo les parecía cosa de sorpresa y novedad, pero la mayor, de oprimir el corazón, fue que les saltó de repente un hombre en medio del camino, si el nombre de hombre podía darse a una figura cubierta de inmundicias, de terrible barba y terrible cabellera, oliendo a la putrefacción de las tumbas donde, como supieron luego, solía esconderse cuando conseguía romper cadenas y grilletes con que, por estar poseso, lo querían sujetar en la cárcel. Si fuese sólo un loco, aunque sabemos que a estos se les duplican las fuerzas cuando están furiosos, bastaría, para mantenerlo tranquilo, echarle encima otros tantos grilletes y cadenas. En vano lo habían hecho una vez, sin resultado lo repitieron muchas, porque el espíritu inmundo que vivía dentro del hombre y lo gobernaba se reía de todas las prisiones. De día y de noche, el endemoniado andaba a saltos por los montes, huyendo de sí mismo y de su sombra, pero siempre volvía para esconderse entre las tumbas, y muchas veces dentro de ellas, de donde tenían que sacarlo a la fuerza, dejando horrorizados a cuantos lo veían. Así lo encontró Jesús, los guardas que lo seguían para capturarlo hacían aspavientos con los brazos a Jesús para que se pusiera a salvo del peligro, pero Jesús buscaba una aventura y no la iba a perder por nada. Pese al miedo ante aquella aparición, Juan y Tiago no abandonaron a su amigo, por eso fueron ellos los primeros testigos de las palabras que nunca nadie pensó que alguna vez pudieran ser dichas y oídas, porque iban contra el Señor y contra sus leyes, como luego se verá.

Venía la bestia-fiera tendiendo las garras y mostrando los colmillos, de los que pendían restos de carnes putrefactas, y el cabello de Jesús se erizaba de terror, cuando a dos pasos de él, se tira el endemoniado al suelo y clama en voz alta, Qué quieres de mí, oh Jesús, hijo de Dios Altísimo, por Dios te pido que no me atormentes.

Pues bien, ésta fue la primera vez que en público, no en sueños privados, de los que la prudencia y el escepticismo aconsejan siempre dudar, fue la primera vez, decimos, que una voz se levantó, voz diabólica que era, para anunciar que este Jesús de Nazaret era hijo de Dios, lo que él mismo hasta entonces desconocía, pues durante la conversación que sostuvo con Dios en el desierto, no se había abordado la cuestión de la paternidad. Te necesitaré más tarde, fue todo lo que le dijo el Señor, y ni siquiera era posible buscarle el parecido, teniendo en cuenta que el padre se había mostrado ante él con figura de nube y de columna de humo. El poseso se revolcaba a sus pies, la voz dentro de él había pronunciado lo impronunciado hasta ahora y se calló, en ese instante, Jesús, como quien acabara de reconocerse en otro, se sintió también él como el poseído, poseído por unos poderes que lo llevarían no sabíA adónde o a qué, pero, sin duda, al fin de todo, a la tumba y a las tumbas. Le preguntó al espíritu, Cómo te llamas, y el espíritu respondió, Legión, porque somos muchos. Dijo Jesús, imperiosamente, Sal de este hombre, espíritu inmundo.

