Después tuvo un pensamiento aún más triste, el de que los hijos mueren siempre por culpa de los padres que los generan y de las madres que los ponen en el mundo, y entonces sintió pena de su propio hijo, condenado a muerte sin culpa.

Angustiado, confuso, postrado ante la tumba de la esposa más amada de Jacob, el carpintero José dejó caer los brazos e inclinó la cabeza, todo su cuerpo se inundaba de un frío sudor y por el camino, ahora, no pasaba nadie a quien pudiera pedir auxilio.

Comprendió que por primera vez en su vida dudaba del sentido del mundo y, como quien renuncia a una última esperanza, dijo en voz alta, Voy a morir aquí, tal vez estas palabras, en otros casos, si fuésemos capaces de pronunciarlas con toda fuerza y convicción, como se les supone a los suicidas, estas palabras, digo, podrían, sin dolor ni lágrimas, abrirnos, por sí solas, la puerta por donde se sale del mundo de los vivos, pero el común de los hombres padece de inestabilidad emocional, una alta nube lo distrae, una araña tejiendo su tela, un perro que persigue a una mariposa, una gallina que araña la tierra y cacarea llamando a sus hijos, o algo aún más simple, del propio cuerpo, como sentir un picor en la cara y rascarla y luego preguntarse, En qué estaba pensando. De este modo, de un instante a otro, la tumba de Raquel volvió a ser lo que era, una pequeña construcción encalada, sin ventanas, como un dado partido, olvidado porque no hacía falta para el juego, manchada la piedra que cierra la entrada por el sudor y por la suciedad de las manos de los peregrinos que vienen aquí desde los tiempos antiguos, rodeada de olivos que quizá eran ya viejos cuando Jacob eligió este lugar para última morada de la pobre madre, sacrificando los que fue preciso para despejar el terreno, al fin bien puede afirmarse que el destino existe, el destino de cada uno en manos de los otros está.

Luego, José se marchó, pero antes dejó una oración, la que le pareció más apropiada al caso y al lugar, dijo, Bendito seas tú, Señor, nuestro Dios y Dios de nuestros padres, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, grande, poderoso y admirable Dios, bendito seas. Cuando entró en la cueva, antes incluso de informar a su mujer de que ya tenía trabajo, José fue al comedero a ver al hijo, que dormía. Y se dijo luego, Morirá, tendrá que morir, y el corazón le dolió, pero después pensó que, según el orden natural de las cosas, tendrá que ser él quien primero muera y esa muerte suya, al retirarlo de entre los vivos, al hacer de él ausencia, dará al hijo una especie de, cómo decirlo, de eternidad limitada, valga la contradicción, la eternidad que es continua todavía durante algún tiempo más cuando los que conocemos y amamos ya no existen.

No había advertido José al capataz de su grupo de que sólo iba a permanecer allí unas semanas, sin duda no más de cinco, el tiempo de llevar el hijo al Templo, purificarse la madre y hacer el equipaje.

Se lo calló por miedo a que no lo admitieran, detalle que demuestra que no estaba el carpintero nazareno muy al día de las condiciones laborales de su país, probablemente por considerarse y realmente ser trabajador por cuenta propia y distraído, por tanto, de las realidades del mundo obrero, en aquel tiempo compuesto, casi exlusivamente, por jornaleros. Se mantenía atento a la cuenta de los días que faltaban, veinticuatro, veintitrés, veintidós y, para no equivocarse, improvisó un calendario en una de las paredes de la cueva, diecinueve, con unas rayas que iba sucesivamente cortando, dieciséis, ante el pasmo respetuoso de María, catorce, trece, que daba gracias al Señor por haberle dado, nueve, ocho, siete, seis, marido en todo tan mañoso. José le había dicho, Nos iremos inmediatamente después de la presentación en el Templo, que ya echo de menos Nazaret y los clientes que allí dejé, y ella, suavemente, para que no pareciera que lo enmendaba, Pero no podemos irnos de aquí sin darles las gracias a la dueña de la cueva y a la esclava que me atendió, que casi todos los días viene a saber cómo va el niño. José no respondió, nunca confesaría que no se le había ocurrido una cortesía tan elemental, la prueba está en que su primera intención era llevar el burro ya cargado, dejarlo en custodia mientras durase el ritual y, hala, para Nazaret, sin perder tiempo con agradecimientos y adioses.

