María de Nazaret y el hijo no se hablaron más. Mediada la tarde, sin despedirse de la familia, Jesús se fue con María de Magdala por el camino de Tiberíades. Escondidos de su vista, José y Lidia lo siguieron hasta la salida de la aldea y allí se quedaron mirándolo hasta que desapareció en una curva del camino.

Comenzó entonces el tiempo de la gran espera. Las señales con las que hasta ahora el Señor se había manifestado en la persona de Jesús no pasaban de meros prodigios caseros, hábiles prestidigitaaciones, pases del tipo más-rápido-quela-mirada, en el fondo muy poco diferentes a los trucos que ciertos magos de oriente manejaban con arte mucho menos rústica, como tirar una cuerda al aire y subir por ella, sin que se viera que la punta, allá arriba, estaba sujeta a un sólido gancho o que la sujetaba la invisible mano de un genio auxiliar. Para hacer aquellas cosas, a Jesús le bastaba quererlo, pero si alguien le preguntara por qué las hacía, no sabría darle respuesta, o sólo que así fue necesario, unos pescadores sin peces, una tempestad sin recurso, una boda sin vino, realmente, aún no había llegado la hora de que el Señor empezara a hablar por su boca. Lo que se decía en las poblaciones de este lado de Galilea era que un hombre de Nazaret andaba por allí usando poderes que sólo de Dios le podrían venir, y no lo negaba, pero, presentándose él en absoluto omiso de causas, razones y contrapartidas, lo que tenían que hacer era aprovecharse y no hacer preguntas. Claro que Simón y Andrés no pensaban así, ni los hijos de Zebedeo, pero esos eran sus amigos y temían por él. Todas las mañanas, al despertarse, Jesús se preguntaba en silencio, Será hoy, en voz alta lo hacía también algunas veces, para que María de Magdala oyese, y ella se quedaba callada, suspirando, luego lo rodeaba con los brazos, lo besaba en la frente y sobre los ojos, mientras él respiraba el olor dulce y tibio que le subía por los senos, días hubo en los que volvieron a quedarse dormidos, otros en los que él olvidaba la pregunta y la ansiedad y se refugiaba en el cuerpo de María de Magdala como si entrara en un capullo del que sólo podría renacer transformado. Después iba al mar, donde lo esperaban los pescadores, muchos de ellos nunca comprenderían, y así lo dijeron, por qué no se compraba él una barca, a cuenta de ganancias futuras, y empezaba a trabajar por cuenta propia. En ciertas ocasiones, cuando en medio del mar se prolongaban los intervalos entre las maniobras de pesca, siempre necesarias aunque ahora la pesca fuera fácil y relajada como un bostezo, Jesús tenía un súbito presentimiento y su corazón se estremecía, pero sus ojos no miraban al cielo, donde es sabido que Dios habita, lo que él contemplaba con obsesiva avidez era la superficie tranquila del lago, las aguas lisas que brillaban como una piel pulida, lo que él esperaba, con deseo y temor, parecía que tendría que aparecer de las profundidades, nuestros peces, dirían los pescadores, la voz que tarda, pensaba quizá Jesús. La pesca llegaba a su fin, la barca volvía cargada y Jesús, cabizbajo, seguía otra vez a lo largo de la orilla, con María de Magdala atrás, a la búsqueda de quien precisara de sus servicios gratuitos de ojeador. Así pasaron las semanas y los meses, pasaron los años también, mudanzas que a la vista se percibieran sólo las de Tiberíades, donde crecían los edificios y los triunfos, lo demás eran las consabidas repeticiones de una tierra que en los inviernos parece morir en nuestros brazos y en las primaveras resucitar, observación falsa, engaño grosero de los sentidos, que la fuerza de la primavera sería nada si el invierno no hubiera dormido.

