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– Mi cabeza…

Pero él se alejó y Mackenzie abrió la primera carpeta. Era de un caso viejo de un fugitivo. Todas eran sobre casos viejos de fugitivos.

¿Por qué pensaba Delvecchio que su cabeza no estaba bien orientada?

Suspiró.

Había salido con un agente del FBI ambicioso y bien considerado que le había hecho violar su norma de no salir con agentes de la ley y que además investigaba a una jueza federal que era amiga suya. Aunque Bernadette no fuera sospechosa de nada, a Delvecchio no le gustaría tener a una de sus agentes mezclada en una investigación del FBI.

Y se había visto envuelta en una pelea con cuchillo vestida con un bikini rosa. Había bloqueado un ataque con una toalla de playa.

Reconocía al atacante, pero no podía decir de qué.

Y, para colmo, había recibido una llamada rara en plena noche y no había llamado a Delvecchio.

Demasiadas faltas en su contra. Había llegado el momento de remediarlo. Lo mejor que podía hacer ahora era ir a la reunión de la una preparada y sabiéndose todas las malditas carpetas que le había dado a leer.

La reunión duró una hora, pero se prolongó con otra que duró dos horas. Cuando Mackenzie volvió a su mesa, le daba vueltas la cabeza. Pero era un buen trabajo, el comienzo de una fuerza conjunta para detener fugitivos que llevaban demasiado tiempo sueltos.

– Buen trabajo -le dijo un agente más mayor cuando pasó al lado de su mesa.

No le dio ocasión de darle las gracias. Pero ella no quería hacerse una reputación por investigación y análisis… quería hacer trabajo de campo.

Iría a práctica de tiro. Al día siguiente le iban a quitar los puntos y le sentaría bien disparar varias rondas.

Pero como todos sus planes del día, aquél se evaporó cuando apareció Juliet Longstreet. Juliet, que acababa de regresar de un entrenamiento especializado, era alta, rubia y muy en forma, una marshal de Vermont, que tenía experiencia con un caso que había afectado a su vida personal.

Además, había trabajado un tiempo con Nate en Nueva York.

– Ethan y yo queremos llevarte a buscar casa esta noche -Ethan Brooker era un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales y ahora consejero de la Casa Blanca; Juliet y él estaban prometidos y se casarían en el otoño-. Comeremos algo por el camino.

– ¿Yo no tengo opción? -preguntó Mackenzie.

Juliet sonrió.

– No.

– Entonces estaré encantada.

– Me alegro. Nos vemos aquí dentro de una hora.

Mackenzie se dio cuenta de que ni siquiera tendría ocasión de ir a casa a cambiarse de zapatos. Veía la mano de Nate en todo aquello.

O quizá Juliet y Ethan sólo querían mostrarse amables con una agente nueva que acababa de sobrevivir a una puñalada.

Probablemente no.

Pero antes o después tendría que encontrar un lugar donde vivir. Arreglarían las filtraciones y la casa acabaría abriéndose al público.

Y si las filtraciones eran obra de los fantasmas que residían allí, Mackenzie no quería estar en la casa cuando planearan otra cosa.

– Estaré preparada -dijo a su nueva amiga.

Juliet asintió, obviamente satisfecha.

– ¿Tienes bastante para estar ocupada la próxima hora?

– Desde luego. Si se me ocurre mostrar algo de aburrimiento, llegará alguien y me dará un montón de carpetas.

– Estás aprendiendo -sonrió Juliet-. Nos vemos luego.

Veinte

Jesse miraba por los impresionantes ventanales de su dúplex alquilado el atardecer anaranjado que se reflejaba en el río Potomac mientras pensaba que debería haber prestado más atención a sus clases de Historia. Washington estaba atestado de lugares históricos, museos y edificios gubernamentales.

Mackenzie era licenciada en Ciencias Políticas y seguramente conocería la historia de muchos de los lugares poco conocidos de Washington.

Se apartó de la ventana. Hasta el momento, la investigación sobre la muerte trágica de la ayudante del congreso no parecía llevar a la policía hasta Cal Benton. Su rubia y él habían sido cautelosos, aunque no tanto que él no los hubiera fotografiado.

