Del otro lado bajaba hasta la orilla mucha gente, algunos se tiraban al agua para recuperar los cerdos que flotaban más cerca, otros saltaban a las barcas y salían de caza.

Aquella noche, en casa de Simón y Andrés, que estaba al lado de la sinagoga, se reunieron cinco amigos en secreto para debatir la tremendísima cuestión de que Jesús sea, según revelación de los demonios, hijo de Dios.

Después de aquel caso más que extraño, llegaron los de la aventura al acuerdo de dejar para la noche la inevitable conversación, pero ahora había llegado el momento de hablar claro. Jesús empezó diciendo, No se puede dar crédito a lo que dice el padre de la mentira, se refería, claro está, al Diablo. Dijo Andrés, La verdad y la mentira pasan por la misma boca y no dejan rastro, el Diablo no es menos Diablo por decir alguna verdad de vez en cuando. Dijo Simón, que no eras un hombre como nosotros, ya lo sabíamos, véase el pescado que no pescaríamos sin ti, la tempestad que estaba a punto de acabar con nosotros, el agua que convertiste en vino, la adúltera a la que salvaste de la lapidación, ahora los demonios expulsados de un poseso. Dijo Jesús, No he sido yo el único en hacer salir demonios de la gente, tienes razón, dijo Tiago, pero has sido el primero ante quienes ellos se humillaron llamándote hijo del Dios Altísimo, Me sirvió de mucho la humillación, a fin de cuentas el humillado fui yo, Lo importante no es eso, yo estaba allí y lo oí, intervino Juan, Por qué no nos dijiste que eres hijo de Dios, No sé si soy hijo de Dios, Cómo es posible que lo sepa el Diablo y no lo sepas tú, Buena pregunta es esa, pero la respuesta sólo ellos podrán dártela, Ellos, quiénes, Dios, de quien el Diablo dice que soy hijo, el Diablo, que sólo de Dios podría haberlo sabido.

Se hizo un silencio, como si todos los reunidos quisieran dar tiempo a que los personajes invocados se pronunciasen y, al fin, Simón lanzó la pregunta decisiva, Qué hay entre tú y Dios. Jesús suspiró, Esa es la pregunta que estaba esperando que me hicierais desde que llegué aquí, Nunca imaginaríamos que un hijo de Dios hubiera querido acerse pescador, Ya os he dicho que no sé si soy hijo de Dios, Quién eres tú, Jesús se cubrió la cara con las manos, buscaba en los recuerdos de lo que había sido un cabo por donde empezar la confesión que le pedían, de pronto vio su vida como si perteneciese a otro, ahí está, si los diablos dijeron la verdad, entonces todo lo que le sucedió antes tiene un sentido diferente al que parecía, y algunos de esos sucesos sólo a la luz de la revelación pueden entenderse ahora. Jesús apartó las manos de la cara, miró a sus amigos uno a uno, con expresión de súplica, como si reconociese que la confianza que les pedía era superior a la que un hombre puede otorgar a otro hombre, y tras un largo silencio, dijo, Yo vi a Dios.

Ninguno de ellos dijo una palabra, se limitaban a esperar. {él prosiguió, con los ojos bajos, Lo encontré en el desierto y él me anunció que cuando llegue la hora me dará gloria y poder a cambio de mi vida, pero no dijo que yo fuese hijo suyo. Otro silencio. Y cómo se mostró Dios a tus ojos, preguntó Tiago, Como una nube, como una columna de humo, No de fuego, No, no de fuego, de humo, Y no te dijo nada más, Que volvería cuando llegase el momento, El momento de qué, No sé, tal vez de venir a buscar mi vida, Y esa gloria, y ese poder, cuándo te los dará, No lo sé.

Nuevo silencio, en la casa donde estaban el calor era sofocante, pero todos temblaban. Luego Simón preguntó pausadamente, Serás tú el Mesías, a quien deberemos llamar hijo de Dios, porque vendrás a rescatar al pueblo de Dios de la servidumbre en que se encuentra, Yo, el Mesías, No sería mayor motivo de asombro que ser hijo directo de Dios, sonrió Andrés nervioso. Dijo Tiago, Mesías o hijo de Dios, lo que yo no entiendo es cómo lo sabe el Diablo, si el Señor no te lo ha dicho ni a ti.

Dijo Juan pensativo, Qué cosas que no sabemos habrá entre el Diablo y Dios. Se miraron temerosos, porque tenían miedo de saberlo, y Simón preguntó a Jesús, Qué vas a hacer, y Jesús respondió, Lo único que puedo, esperar la hora.