Y he aquí que, cuando iba Jesús por sus veinticinco años, pareció que el universo todo empezase de súbito a moverse, nuevas señales se sucedieron, unas tras otras, como si alguien, con repentina prisa, pretendiera recuperar un tiempo malgastado. A buen decir, la primera de esas señales no fue, propiamente hablando, un milagro milagro, pues no es cosa del otro mundo el que esté la suegra de Simón presa de una fiebre indefinible y que llegue Jesús a la cabecera de la cama, le ponga la mano en la frente, cualquiera de nosotros hace este gesto por impulso del corazón, sin esperanza de ver curados de ese modo rudimentario y un tanto mágico los males del enfermo, pero lo que nunca nos ha ocurrido es que sintamos la fiebre desaparecer bajo los dedos de Jesús como un agua maligna que la tierra absorbiese y redujera, y a continuación que la mujer se levante y diga, ciertamente fuera de toda lógica, Quien es amigo de mi yerno, es mi amigo, y regresó a las labores de la casa como si nada. {ésta fue la primera señal, doméstica, de interior, pero la segunda fue más reveladora, porque supuso un desafío frontal de Jesús a la ley escrita y observada, acaso justificable, teniendo en cuenta los comportamientos humanos normales, pues Jesús vive con María de Magdala sin estar casado con ella, prostituta que había sido, para colmo, por eso no debe extrañarnos que viendo cómo una mujer adúltera es apedreada, conforme a la ley de Moisés, y de eso debiendo morir, apareciera Jesús interponiéndose y preguntando, Alto ahí, quien de vosotros esté sin pecado, tire la primera piedra, como si dijera, Hasta yo, si no viviese como vivo, en concubinato, si estuviese limpio de la lacra de los actos y pensamientos sucios, estaría con vosotros en la ejecución de esa justicia.

Arriesgó mucho nuestro Jesús porque podía haber ocurrido que uno o más de los apedreadores, por tener el corazón endurecido y estar empedernidos en las prácticas del pecado en general, dieran oídos de mercader a la amonestación y prosiguieran el apedreamiento, sin miedo, ellos, a la ley que estaban aplicando, destinada sólo a mujeres. Lo que Jesús no parece haber pensado, quizá por falta de experiencia, es que si nosotros nos quedamos esperando que aparezcan en el mundo esos juzgadores sin pecado, únicos, en su opinión, que tendrán derecho moral a condenar y punir, mucho me temo que crezca desmesuradamente el crimen en ese ínterin y prospere el pecado, yendo por ahí sueltas las adúlteras, ahora con éste, luego con aquél, y quien dice adúlteras, dirá el resto, incluyendo los mil nefandos vicios que determinaron que el Señor enviase una lluvia de fuego y azufre sobre las ciudades de Sodoma y Gomorra, dejándolas reducidas a cenizas. Pero el mal, que nació con el mundo, y de él aprendió cuanto sabe, hermanos muy amados, el mal es como la famosa y nunca vista ave fénix, que, aunque parezca que muere en la hoguera, de un huevo que sus propias cenizas criaron vuelve a renacer. El bien es frágil, delicado, basta que el mal le lance al rostro el vaho cálido de un simple pecado para que se enturbie para siempre su pureza, para que se rompa el tallo del lirio y se marchite la flor del naranjo. Jesús le dijo a la adúltera, Márchate y no vuelvas a pecar en adelante, pero en lo íntimo iba lleno de dudas.

Otro caso notable ocurrió al lado del mar, adonde Jesús creyó oportuno ir alguna vez que otra, para que no anduvieran diciendo que sus cariños y atenciones eran todos para los de la margen occidental. Llamó pues a Tiago y a Juan y les dijo, Vamos a la Otra Banda, donde viven los gandarenos, a ver si se nos presenta alguna aventura, a la vuelta arreglaremos lo de la pesca y nunca será viaje perdido. Convinieron los hijos de Zebedeo en la oportunidad de la idea y, apuntando el rumbo de la barca, empezaron a remar, esperando que un poco más allá una brisa los llevase a su destino con menor esfuerzo. Así ocurrió, pero empezaron con un susto porque de un momento a otro pareció que se les iba a armar una tempestad capaz de compararse con la de unos años antes, pero Jesús les dijo a las aguas y a los aires, Bueno, bueno, como si hablase con un niño travieso, y el mar se calmó y el viento volvió a soplar en la cuenta justa y en la dirección deseable.