Vista desde aquí, la aldea, con sus casas iguales, las azoteas rasas, recuerda el tajo del Templo, piedras dispersas a la espera de que vengan los obreros a colocarlas unas sobre otras y alzar con ellas una torre para la vigilancia, un obelisco para el triunfo, un muro para las lamentaciones. Un perro ladró lejos, otros le respondieron, pero el cálido silencio de la última hora de la tarde flota aún sobre la aldea como una bendición olvidada, casi perdida su virtud, como un lienzo de nube que se desvanece.

La parada apenas duró el tiempo de contarla. En una última carrera el carpintero llegó a la entrada de la cueva, llamó, María, estás ahí, y ella le respondió desde dentro, fue en este momento cuando José se dio cuenta de que le temblaban las piernas, por el esfuerzo hecho, sin duda, pero también, ahora, por la emoción de saber que su hijo estaba a salvo. Dentro, María cortaba unas berzas para la cena, el niño dormía en el comedero. Sin fuerzas, José se dejó caer en el suelo, pero se levantó en seguida, diciendo, Vámonos de aquí, rápido, y María lo miró sin entender, Que nos vayamos, preguntó, y él, Sí, ahora mismo, Pero tú habías dicho, Cállate y arregla las cosas, yo voy a sacar el burro, No cenamos primero, Cenaremos de camino, Va a caer la noche, nos vamos a perder, y entonces José gritó, Te he dicho que te calles y haz lo que te mando.

Se le saltaron las lágrimas a María, era la primera vez que el marido le levantaba la voz y, sin más, empezó a poner en orden y embalar los pocos haberes de la familia, Deprisa, deprisa, repetía él, mientras le ponía la albarda al burro y apretaba la cincha, luego, aturdido, fue llenando las alforjas con lo que encontraba a mano, mezclándolo todo, ante el asombro de María, que no reconocía a su marido. Estaban ya dispuestos para la marcha, sólo faltaba cubrir de tierra el fuego y salir, cuando José, haciendo una señal a la mujer para que no viniera con él, se acercó a la entrada de la cueva y miró afuera. Un crepúsculo ceniciento confundía el cielo con la tierra. Aún no se había puesto el sol, pero una niebla espesa, lo bastante alta como para no perjudicar la visión de los campos de alrededor, impedía que la luz se difundiera. José aguzó el oído, dio unos pasos y de repente se le erizaron los cabellos, alguien gritaba en la aldea, un grito agudísimo que no parecía voz humana, y luego, inmediatamente, todavía resonaban los ecos de colina en colina, un clamor de nuevos gritos y llantos llenó la atmósfera, no eran los ángeles llorando la desgracia de los hombres, eran los hombres enloqueciendo bajo un cielo vacío. Lentamente, como si temiese que lo pudieran oír, José retrocedió hacia la entrada de la cueva y tropezó con María, que aún no había acatado la orden. Toda ella temblaba, Qué gritos son esos, preguntó, pero el marido no respondió, la empujó hacia dentro y con movimientos rápidos lanzó tierra sobre la hoguera, Qué gritos eran esos, volvió a preguntar María, invisible en la oscuridad, y José respondió tras un silencio, Están matando gente.

Hizo una pausa y añadió como en secreto, Niños, por orden de Herodes. Se le quebró la voz en un sollozo seco, Por eso quise que nos fuéramos. Se oyó un rumor de paños y de paja movida, María estaba alzando al hijo del comedero y lo apretaba contra su pecho, Jesús, que te quieren matar, con la última palabra afloraron las lágrimas, Cállate, dijo José, no hagas ruido, es posible que los soldados no vengan hasta aquí, la orden es matar a los niños de Belén que tengan menos de tres años, Cómo lo has sabido, Lo oí decir en el Templo, por eso vine corriendo hasta aquí, Y ahora, qué hacemos, Estamos fuera de la aldea, no es lógico que los soldados vengan a rebuscar por estas cuevas, la orden era sólo para las casas, si nadie nos denuncia, nos salvamos. Salió otra vez a mirar, asomándose apenas, habían cesado los gritos, no se oía más que un coro lloroso que iba menguando poco a poco, la matanza de los inocentes estaba consumada. El cielo seguía cubierto, empezaba la noche y la niebla alta hizo desaparecer Belén del horizonte de los habitantes celestes. José dijo, hablando hacia dentro, No salgas, voy hasta el camino a ver si ya se han ido los soldados, Ten cuidado, dijo María, sin darse cuenta de que el marido no corría ningún peligro, la muerte era para los niños de menos de tres años, a no ser que alguien que anduviera por el camino lo denunciase diciendo, Ese es el carpintero José, padre de un niño que aún no tiene dos meses y se llama Jesús, tal vez sea él el de la profecía, que de nuestros hijos nunca leímos ni oímos que estuvieran destinados a realezas y ahora todavía menos, que están muertos.

