Ahí está el Templo. Visto así, de cerca, desde el plano inferior en que estamos, es una construcción que da vértigo, una montaña de piedras sobre piedras, algunas que ningún poder del mundo parecería capaz de aparejar, levantar, asentar y ajustar, y con todo están allí, unidas por su propio peso, sin argamasa, tan simplemente como si el mundo fuese, todo él, una construcción de armar, hasta los altísimos cimacios que, vistos desde abajo, parecen rozar el cielo, como otra diferente torre de Babel que la protección de Dios, pese atodo, no logrará salvar, pues un igual destino la espera, ruina, confusión, sangre derramada, voces que mil veces preguntarán, Por qué, imaginando que hay una respuesta, y que más tarde o más temprano acaban callándose, porque sólo el silencio es cierto. José dejó el asno en un caravasar donde las bestias en tiempo de Pascua y otras fiestas no tendrían ni espacio para que un camello se sacudiera las moscas con el rabo, pero que en estos días, pasado el plazo del censo y regresados los viajeros a sus tierras, no tenía más que su ocupación normal, en este momento bastante disminuida en virtud de la hora matutina. Sin embargo, en el Atrio de los Gentiles, que rodeaba, entre el gran cuadrilátero de las arcadas, el recinto del Templo propiamente dicho, había ya una multitud de gente, cambistas, pajareros, tratantes que vendían borregos y cabritos, peregrinos que siempre venían por un motivo u otro y también muchos extranjeros atraídos por la curiosidad de conocer el templo que mandó construir Herodes y del que en todo el mundo se hablaba. Verdad es que siendo el patio lo que era, aquella inmensidad, alguien que se encontrase en el lado opuesto parecería un minúsculo insecto, como si los arquitectos de Herodes, tomando para sí la mirada de Dios, hubieran querido subrayar la insignificancia del hombre ante el Todopoderoso, mayormente tratándose de gentiles. Porque los judíos, si no vienen sólo a pasear como ociosos, tienen en el centro del atrio su objetivo, el centro del mundo, el ombligo de los ombligos, el santo de los santos. Hacia allí van caminando el carpintero y su mujer, hacia allí llevan a Jesús, después de haber comprado el padre dos tórtolas a un comisario del templo, si la designación es apropiada para quien sirve al monopolio de este religioso negocio. Las pobres tortolillas no saben a qué van, aunque el olor de carne y de plumas quemadas que planea por el patio no debería engañar a nadie, sin hablar de olores mucho más fuertes, como el de la sangre, o el de la bosta de los bueyes arrastrados al sacrificio y que de premonitorio miedo se ensucian lastimosamente. José es el que lleva las tórtolas, apretadas en el cuenco de sus gruesas manos de obrero, y ellas, ilusas, le dan, de pura satisfacción, unos picotazos suaves en los dedos, curvados en forma de jaula, como si quisieran decirle al nuevo dueño, Menos mal que nos has comprado, contigo nos queremos quedar. María no repara en nada, ahora sólo tiene ojos para el hijo y la piel de José es demasiado dura para sentir y descifrar el morse amoroso de la pareja de tortolillas.

Van a entrar por la Puerta de la Leña, una de las trece por donde se llega al Templo y que, como todas las otras, tiene en proclama una lápida esculpida en griego y en latín, que así reza, A ningún gentil le está permitido cruzar este umbral y la barrera que rodea el Templo, aquel que se atreva a hacerlo lo pagará con su vida. José y María entran, entra Jesús llevado por ellos y a su tiempo saldrán a salvo, pero las tórtolas, ya lo sabíamos, van a morir, es lo que quiere la ley para reconocer y confirmar la purificación de María. A un espíritu volteriano, irónico e irrespetuoso, aunque nada original, no le escaparía la ocasión de observar que, vistas las cosas, parece que es condición para el mantenimiento de la pureza en el mundo que existan en él animales inocentes, sean tórtolas o corderos. Suben José y María los catorce peldaños por los que se accede, al fin, a la plataforma sobre la que está alzado el Templo. Aquí está el Patio de las Mujeres, a la izquierda está el almacén del aceite y del vino usados en las liturgias, a la derecha la cámara de los Nazireos, que son unos sacerdotes que no pertenecen a la tribu de Levi y a quienes se les prohíbe cortarse el pelo, beber vino o acercarse a un cadáver.