La hora ya estaba muy cerca, pero Jesús, antes de que ella llegase, tuvo ocasión, dos veces, de manifestar sus poderes milagrosos, aunque sobre la segunda sería preferible dejar caer un velo de silencio, porque se trató de un equívoco suyo, del que resultó la muerte de una higuera que tan inocente era de cualquier mal como los puercos que los demonios precipitaron al mar. Sin embargo, el primero de estos dos actos bien merecería ser llevado a conocimiento de los sacerdotes de Jerusalén para quedar después grabado con letras de oro en el frontón del Templo, pues nunca antes se había visto una cosa así, ni volvió a verse más, hasta los días de hoy. Discrepan los historiadores sobre los motivos que habrían llevado a tanta y tan diversas gentes a reunirse en aquel lugar, sobre cuya localización, dígase de paso y a propósito, también abundan las dudas, habiendo quien afirma, esto en cuanto a los motivos, que se trataba simplemente de una romería tradicional cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, otros que no señor, que lo que pasó es que había corrido la voz, que luego resultó infundada, de la llegada de un plenipotenciario de Roma para anunciar una bajada de impuestos, y otros, sin proponer ninguna hipótesis o solución para el problema, protestan que sólo los ingenuos pueden creer en disminuciones de cargas fiscales y revisiones de la masa tributaria favorables al contribuyente y que, en cuanto al supuesto origen desconocido de la romería, siempre algún indicio de causa prima se podría descubrir si los que gustan de encontrarlo todo hecho se dieran el trabajo de investigar el imaginario colectivo. Lo cierto y sabido es que había allí entre cuatro mil y cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños, y que toda esta gente, en un momento dado, se encontró sin nada que comer. Cómo es posible que un pueblo tan precavido, tan acostumbrado a viajar y a proveerse de un fardel hasta cuando se trata sólo de ir a la vuelta de la esquina, se encuentre de pronto desprovisto de un mendrugo y de una pizca de condumio, eso es algo que nadie consigue explicarse ni lo intenta.

Pero los hechos son los hechos, y los hechos nos dicen que se encontraban allí entre doce y quince mil personas, si esta vez no nos olvidamos de las mujeres y de los chiquillos, con el estómago vacío desde hace no se sabe cuántas horas, teniendo, tarde o más pronto, que volver a casa, con peligro de quedarse en el camino muertos de inanición o entregados a la caridad y fortuna de quien pasara. Los niños, que en estos casos son siempre los primeros en dar la señal, reclamaban ya, impacientes, lloriqueando, Madre, tengo hambre, y la situación amenazaba con volverse incontrolable, como entonces se decía. Jesús estaba en medio de la multitud con María de Magdala, y estaban también sus amigos, Simón, Andrés, Tiago y Juan que, desde el episodio de los cerdos y lo que luego se supo, andaban casi siempre con él, pero, a diferencia de la otra gente, se habían provisto de unos peces y varios panes. Se hallaban, por así decir, servidos. Ahora, ponerse a comer delante de toda aquella gente, aparte de ser prueba de un feo egoísmo, no estaba exento de algunos riesgos, una vez que de la necesidad a la ley apenas media un brevísimo paso, y la más expedita justicia, lo sabemos desde Caín, es la que hacemos con nuestras propias manos. Jesús ni de lejos imaginaba que pudiera servirle a tanta gente en un tal aprieto, pero Tiago y Juan, con la seguridad que caracteriza a los testigos presenciales, se le acercaron diciéndole, Si fuiste capaz de hacer salir del cuerpo de un hombre los demonios que lo mataban, también debes ser capaz de que entre en el cuerpo de toda esta gente la comida que necesita para vivir, Y cómo voy a hacerlo, si aquí no tenemos más alimento que este poco que trajimos, Eres el hijo de Dios y puedes hacerlo. Jesús miró a María de Magdala, que le dijo, Has llegado a un punto del que no puedes volverte atrás, y la expresión de su cara era de pena, no supo Jesús si de pena por él o por aquella gente hambrienta. Entonces, tomando los seis panes que habían traído, partió cada uno de ellos en dos mitades y se los dio a los que le acompañaban, luego hizo lo mismo con los seis pescados, quedándose, también él, con un pan y un pescado. Después dijo, Venid conmigo, y haced lo que yo haga. Sabemos lo que hizo, pero nunca sabremos cómo pudo hacerlo. Iba de persona en persona, partiendo y dando pan y pescado, pero cada una recibía, en cada pedazo, un pan y un pescado enteros. Del mismo modo procedían María de Magdala y los otros cuatro, y por donde ellos pasaban era como un benévolo viento que fuese soplando sobre el sembrado, levantando una a una las espigas caídas, con un gran rumor de hojas que eran, aquí, las bocas que masticaban y agradecían, Es el Mesías, decían algunos, Es un mago, decían otros, pero a ninguno de los congregados se le pasó por la cabeza preguntar, Eres el hijo de Dios. Y Jesús les decía a todos, quien tenga oídos que oiga, si no dividís, no multiplicaréis.