Dentro de la cueva, el negror podía palparse. María tenía miedo a la oscuridad, se había acostumbrado desde niña a la presencia continua de una luz en la casa, de la hoguera o del candil, o de ambas, y la sensación, ahora más amenazadora, por encontrarse en el interior de la tierra, de que unos dedos de tiniebla venían a cubrirle la boca la aterrorizaba. No quería desobedecer al marido ni exponer al hijo a una muerte posible saliendo de la caverna pero, segundo a segundo, el miedo iba creciendo en su interior y no tardaría en romper las precarias defensas del buen sentido, de nada valía pensar, Si no había cosas en el aire antes de apagar la hoguera, ahora tampoco las hay, en fin, de algo sirvió haberlo pensado, a tientas metió al niño en el comedero y luego, rastreando con mil cuidados, buscó el sitio de la hoguera, con una tea apartó la tierra que la cubría, hasta hacer aparecer algunas brasas que no se apagaron del todo, y en ese momento el miedo despareció de su espíritu, le vino a la memoria la tierra luminosa, la misma luz trémula y palpitante recorrida por rápidas fulguraciones como una antorcha que corriera por la cresta de un monte. La imagen del mendigo surgió y desapareció inmediatamente, alejada por la urgencia mayor de hacer luz suficiente en la cueva aterradora. María, tanteando, fue al comedero a buscar un puñado de paja, volvió guiada por el pálido lucero del suelo, y al cabo de un momento, resguardado en un rincón que lo ocultaba a quien de fuera mirase, el candil iluminaba las paredes próximas de la caverna con un aura desmayada, evanescente, pero tranquilizadora. María se acercó al hijo que seguía durmiendo, indiferente a miedos, agitaciones y muertes violentas y, con él en brazos, se sentó junto al candil, a la espera. Pasó algún tiempo, el hijo despertó, aunque sin abrir del todo los ojos, hizo algunos pucheros que María, madre experta ya, detuvo con el simple gesto de abrirse la túnica y ofrecer el pecho a la boca ansiosa del niño. Así estaban los dos cuando se oyeron pasos fuera. De momento, María tuvo la impresión de que su corazón se detenía, Serán los soldados, pero eran pasos de una sola persona, si fuesen soldados vendrían juntos, al menos dos, como es táctica y costumbre, y siendo en caso de busca con más razón todavía, uno cubriendo al otro para evitar sorpresas inesperadas, Es José, pensó, y temió que se enfadase con ella por haber encendido el candil. Los pasos, lentos, se aproximaron más, José entraba ya cuando de pronto un estremecimiento recorrió el cuerpo de María, estos no eran, pesados, duros, los pasos de José, quizá sea un vagabundo en busca de cobijo para una noche, antes había ocurrido dos veces y en esas ocasiones María no sintió miedo, porque no imaginaba que un hombre, por amargo e infame de corazón que fuese, pudiera atreverse a hacerle mal a una mujer con el hijo en brazos, no cayó en la cuenta María de que poco antes habían matado a los niños de Belén, algunos, quién sabe, en el mismo regazo de las madres, como en el suyo se encuentra Jesús, aún los inocentes mamaban la leche de la vida y ya el puñal hería su delicada piel y penetraba en la carne tierna, pero eran soldados esos asesinos, no unos vagabundos cualesquiera, que hay su diferencia, y no pequeña. No era José, no era soldado en busca de una acción guerrera cuya gloria no tuviera que compartir, no era un vagabundo sin cobijo ni trabajo, era, sí, de nuevo en figura de pastor, aquel que en figura de mendigo se le había aparecido una y otra vez, aquel que hablando de sí mismo dijo ser un ángel, aunque sin precisar si del cielo o del infierno. María no pensó, al principio, que pudiese ser él, ahora comprendía que no podía ser otro.