Quien quiera verlo hoy no tiene nada más que ir a la parroquia de Calcata, que está cerca de Viterbo, ciudad italiana donde relicariamente se muestra para edificación de creyentes empedernidos y disfrute de incrédulos cuiosos. Dijo José que su hijo se llamaría Jesús y así quedó censado en el catastro de Dios, después de haberlo sido ya en el de César. No se conformaba el niño con la disminución que acababa de sufrir su cuerpo, sin la contrapartida de cualquier añadido sensible del espíritu, y lloró durante todo aquel santo camino hasta la cueva donde lo esperaba su madre ansiosa, y no es de extrañar siendo el primero, Pobrecillo, pobrecillo, dijo ella, y acto continuo, abriéndose la túnica, le dio de mamar, primero del seno izquierdo, se supone que por estar más cerca del corazón. Jesús, pero él no puede saber aún que éste es su nombre, porque no pasa de ser un pequeño ser natural, como el pollito de una gallina, el cachorro de una perra, el cordero de una oveja, Jesús, decíamos, suspiró con dulce satisfacción, sintiendo en el rostro el suave peso del seno, la humedad de la piel al contacto de otra piel. La boca se le llenó del sabor dulce de la leche materna y la ofensa entre las piernas, insoportable antes, se fue haciendo más distante, disipándose en una especie de placer que nacía y no acababa de nacer, como si lo detuviera un umbral, una puerta cerrada o una prohibición. Al crecer, irá olvidando estas sensaciones primitivas, hasta el punto de no poder ni imaginar que las hubiera experimentado, así ocurre con todos nosotros, dondequiera que hayamos nacido, de mujer siempre y sea cual sea el destino que nos espera. Si nos atreviéramos a hacerle tal pregunta a José, indiscreción de la que Dios nos libre, respondería él que otras son, y más serias, las preocupaciones de un padre de familia, enfrentado, desde ahora en adelante, con el problema de alimentar dos bocas, facilidad de expresión a la que la evidencia del hijo mamando directamente de la madre no quita, pese a todo, fuerza y propiedad. pero es verdad que tiene José serias razones para preocuparse, y son ellas cómo vivirá la familia hasta que pueda regresar a Nazaret, pues María ha quedado debilitada tras el parto y no estará en condiciones de hacer el largo viaje, sin olvidar que todavía tendrá que esperar a que pase el tiempo de su impureza, treinta y tres son los días que deberá quedar en la sangre de su purificación, contados a partir de éste en el que estamos, el de la circuncisión. El dinero traído de Nazaret, que era poco, se está acabando, y a José le es imposible ejercer aquí su oficio de carpintero, pues le faltan las herramientas y no tiene liquidez para comprar maderas. La vida de los pobres ya en aquellos tiempos era difícil y Dios no podía atenderlo todo. De dentro de la cueva llegó una breve e inarticulada queja, pronto interrumpida, señal de que María había cambiado al hijo del seno izquierdo al derecho y el pequeño, frustrado por un momento, sintió reavivarse el dolor en la parte ofendida.

Poco después, hartísimo, se quedó dormido en el regazo de la madre, y no despertará cuando ella, con mil precauciones, lo entregue al regazo del comedero como a la guarda de un ama cariñosa y fiel. Sentado a la entrada de la cueva, José continúa dándole vueltas a sus pensamientos, echando cuentas, qué va a hacer con su vida, sabe ya que en Belén no tiene ninguna posibilidad, ni siquiera como asalariado, pues lo ha intentado antes, sin resultado, a no ser las palabras de siempre, Cuando necesite un ayudante, te llamo, son promesas que no llenan la barriga, aunque este pueblo esté viviendo de promesas desde que nació.

Mil veces la experiencia ha demostrado, incluso en personas no particularmente dadas a la reflexión, que la mejor manera de llegar a una buena idea es ir dejando que fluya el pensamiento al sabor de sus propios azares e inclinaciones, pero vigilándolo con una atención que conviene que parezca distraída, como si se estuviera pensando en otra cosa y de repente salta uno sobre el inadvertido hallazgo como un tigre sobre la presa.

