Cuando desembarcó, más que abrazarla se abrazó a ella, escuchó, sin sorpresa, lo que María de Magdala le dijo con un murmullo junto a la oreja, su rostro contra la barba mojada, Perderás la guerra, no tienes otro remedio, pero ganarás todas las batallas, y luego, juntos, saludando él a un lado y a otro a los circunstantes que lo aclamaban como a un general que regresa vencedor de su primer combate, subieron, acompañados de los amigos, el empinado camino que conducía a Cafarnaún, la aldea donde vivían Simón y Andrés, en cuya casa, de momento, habitaban.

Acertó Tiago al decir que no creía que el conocimiento público del milagro de la tempestad calmada pudiera quedar limitado a los que fueron testigos de él. En pocos días no se hablaba de otra cosa en aquellos andurriales, aunque, caso extraño, no siendo este mar, como ya se ha dicho, una inmensidad, y pudiendo, desde un punto alto y con el aire limpio, verse por entero de margen a margen y de extremo a extremo, ocurrió que en Tiberíades, por ejemplo, nadie se enteró de que hubiera temporal, y cuando alguien llegó con la nueva de que uno que estaba con los pescadores de Cafarnaún hizo cesar, con su voz, una tempestad, la respuesta fue, Qué tempestad, lo que dejó sin habla al informador. Que hubo realmente tempestad no se podía dudar, ahí estaba para afirmarlo y jurarlo el miedo que pasaron los protagonistas del episodio, directos e indirectos, incluyéndose unos arrieros de Safed y Caná, que andaban por allí tratando de sus negocios. Fueron ellos quienes llevaron la noticia al interior, matizada según los arrebatos de la imaginación de cada uno, pero no pudieron alcanzar todo el territorio, y esto de las noticias ya sabemos cómo es, van perdiendo convicción con el tiempo y la distancia, y cuando la nueva, que ya lo era tan poco, llegó a Nazaret, no se sabía si hubo milagro realmente, o si fue apenas una feliz coincidencia entre una palabra lanzada al viento y un viento que se cansó de soplar. Corazón de madre, sin embargo, no se equivoca, y a María le bastaron los casi extintos ecos de un prodigio del que ya se empezaba a dudar, para, en su corazón, tener la seguridad de que lo obró el hijo ausente. Lloró por los rincones el orgullo de su ínfima autoridad materna, que le hizo ocultar a Jesús la aparición del ángel y las revelaciones de que portaba, creyendo que un simple recado de media docena de palabras reticentes haría regresar a casa a quien de ella salió con su propio corazón sangrando.

No tenía María junto a ella, para desahogarse de tristezas tan amargas y dolorosas, a su hija Lisia, que entre tanto se había casado y vivía en la aldea de Caná. A Tiago no se atrevería a hablarle, que ese volvió furioso tras el encuentro con el hermano, sin callar lo de la mujer con quien Jesús estaba, Podría ser su madre, y la pinta que tenía, de mujer con mucha experiencia de la vida y de otras cosas que no menciono, aunque, la verdad sea dicha, la propia experiencia de Tiago era escasísima en términos de comparación, en este agujero del mundo que es su aldea. Así que María se desahogó con José, ese hijo que, por el nombre y las maneras, más le recordaba al marido, pero José no pudo consolarla, Madre, estamos pagando lo que hicimos, y mi temor, yo que vi a Jesús y le oí, es que sea para siempre, que desde donde está no vuelva nunca, Sabes lo que de él se dice, que habló con una tempestad y que ella se calmó al oírlo, También sabíamos que con su poder llenaba de pescado las barcas de los pescadores, nos lo dijeron ellos mismos, Tenía razón el ángel, Qué ángel, preguntó José, y María le contó todo cuanto con ellos había acontecido, desde la aparición del mendigo que echó en la escudilla la tierra luminosa hasta lo del ángel de su sueño. Esta conversación no la tuvieron en casa, que allí no era posible, siendo aún la familia tan numerosa, esta gente, siempre que quiere hablar de asuntos sigilosos, va al desierto, donde, si cuadra, puede incluso encontrar a Dios. Estaban así charlando cuando vio José pasar a lo lejos, en las colinas a las que la madre daba la espalda, un rebaño de ovejas y cabras con su pastor.

