Fue hasta el final del camino de entrada. La luz de las farolas creaba sombras tétricas y las casas cercanas tenían encendidas luces en la sala de estar. Los únicos coches visibles estaban aparcados delante de las casas.
¿La observaba ese hombre desde un coche oculto y a oscuras?
Volvió a la casa y, cuando se sentó en la mesa de la cocina, tenía las zapatillas empapadas. Se las quitó, sacó el móvil y marcó el número de Nate.
– ¿Sarah y tú recibíais llamadas raras aquí? -preguntó cuando contestó él.
– No. ¿Qué sucede?
Ella le habló de la llamada. Cuando terminó, decidió que no quería parecer paranoica y añadió:
– Puede haber sido cualquiera. No pretendo insinuar que fuera el hombre que me atacó.
Nate guardó silencio un momento.
– ¿Quieres que vaya?
– ¿Para qué? Aquí no hay nada que hacer ahora. No me ha llamado por mi nombre de pila. En otro momento ni siquiera me habría resultado raro.
– Mackenzie…
– Estoy bien. Perdona la molestia.
– Cuando quieras -contestó él con suavidad-. Ya lo sabes. Pero has tenido una semana difícil. Tienes que darte tiempo…
– Sólo quiero recordar dónde he visto al hombre que me atacó. Tenemos que encontrarlo antes de que repita sus ataques. Porque lo hará, Nate. Sé que lo hará.
– Si lo hace, no será culpa tuya. Será sólo suya.
– Yo lo tenía. Lo tenía y se me escapó.
– Entonces no lo tenías, ¿verdad?
Mackenzie suspiró.
– No, supongo que no.
– No tengas miedo de pedir ayuda. No estás sola en esto. ¿Entendido?
– Sí, entendido -pero sabía, como sabía Nate, que dar la voz de alarma por una llamada tan dudosa como la que acababa de recibir, no inspiraría confianza en ella-. Saluda a Sarah de mi parte. ¿Se encuentra bien?
– Mañana irá allí a revisar unas cosas.
– ¿Sola?
Nate no contestó de inmediato.
– No -dijo al fin-. No irá sola.
Cuando Mackenzie colgó el teléfono, se dio cuenta de que tenía los pies fríos, cosa sorprendente teniendo en cuenta el calor implacable. Fue al dormitorio preguntándose si su reacción a la llamada había sido exagerada. En ese momento estaba estudiando el dibujo del atacante y eso la habría influido.
Se metió en la cama e imaginó un instante a Rook con ella. Haber estado a punto de hacer el amor con él no la había ayudado a centrarse precisamente. ¿Qué debía pensar de su relación?
Suspiró.
– Nada. Eso es lo que debes pensar de la relación.
Porque otra cosa la distraería a ella, lo distraería a él y se arriesgaría a otro plante por teléfono. Había demasiadas cosas en el aire. Esa noche se habían dejado llevar por las hormonas y emociones, pero había llegado el momento de ser sensatos. Ella tenía que concentrarse en su trabajo y en curarse. Y en ayudar a los investigadores todo lo que pudiera para encontrar al acuchillador de New Hampshire. Sin cruzar demasiadas líneas en el proceso. Aunque presentarse en casa de Harris cuando el FBI la estaba registrando no había sido cruzar una línea. Ella no sabía que había un registro en marcha, ¿verdad? Cal Benton había ido a su casa a preguntar por Harris y Rook había ido a New Hampshire a buscarlo.
Estaba más que justificado que se hubiera pasado por su casa después del trabajo.
En cuanto a Rook… trabajaba en una investigación. Era un agente de la ley concienzudo y centrado. Si creía que ella poseía información que él tenía derecho a saber, la interrogaría sin piedad.
Cal.
Pero el fin de semana ilícito de Cal era un asunto personal sin relación con la investigación de Rook.
Aun así, quizá debería reconsiderar su decisión de guardarle el secreto a Cal. ¿A quién protegía con su silencio? De haber sido una investigación suya, habría querido saber todos los detalles de las personas implicadas y decidir por sí misma cuáles eran importantes y cuáles no.
Y probablemente Rook también querría.
A la mañana siguiente, de camino al trabajo, Mackenzie llamó a Gerald Mooney, el policía estatal que era su contacto en New Hampshire.