Pero la búsqueda de Harris se intensificaba. Jesse estaba seguro de haber ganado tiempo para presionar a Cal, ¿pero era tiempo suficiente? No podía presionar demasiado y correr el peligro de que Cal prefiriera arriesgarse con el FBI, acudir a ellos con su póliza de seguros y hacer un trato… entregar a Jesse a cambio de quedar él libre de cárcel.

Era un acto de equilibrio delicado.

Jesse no tenía que ser paciente, pero tenía que ser decidido.

Bajó al garaje del edificio y entró en su BMW alquilado. El coche de Cal estaba aparcado al final de la fila. Perfecto. Habría visto ya que alguien había entrado en su casa.

Y no habría llamado a la policía porque no se habría atrevido.

Jesse condujo hasta Arlington y la casa histórica donde se hospedaba Mackenzie. Había pasado antes por allí y visto a una mujer de cabello color miel conferenciando con dos contratistas en furgonetas separadas. Sarah Dunnemore Winter, sin duda. Jesse había investigado a fondo.

Le gustaba la idea de que tanto Mackenzie como él tuvieran residencias temporales. No sólo porque era algo en común entre ellos, sino también porque significaba que el futuro de ella era todavía incierto.

¿Y si la guapa marshal y él estaban destinados a estar juntos?

¿Y si no la había matado por eso? ¿No porque supiera luchar y hubiera tenido suerte sino porque su subconsciente hubiera minado sus planes? ¿Porque había sabido a cierto nivel que tenía que dejarla con vida?

El coche de ella no estaba en el camino. Pensó entrar en la casa y esperar su regreso, pero eso era demasiado impulsivo y muy peligroso. Si se equivocaba y Mackenzie estaba dentro, acabaría con él. Estaba alerta e iba armada. No podría escapar una segunda vez.

El sistema de seguridad de la casa era bastante pobre y no contaba con cámaras de vigilancia. Para Jesse era muy sencillo aparcar a la sombra y salir del coche. Tomó un cuchillo igual al que había usado en New Hampshire, cortó una gruesa hortensia rosa y la colocó en la puerta.

– De un amigo -dijo-. De alguien que te conoce mejor de lo que te conoces tú.

Para estar seguro de que ella supiera que era suya, dejó el cuchillo de asalto al lado de la hortensia.

Veintiuno

La lista de amigos de J. Harris Mayer no era tan larga como en otro tiempo, pero hablar con la mitad de ellos había ocupado todo el día de Rook y de T.J., que tenían poco que mostrar por sus esfuerzos. La gente se asustaba más de encontrar al FBI en su puerta preguntando por el antiguo juez caído en desgracia que por la ausencia de éste. Según los que lo conocían bien, su desaparición desde la semana anterior no era algo raro en él. Estaba divorciado desde hacía tiempo y sus hijos eran mayores. ¿Qué le iba a impedir largarse a la playa?

¿O a New Hampshire? Rook y T.J. estaban en un atasco en Beltway, un modo perfecto de acabar aquel día. T.J. conducía y se mostraba igual de frustrado que su compañero.

Cuando sonó el móvil, Rook sintió el impulso de tirarlo por la ventanilla. No quería hablar con nadie.

Miró la pantallita. Era Mackenzie.

Decidió no tirar el teléfono.

– Hola, agente.

– Rook -dijo ella-. Andrew. ¿Alguien te llama Andrew? Tienes hermanos y también son Rook. Debe de ser confuso en las reuniones de familia.

– ¿Mac?

– No tienes sentido del humor, Rook. No tienes…

– ¿Qué ocurre?

– Estoy en mi casa -ella carraspeó-. Alguien me ha dejado un regalo. Una hortensia rosa y un cuchillo de asalto. Bonito, ¿eh?

– Vamos para allá -miró a T.J.

– He llamado a la policía -dijo ella-. ¡Maldita sea! ¿Qué me pasa? Yo conozco a ese hombre, Andrew, lo sé. Pero no puedo recordar de qué. Y ahora está aquí y atacará a alguien más si no lo encontramos pronto -respiró con fuerza-. Vale. Ven aquí. Yo…