Le pareció que el rebaño no era grande, ni alto el pastor, por eso vio y calló. Y cuando la madre dijo, Nunca más veré a Jesús, respondió, pensativo, Quién sabe.

Tenía razón José. Pasado un tiempo, cosa de un año, llegó un recado de Lisia para su madre, invitándola, en nombre de los suegros, a ir a Caná, a la boda de una cuñada suya, hermana del marido, y que llevara con ella a quien quisiera, que todos serían bienvenidos. Siendo ella la invitada, tenía derecho a elegir la compañía, pero como, por respeto, no quería abusar, puesto que hay pocas cosas tan deprimentes como una viuda con muchos hijos, decidió llevar con ella sólo a dos, a su preferido de ahora, José, y a Lidia, que por ser niña, nunca le estaban de más fiestas y distracciones. Caná no está lejos de Nazaret, poco más de una hora de camino de las nuestras, y con este tiempo de suave otoño, habría sido un paseo de los más apacibles aunque no fuese una boda el motivo del viaje. Salieron de casa apenas nació el sol, para poder llegar a Caná con tiempo de que María ayude a las últimas tareas de un acto ceremonial y festivo en el que el trabajo está en proporción directa de la gente que se alegra y divierte. Vino Lisia al encuentro de la madre y de los dos hermanos con afectuosas demostraciones, se informaron unos del bienestar y salud y otros de la salud y el bienestar, y como el trabajo urgía, María y ella se acercaron a la casa del novio, donde, según costumbre, se celebraría la fiesta, iban a cuidar de los calderos, con las demás mujeres de la familia. José y Lidia se quedaron en el patio, jugando con los de su edad, los chicos jugando con los chicos, las chicas bailando con las chicas, hasta el momento en que advirtieron que empezaba la ceremonia. Corrieron todos, ahora sin mayor discriminación de sexos, tras los hombres que acompañaban al novio, sus amigos, que llevaban las antorchas tradicionales, y esto en una mañana así, de luz tan resplandeciente, lo que, por lo menos, deberá servir para demostrar que una lucecilla más, aunque sea de un hachón, nunca es de despreciar por mucho que el sol brille. Los vecinos, con alegre semblante, aparecían saludando en las puertas, guardando las bendiciones para un rato después, cuando el cortejo regresara trayendo a la novia. No llegaron José y Lidia a ver el resto, que tampoco iba a ser gran novedad para ellos, pues ya habían tenido en su tiempo una boda en la familia, el novio llamando a la puerta y pidiendo ver a la novia, ella apareciendo, rodeada de sus amigas, también éstas con luces, aunque modestas, simples lamparillas como a mujeres conviene, que un hachón es cosa de hombre por el fuego y por las dimensiones, y después el novio levantando el velo de la novia y dando un grito de júbilo ante el tesoro que había encontrado, como si en estos últimos doce meses, que tantos eran los que el noviazgo duraba, no la hubiera visto mil veces, y con ella ido a la cama cuando le apeteció. No vieron estos números José y Lidia porque, de pronto, mirando él por casualidad hacia una calle larga, vio aparecer al fondo dos hombres y una mujer y, con la sensación de estar viviéndolo por segunda vez, reconoció a su hermano y a la mujer que con él andaba. Gritó a la hermana, Mira, es Jesús, y corrieron ambos en aquella dirección, pero de repente se detuvo José, recordando a su madre y recordando la dureza con que el hermano lo recibió en el mar, no a él, claro está, sino al recado de que con Tiago era portador, y pensando que luego tendría que explicarle a Jesús por qué procedía así, dio la vuelta.

Al doblar la esquina de la calle, se volvió a mirar y, mordido por los celos, vio al hermano levantando en los brazos a Lidia como si fuera una pluma y a ella cubriéndole la cara de besos, mientras la mujer y el otro hombre sonreían. Con los ojos nublados por lágrimas de frustración, José corrió, corrió, entró en la casa, atravesó el patio a saltos para evitar los manteles y las vituallas dispuestas en el suelo y en mesitas bajas, llamó, Madre, madre, lo que nos salva es que cada uno tenga su propia voz, pues no faltarían madres que se volvieran para ver a un hijo que no era suyo, sólo miró María, miró y comprendió cuando José le dijo, Ahí viene Jesús, ella lo sabía ya.