– Ha venido a vernos un granjero de agricultura orgánica -le dijo él-. Cree que recogió a nuestro hombre en autostop.
– ¿Dónde?
– Lo siento, no puedo darte detalles hasta que tengamos más información.
O sea, hasta que hubieran investigado al granjero y comprobado dónde había recogido y dejado la autopista y seguido cualquier sendero que hubiera podido tomar éste. En otras palabras, no le dirían nada más hasta que estuvieran seguros de que eso no comprometería la investigación. Sobre todo, Mooney no quería decir nada que pudiera acabar alertando al atacante y provocando que atacara a alguien más.
Pero ella era la «víctima» y no le gustaba.
– ¿Se ha hecho pública la noticia del granjero? -preguntó.
– En parte. Digamos que es una pista interesante. No tiene televisión y no vio el dibujo hasta que no fue al pueblo a comprar suministros y lo vio en un tablón del boletín de la comunidad.
– ¿Y qué tal está la otra víctima?
– Ha salido del hospital. Le espera una larga recuperación. ¿Y tú?
– Me quitan los puntos mañana. Estaré dando volteretas antes de que te des cuenta.
– Te tendré informada -dijo Mooney.
Un granjero de agricultura orgánica y un autopista que respondía a la descripción de su atacante. Mackenzie consideró inventar una excusa para volar a New Hampshire, pero cuando llegó a su mesa, su jefe, un hombre robusto cincuentón, dejó un montón de carpetas sobre su mesa.
– ¿Qué es esto? -preguntó ella.
– Tú tienes un doctorado, Stewart. Repasa las carpetas a ver lo que sacas en claro. Reunión a la una.
– No lo tengo.
– ¿Qué?
– No tengo el doctorado. Me hice marshal para no tener que escribir la tesis.
Él la miró de hito en hito.
– La reunión es aquí. Que disfrutes de la lectura -dio dos pasos, se detuvo y se volvió hacia ella-. La próxima vez que tengas una llamada de teléfono rara, me llamas a mí, no a Nate Winter.
Ah, conque era eso.
– Entendido, jefe.
Pero él no había terminado.
– Y si sientes ganas de visitar a un viejo amigo con el que quiere hablar el FBI, te aguantas.
– Harris Mayer no es un amigo…
– En esta oficina trabajamos con el FBI, no contra ellos.
Mackenzie iba a hablar, pero lo pensó mejor y decidió tener la boca cerrada.
El jefe se ablandó un tanto.
– Si no creyera que eres lista, te habría dado más tiempo para repasar esas carpetas.
– Gracias, jefe. ¿Ha oído lo del granjero orgánico y el autostopista?
– ¿Eso es un chiste?
Ella pensó que quizá su jefe le daría cincuenta carpetas más si le hablaba de su contacto con el inspector de New Hampshire. Pero ella no había hecho nada malo ni Mooney tampoco.
Delvecchio la miraba, esperando al parecer una respuesta, o quizá un chiste gracioso. Ella le contó lo que le había dicho Mooney.
– Avanza la investigación -dijo él-. Es una buena noticia.
– Ese hombre tiene agallas si se jugó la libertad al hecho de que lo recogieran haciendo autostop.
– ¿Crees que fue eso lo que hizo?
Ella pensó un momento. Negó con la cabeza.
– Tenía planes alternativos. Podía secuestrar o robar un coche y probablemente tendría otro cuchillo escondido cerca -hizo una pausa, pero Delvecchio no comentó nada-. Lo cual no le hace parecer un lunático que ataca al azar.
El jefe la miró con cierta satisfacción.
– Lo encontraremos -señaló el montón de carpetas-. Tú léete eso.
– No tardaré hasta la una -dijo ella-. Cuando preparaba exámenes tuve que leer cuatrocientos libros en cinco meses.
Delvecchio no respondió al intento de humor de ella, aunque lo que había dicho era cierto. Por un segundo, creyó que había ido demasiado lejos, pero él suspiró.
– ¿Lo ves? Lista. Es lo que dicen todos de ti, Stewart. Eres lista. Si consigues orientar bien la cabeza, dentro de diez años estarás dirigiendo todo esto.