Fue así como las falsas promesas de los maestros carpinteros de Belén condujeron a José a pensar en Dios y en sus, de él, promesas verdaderas, de ahí al templo de Jerusalén y a las obras que aún se están haciendo, en fin, blanco es, gallina lo puso, ya se sabe que donde hay obras se necesitan obreros en general, canteros y picapedreros en primer lugar, pero también carpinteros, aunque sólo sea para escuadrar barrotes y aplanar planchas, primarias operaciones que están al alcance del arte de José. El único defecto que la solución presenta, suponiendo que le den el empleo, es la distancia que hay desde aquí al lugar del trabajo, una buena hora y media de camino, o más, a buen paso, que de aquí para allá todo son subidas, sin un santo alpinista para ayudarlo, salvo si lleva el burro, pero entonces tendrá José que resolver dónde deja seguro al animal, que no por ser esta tierra entre todas la preferida del Señor, se han acabado en ella los ladrones, basta ver lo que todas las noches viene diciendo el profeta Miqueas. Cavilando estaba José sobre estas complejas cuestiones cuando María salió de la cueva, acababa de dar de mamar al hijo y de abrigarlo en el comedero, Cómo está Jesús, preguntó el padre, consciente de la expresión un tanto ridícula de una pregunta formulada así, pero incapaz de resistirse al orgullo de tener un hijo y poder darle un nombre. El niño está bien, respondió María, para quien lo menos importante del mundo era el nombre, podría incluso llamarle niño toda su vida si no estuviera segura de que, fatalmente, otros hijos nacerían, llamar niños a todos sería una confusión como la de Babel. Dejando salir las palabras como si sólo estuviese pensando en voz alta, manera de no dar demasiada confianza, José dijo, Tengo que ver cómo me las arreglo mientras estemos aquí, en Belén no hay trabajo.

María no respondió ni tenía que responder, estaba allí sólo para oír y ya era mucho favor el que el marido le hacía. Miró José al sol, calculando el tiempo de que dispondría para ir y volver, entró en la cueva a recoger el manto y la alforja y al volver anunció, Con Dios me voy y a Dios me confío para que me dé trabajo en su casa, si para tan gran merced halla merecimientos en quien en él pone toda su esperanza y es honrado artesano. Cruzó el vuelo derecho del manto sobre el hombro izquierdo, acomodó en él la alforja, y sin más palabras se lanzó al camino.

En verdad, hay horas felices. Aunque las obras del Templo iban adelantadas, aún sobraba trabajo para nuevos contratados, sobre todo si no eran exigentes a la hora de discutir la soldada. José pasó sin dificultades las pruebas de aptitud a las que le sometió un capataz de carpinteros, resultado inesperado que nos debería hacer pensar si no hemos sido algo injustos en los comentarios peyorativos que, desde el principio de este evangelio, hemos hecho acerca de la aptitud profesional del padre de Jesús. Se fue de allí el novel obrero del Templo dando múltiples gracias a Dios, algunas veces detuvo en el camino a viandantes que con él se cruzaban y les pidió que lo acompañasen en sus alabanzas al Señor y ellos, benévolos, lo satisfacían con grandes sonrisas, que en este pueblo la alegría de uno fue casi siempre la alegría de todos, hablamos, claro está, de gentes del común, como eran éstas. Cuando llegó a la altura de la tumba de Raquel, se le ocurrió a José una idea que más parece subida de las entrañas que salida del cerebro, fue que esta mujer que tanto había deseado otro hijo, acabó muriendo, permítase la expresión, a manos de él y ni tiempo tuvo de conocerlo, ni una palabra, ni una mirada, un cuerpo que se separa del otro cuerpo, tan indiferente a él como un fruto que se desprende del árbol.