María tenía razón, sería una grosería que se fueran de allí sin decir palabra, pero la verdad, si en todas las cosas la pobrecilla prevaleciese, lo obligaría a confesar que en materia de buena educación estaba bastante falto. Durante una hora, por culpa de su propio yerro, anduvo irritado con su mujer, sentimiento que habitualmente le servía para sofocar recriminaciones de la conciencia. Se quedarían, pues, dos o tres días más, se despedirían en buena y debida forma, con tales reverencias que no quedarán dudas ni deudas, y entonces, sí, podrían partir, dejando en los moradores de Belén el recuerdo feliz de una familia de galileos piadosos, bien educados y cumplidores del deber, excepción notable, si tenemos en cuenta la mala opinión que de las gentes de Galilea tienen en general los habitantes de Jerusalén y sus alrededores.

Llegó, por fin, el memorable día en que el niño Jesús fue llevado al Templo en brazos de su madre, cabalgando ella el paciente asno que desde el principio acompaña y ayuda a esta familia. José lleva el burro del ronzal, tiene prisa por llegar, pues no quiere perder todo un día de trabajo, pese a estar en vísperas de la partida. También por esta razón salieron de mañana, cuando la fresca madrugada está aún empujando con sus manos aurorales la última sombra de la noche. La tumba de Raquel quedó ya atrás.

Cuando ellos pasaron, la fachada tenía un color ardiente de granada, no parecía la misma pared que la noche opaca hace lívida y a la que la luna alta da una amenazadora blancura de huesos o cubre de sangre en el amanecer. Poco después, el infante Jesús despertó, pero ahora de verdad, porque antes apenas abrió los ojos cuando su madre lo enfajó para el viaje, y pidió alimento con su voz de llanto, única que hoy tiene. Un día, como cualquiera de nosotros, aprenderá otras voces y gracias a ellas sabrá expresar otras hambres y experimentar otras lágrimas.

Ya cerca de Jerusalén, en la empinada ladera, la familia se confundió con la multitud de peregrinos y vendedores que afluían a la ciudad, parecían todos empeñados en llegar antes que los demás, pero, por cautela, moderaban las prisas y refrenaban su excitación a la vista de los soldados romanos que, a pares, vigilaban las aglomeraciones y, de vez en cuando, también algún pelotón de la tropa mercenaria de Herodes, donde se podía encontrar de todo, reclutas judíos, desde luego, pero también idumeos, gálatas, tracios, germanos y galos y hasta babilonios, con su fama de habilísimos arqueros. José, carpintero y hombre de paz, combatiente con esas pacíficas armas que se llaman garlopa y azuela, mazo y martillo, o clavos y clavijas, tiene, ante estos bravucones, un sentimiento mixto, mucho de temor, algo de desprecio, que no deja de ser natural, aunque sólo sea por su manera de mirar. Por eso va con la cabeza baja y es María, esa mujer que siempre está metida en casa, y en estas semanas más resguardada aún, oculta en una cueva donde sólo es visitada por una esclava, es María quien va mirándolo todo a su alrededor, curiosa, con la barbilla un poco alzada con orgullo comprensible pues lleva ahí a su primogénito, ella, una débil mujer, pero muy capaz, como se ve, de dar hijos a Dios y a su marido.

Tan irradiante va en felicidad que unos toscos y cerriles mercenarios galos, rubios, de grandes bigotes colgantes, armas al cinto, pero quizá de blando corazón, se supone, ante este renuevo del mundo que es una joven madre con su primer hijo, estos guerreros endurecidos sonríen al paso de la familia, con podridos dientes sonrieron, es cierto, pero lo que cuenta es la intención.