Enfrente, del otro lado ladeando la puerta frontera a ésta, y también a la izquierda y a la derecha, respectivamente, la cámara donde los leprosos que se creen curados esperan a que los sacerdotes vayan a observarlos y el almacén donde se guarda la leña, todos los días inspeccionada, porque al fuego del altar no pueden llevarse maderas podres o comidas de bichos. María ya no tiene muchos más pasos que dar. Subirá todavía los quince peldaños semicirculares que llevan a la Puerta de Nicanor, también llamada Preciosa, pero se detendrá allí, porque no les es permitido a las mujeres entrar en el Patio de los Israelitas, al que da la puerta. A la entrada están los levitas a la espera de los que llegan a ofrecer sacrificios, pero en este lugar la atmósfera será cualquier cosa menos piadosa, a no ser que la piedad fuera entonces entendida de otra manera, no es sólo el olor y el humo de las grasas quemadas, de la sangre fresca, del incienso, es también el vocerío de los hombres, los gritos, los balidos, los mugidos de los animales que esperan su turno en el matadero, el último y áspero graznido de un ave que antes supo cantar. María le dice al levita que los atendió que viene para purificarse y José entrega las tórtolas.

Durante un momento, María posa las manos en las avecillas, será el único gesto, y luego el levita y el marido se alejan y desaparecen detrás de la puerta. No se moverá María de allí hasta que José regrese, sólo se aparta a un lado para no obstruir el paso y, con el hijo en brazos, espera.

Dentro, aquello es un degolladero, un macelo, una carnicería. Sobre dos grandes mesas de piedra se preparan las víctimas de mayores dimensiones, los bueyes y los terneros sobre todo, pero también carneros y ovejas, cabras y bodes. Junto a las mesas hay unos altos pilares donde cuelgan, de ganchos emplomados en la piedra, las osamentas de las reses y se ve la frenética actividad del arsenal de los mataderos, los cuchillos, los ganchos, las hachas, los serruchos, la atmósfera está cargada de humos de leña y de los cueros quemados, de vapor de sangre y de sudor, un alma cualquiera, que ni santa tendría que ser, simplemente de las vulgares, tendrá dificultades para entender que Dios se sienta feliz en esta carnicería, siendo, como dicen que es, padre común de los hombres y de las bestias. José tiene que quedarse en la parte de fuera de la balaustrada que separa el Patio de los Israelitas del Patio de los Sacerdotes, pero puede ver a gusto, desde donde está, el Gran Altar, cuatro veces más que un hombre, y, allá al fondo, el Templo, por fin hablamos del auténtico, porque esto es como esas cajas abisales que en estos tiempos ya se fabrican en China, unas dentro de otras, miramos a lo lejos y decimos, el Templo, cuando entramos en el Atrio de los Gentiles volvemos a decir, el Templo, y ahora el carpintero José, apoyado en la balaustrada, mira y dice, el Templo, y es él quien tiene razón, allí está la ancha fachada con sus cuatro columnas adosadas al muro, con sus capiteles festoneados de acanto, a la moda griega, y el altísimo vano de la puerta, aunque sin puerta material para llegar adentro, donde Dios habita, Templo de los Templos, sería preciso contrariar todas las prohibiciones, pasar al Lugar Santo, llamado Hereal, y, al fin, entrar en el Debir, que es, final y última caja, el Santo de los Santos, esa terrible cámara de piedra, vacía como el universo, sin ventanas, donde la luz del día no ha entrado nunca ni entrará, salvo cuando suene la hora de la destrucción y de la ruina y todas las piedras se parezcan unas a otras. Dios es tanto más Dios cuanto más inaccesible resulte y José no pasa de ser padre de un niño judío entre los niños judíos, que va a ver morir a dos tórtolas inocentes, el padre, no el hijo, que ese, inocente también, se quedó en el regazo de la madre, imaginando si tanto puede, que el mundo será siempre así.