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– Ha tenido sus momentos. ¿Y tú?

– Aguantando aquí. He puesto el lavavajillas y ordenado mi cuarto -señaló el microondas con la cabeza-. Estoy calentando sobras.

Rook decidió no presionarlo con sus planes de futuro. Ya se ocuparía de eso su padre.

– ¿Qué sobras?

– No sé. He metido cosas que he encontrado en el frigorífico. Hay bastante para dos, si quieres.

De pronto Rook captó la soledad e incertidumbre de su sobrino. Sus amigos del instituto estaban en la universidad o tenían empleos y él estaba en Arlington, comiendo sobras con su tío.

Y Rook tampoco se sintió muy bien con su propia vida. Se había dejado llevar por los sentimientos con Mac y no sabía qué puñetas sería lo siguiente. Estaba preocupado por ella, pero también por sí mismo, porque lo de esa noche probaba que carecía de autocontrol con ella. Al verla con Bernadette Peacham la semana anterior y divisar un conflicto potencial entre su vida profesional y personal, había creído que podía pisar el freno.

Pero no era cierto. Y estaba en caída libre.

Se levantó y sacó una jarra de té con hielo del frigorífico. Al menos estaba fresco. Si hubiera estado rancio, se habría sentido patético.

Cuando llenó dos vasos y volvió a la mesa, Brian había vuelto a ponerse los auriculares y a su revista.

Dieciocho

Jesse entró en el auditorio del pequeño campus justo cuando terminaba un debate público sobre ética legal. Cuatro hombres de edad madura se levantaron de sus sillas en torno a una mesa barata. Calvin Benton estaba en el extremo izquierdo, enfrente de un público de unos cincuenta estudiantes y profesores de Derecho. Estrechó la mano de sus compañeros de debate mientras cesaban los aplausos corteses y la gente empezaba a salir.

A pesar de la intensidad con que lo buscaban en New Hampshire, Jesse no había hecho nada por ocultar su identidad. Sin barba, limpio, vestido con ropa cara y fuera de contexto, dudaba de que lo reconociera ni la propia Mackenzie Stewart, al menos no a primera vista. De cerca, tal y como habían estado el viernes, era otra cuestión.

Todavía la veía con su bikini rosa con el agua bajándole por la cara cuando intentaba averiguar qué era el ruido que había oído.

Apartó aquella imagen de su mente y se puso rígido, protegiéndose de futuras intrusiones de la marshal pelirroja. Ella lo había cautivado, pero le gustaría meterlo entre rejas y eso era algo que él no podía cambiar.

Bajó por el pasillo central y lo cruzó delante del escenario hasta una entrada lateral. Cal, visiblemente pálido, se reunió con él.

– Tienes mucho valor -su voz era baja como un susurro y miró tras de sí como para asegurarse de que no los veían juntos-. ¿Qué haces aquí?

Jesse se encogió de hombros, disfrutando de la incomodidad del otro.

– Perdona que me haya perdido el debate. ¿Ya has terminado? ¿No tienes que firmar libros?

– No tengo ningún libro.

– Tus compañeros sí.

– No estamos aquí para vender libros -Jesse suponía que el sarcasmo de Cal y su arrogancia eran un intento transparente por ocultar su miedo-. No has debido venir.

– Te he pillado por sorpresa, ¿eh? Sólo quiero unos minutos de tu tiempo. Tú y yo tenemos asuntos pendientes.

Otro miembro del panel de debate pasó ante ellos y felicitó a Cal por su intervención. Éste consiguió devolverle el cumplido, pero cuando el otro se alejó, gruñó a Jesse:

– Aquí no.

Éste, divertido por su incomodidad, se acercó a un rincón y se quedó de pie delante de una ventana que daba a un patio donde los estudiantes corrían bajo la lluvia.

– Hay bastante gente para una noche tan caliente -comentó-. ¿Todos son estudiantes de verano?

– Todos no, la mayoría. Participan en un programa especial de seis semanas. ¿Dónde está Harris? Hace una semana que no lo veo.

– Lo echas de menos, ¿eh?

– Es un cobarde. Probablemente se habrá escondido hasta que tú y yo resolvamos esto. A menos que tú… -Cal achicó los ojos-. Quizá debería llamar a la policía y pedir que lo busquen.