Apenas lo hubo dicho, se irguió el coro de voces diabólicas, unas finas y agudas, otras gruesas y roncas, unas suaves como de mujer, otras que parecían sierra serrando piedra, una en tono de sarcasmo provocador, otras con humildades falsas de mendigo, unas soberbias, otras quejumbrosas, unas como de niño que está aprendiendo a hablar, otras que eran sólo un grito de fantasma y gemido de dolor, pero todas suplicaban a Jesús que los dejase quedarse allí, que este sitio ya lo conocían, que bastará con que les diera orden y saldrían del cuerpo del hombre, pero que, por favor, no los expulsase del país. Preguntó Jesús, Y para dónde queréis ir. Ahora bien, próxima al monte, pastaba una piara enorme, y los espíritus impuros le pidieron a Jesús, Mándanos entrar en los puercos y entraremos en ellos. Jesús lo pensó y le pareció que era una buena solución, considerando que aquellos animales debían ser hacienda de gentiles, dado que la carne de cerdo es impura para los judíos. La idea de que comiendo sus cerdos, podrían los gentiles ingerir también a los demonios que encerraban y quedar posesos, no se le ocurrió a Jesús, como tampoco se le ocurrió lo que después desgraciadamente aconteció, pero la verdad es que ni un hijo de Dios, con poco hábito aún de tan alto parentesco, podría prever, como en un lance de ajedrez, todas las consecuencias de una simple jugada, de una simple decisión. Los espíritus impuros, excitadísimos, esperaban la respuesta de Jesús, hacían apuestas, y cuando llegó la decisión, Sí, podéis pasar a los puercos, dieron al unísono un grito descarado de alegría y, violentamente, entraron en los animales. Sea por lo inesperado del choque, sea porque los puercos no estaban habituados a andar con demonios dentro, el resultado fue que enloquecieron todos de repente y se lanzaron por un precipicio, los dos mil que eran, yendo a caer al mar, donde murieron ahogados todos.

Es indescriptible la rabia de los dueños de los inocentes animales, que un momento antes estaban bien tranquilos, hozando en las tierras blandas, si las encontraban, en busca de raíces y gusanos, rapando la hierba escasa y dura de las superficies resecas, y ahora, vistos desde arriba, los cerdos daban pena, unos ya sin vida flotando, otros, casi desfallecidos, haciendo un esfuerzo titánico por mantenerse con las orejas fuera del agua, pues sabido es que los puercos no pueden cerrar los conductos auditivos y por allí les entraba el agua caudalosamente y, en un decir amén, quedaron inundados por dentro. Los porquerizos, furiosos, tiraban desde lejos piedras a Jesús y a quien estaba con él, ya venían corriendo con el propósito, justísimo, de exigir responsabilidades al causante del perjuicio, un tanto por cabeza, multiplicado por dos mil, las cuentas son fáciles de hacer. Pero no de pagar.

Los pescadores no son gente de posibles, viven de espinas, y Jesús ni pescador era, aun así quiso el nazareno esperar a los reclamantes, explicarles que lo peor de todo en el mundo es el diablo, que al lado de él, dos mil puercos nada son y nada valen, y que todos estamos condenados a sufrir pérdidas en la vida, materiales y de las otras, Tened paciencia, hermanos, diría Jesús, cuando llegaran a un tiro de piedra. Pero Juan y Tiago no se mostraron de acuerdo en quedarse allí, a la espera del encuentro que, por la muestra, no iba a ser pacífico, de nada iba a servir la buena educación y las buenísimas intenciones de un lado contra la brutalidad y la razón del otro. Jesús no quería, pero tuvo que rendirse a argumentos que iban ganando poder persuasivo a medida que las piedras caían más cerca.

Bajaron corriendo la ladera hacia el mar, en un salto estaban en la barca y, a fuerza de remos, en poco tiempo se hallaron a salvo, los del otro lado no parecían gente dada a la pesca, pues si barcos tenían no estaban a la vista. Se perdieron unos puercos, se salvó un alma, el beneficio es de Dios, dijo Tiago. Jesús lo miró como si estuviera pensando en otra cosa, una cosa que los dos hermanos, mirándolo, querían conocer y de la que estaban ansiosos de hablar, la insólita revelación, hecha por los demonios, de que Jesús era hijo de Dios, pero Jesús volvió los ojos a la orilla de donde habían huido, veía el mar, los puercos flotando y balanceándose en las olas, dos mil animales sin culpa, y una inquietud iba germinando en él, buscaba por dónde salir y de pronto, Los demonios, dónde están los demonios, gritó, y después soltó una carcajada hacia el cielo, Escúchame, Señor, o tú elegiste mal al hijo que dijeron que soy y que tiene que cumplir tus designios, o entre tus mil poderes falta el de una inteligencia capaz de vencer al diablo, qué quieres decir, preguntó Juan, aterrado por el atrevimiento de la interpelación, Quiero decir que los demonios que moraban en el poseso están ahora libres, porque los demonios no mueren, amigos míos, ni siquiera Dios los puede matar, lo que he hecho es tanto como cortar el mar con una espada.