Jesse sacó el móvil del bolsillo del pantalón y se lo tendió.

– Adelante. Esperaré.

Cal inspiró hondo y soltó el aire con un soplido.

– Bastardo. Ya puedes confiar en que nadie nos esté haciendo ahora una foto con un móvil. Un extraño que se me acerca. Tentador.

– Washington es especial -musitó Jesse-. ¿Tienes miedo de que te estén vigilando?

– ¿Quién? Yo no he hecho nada.

– Sabes que Harris fue a los federales.

Cal palideció. Carraspeó y miró por la ventana con aire evasivo.

– Yo no tengo control sobre él. Es tan escurridizo como tú. Quiero librarme de los dos.

– Hacemos un buen trío, ¿verdad? Nuestro amigo mutuo se vio con el FBI la semana pasada. Con el agente especial Andrew Rook.

– Si Harris le hubiera dicho algo al FBI, ya los tendríamos encima.

– Me han dicho que hoy han registrado su casa.

Cal lo miró con curiosidad.

– ¿La casa de Harris?

– Al parecer, están preocupados por él.

– Pues si le ha entrado miedo y se ha largado, eso nos da más tiempo para concluir nuestros acuerdos. Los federales pueden buscarlo todo lo que quieran, pero no tienen motivos para hurgar en mis asuntos y no saben que tú existes.

Jesse acercó un dedo a la ventana como si intentara tocar una gota de lluvia.

Cal respiró con fuerza.

– Vete a México, Jesse. No te arriesgues a que Harris te delate al FBI. Lo que yo sepa de ti no importa. Yo no puedo meterte en la cárcel, ellos sí. Vete de Washington -estaba ya lanzado, casi arrogante de nuevo-. En cuanto esté seguro de que cumples tu parte del trato, haré yo lo mismo, te envío el dinero y tú te quedas fuera de mi vida.

– ¿Y mi identidad, Cal? ¿Puedes enviarme eso?

– Tu «identidad» es mi póliza de seguros de que no volverás a llamar a mi puerta -Cal lo miró con frialdad-. ¿Has tenido algo que ver con d ataque a Mackenzie Stewart en New Hampshire?

– ¿Qué ataque, Cal?

El interpelado se sonrojó; la rabia se mezclaba ahora con su arrogancia.

– La policía dice que un pirado apuñaló a otra mujer y a ella en dos ataques separados.

– ¿A ti te parezco un pirado?

Cal hundió los hombros como si le costara mantener la interpretación de arrogancia y negó con la cabeza.

– Si Harris está jugando con el FBI, ¿por qué no retrocedemos tú y yo y nos dejamos en paz mutuamente? Considéralo un empate. Tú tienes cosas contra mí y yo contra ti.

– Yo no creo en empates -la voz de Jesse sonaba casi aburrida-. Creo en ganar. Y tú deberías saberlo. A menos que no hayas descubierto nada sobre mí después de todo.

Cal enderezó los hombros.

– ¡Ojalá no supiera nada de ti! Te quiero fuera de mi vida, nada más -hablaba en voz baja, pero estaba visiblemente tenso-. Ni siquiera quiero saberlo todo sobre ti. Sólo vete de Washington y sigue con tu maldita vida. Te daré el dinero, créeme; no tengo motivos para no dártelo.

– No funciona así. No me gusta que me amenacen.

– Tienes mucha imaginación -dijo Cal-. Yo jamás habría imaginado que algunas de las personas a las que te he ayudado a «amenazar» en los últimos meses serían capaces de hacer las cosas que han hecho.

Jesse no pensaba dejarse distraer.

– Quiero las pruebas que tengas sobre mí. Archivos de ordenador, discos duros, cuentas, grabaciones, vídeos. Sea lo que sea, lo quiero todo.

Un viejo grueso avanzaba por el pasillo con un cepillo de barrer. Cal se apartó de la ventana pero no dijo nada. Estaba sobrevalorando su poder. Si creía que Jesse era el hombre que había atacado a Mackenzie y la senderista la semana anterior, el hecho de que no hubiera habido muertes trabajaba en su favor. Cal lo confundiría con debilidad e ineficacia.

– Y quiero mi dinero -prosiguió Jesse con calma-. Ahora. No luego.

En la mandíbula de Cal se movió un músculo.