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Vio el coche de su sobrino en el camino de la entrada. El chico era una víctima, con suerte temporal, en la batalla abierta entre Scott Rook y su esposa. Para complacer a uno, tenía que defraudar al otro. Complacerlos a los dos era imposible. Ambos querían a su hijo mayor más que a su vida, pero se despertaban todos los días pensando cómo podían motivarlo, hacer que se centrara.

– He visto el dibujo del hombre del cuchillo -dijo T.J.-. Podría ser cualquiera. Si la policía de New Hampshire cree que es un pirado que se dedica a acuchillar mujeres o que eso le pone, ¿quién soy yo para discutir?

– No me gustan las coincidencias.

– La vida está llena de ellas. He preguntado por la agente Stewart. Todos dicen que es lista y que puede darte una paliza, siempre que le des ocasión. Es exigente consigo misma y sus compañeros se muestran protectores hacia ella, cosa que odia, y se está corriendo la voz de que un gilipollas del FBI le ha roto el corazón -T.J. miró a Rook-. Ése eres tú. Podría ganarme un dinero dándoles tu nombre.

– Yo no le he roto el corazón. Sólo salimos unas cuantas veces.

– Una de ellas fue una cena aquí.

– Casi. Esa fue la cita que cancelé.

– Eso demuestra que eres disciplinado. Yo habría tenido primero la cena y luego la habría dejado.

– Yo no quiero seguir hablando de Mackenzie. El que me interesa es Harris -Rook abrió la puerta del coche y sacó su bolsa del asiento de atrás-. Harris es un viejo amargado que bebe demasiado y no sé si es sincero o dice tonterías. Si tiene algo de razón…

– Pues que empiece a hablar y se deje de tonterías. Es un hombre listo. Si va en serio, sabrá que decirnos lo que ocurre es su única opción. Te apuesto lo que quieras a que se ha asustado y cambiado de idea.

– Eso espero.

Rook cerró la puerta y entró en la casa, donde fue directo al cuarto del ordenador. Su sobrino apenas si levantó la vista de la pantalla.

– Termino en un segundo.

– ¿Trabajas mañana?

– Les he dicho que me iba a ir y mi jefe me ha dicho que no me moleste en aparecer mañana.

– ¿Les has dicho que te ibas? ¿Por qué?

– No me gusta trabajar los fines de semana.

Rook ocultó su irritación. Era el segundo trabajo del verano que dejaba Brian… un trabajo de dependiente. Su padre había querido que trabajara en algo durante el verano para pagarse al menos el seguro del coche. Pero Brian había dejado la universidad.

– ¿Has buscado alguna otra cosa?

– No -Brian movió los dedos en el teclado-. Creo que no voy a trabajar más este verano.

– Eso significa que has decidido volver a la universidad en el otoño.

– Tal vez. No sé. Todavía lo estoy pensando.

– Tendrás que echar las solicitudes -al ver que su sobrino no respondía, Rook suspiró-. Brian…

El chico lo miró. Sus rasgos eran muy parecidos a los de su padre, pero él no tenía la autodisciplina ni la dureza de Scott Rook.

– Si me quedo un año fuera para trabajar, puedo permitirme no trabajar ahora unas semanas.

Esa lógica era típica de él.

– Hablaremos de eso mañana -murmuró Rook.

– Sí. Vale. ¿Qué tal en New Hampshire?

– No te habría gustado. Ni ordenadores ni cobertura de móvil.

El chico sonrió.

– ¿Y qué has hecho, escuchar a los mosquitos zumbándote en el oído?

– A los somorgujos -dijo Rook.

Su sobrino se encogió de hombros.

– Peor aún.

Catorce

A Jesse le encantaba volar, especialmente solo. Todos sus problemas desaparecían. En el aire se sentía libre, sin el estorbo de sus obsesiones. Estaba apartado del mundo. No había pasado ni futuro, sólo presente. Cuando miraba Washington extenderse bajo él, dio la bienvenida a la sensación de superioridad y paz que lo embargó.

Había salido de New Hampshire sin que lo miraran dos veces ni la pareja de la posada ni los otros huéspedes ni la gente del aeropuerto.

La policía no sabía dónde estaba el atacante ni quién era. Nada. Su dibujo no se parecía en nada al senderista en el que se había convertido después de que lo dejara el agricultor orgánico.

Había pasado el sábado y el domingo escalando montañas. Por la noche regalaba los oídos a sus anfitriones con anécdotas de sus errores, de su fascinación y apreciación de las Montañas Blancas. Era imposible que ellos lo tomaran por el acuchillador fugitivo.

Ese día, lunes, había dormido hasta tarde, concentrándose en el trabajo que tenía ante sí. Ahora era mediodía. El tiempo pasado en las montañas lo había ayudado a centrarse. Había pensado mucho en Mackenzie Stewart. Y en Cal. Ese bastardo corrupto debía estar histérico, preguntándose dónde estaría. Jesse estaba pensando si debía llamarlo desde México para rendirse, aparecer en Washington o simplemente desaparecer.

Desaparecer. Simplemente seguir volando y continuar hasta el Caribe. Volver a empezar.

Pero él no quería volver a empezar. Tenía una vida en la parte occidental de México, una casa en Cabo San Lucas, en la punta de la Baja Península, con vistas esplendorosas del Mar de Cortés. Era todo lo que deseaba. Allí era un asesor de negocios de éxito sin lazos con New Hampshire ni con Washington.

Cal y Harris habían descubierto lo de Cabo.

Jesse sabía que no podía regresar sin lidiar con su traición. Había gastado mucho dinero en comprar su casa de ensueño mexicana. Necesitaba el millón que le debían, pero podía encontrar el modo de llenar sus cuentas si rehusaba ceder a las exigencias de Cal. Llevaba toda su vida haciendo tratos, desde que sus padres lo echaran de casa.

Había aprendido a no confiar en nadie y depender sólo de sí mismo.

Si no cerraba aquello bien, no podría volver a Cabo. Jesse jamás podría confiar en que Cal Benton cumpliera su parte del trato: devolverle el dinero y guardar silencio.

Imposible.

Y con el idiota de Harris chivándose al FBI, no estaba dispuesto a correr el riesgo de que la «póliza de seguros» de Cal acabara en manos de los federales.

Tenía dos opciones. Desaparecer y reconstruir su vida desde cero, establecerse una identidad nueva, buscar un lugar que le gustara tanto como Cabo. Ceder al chantaje y al latrocinio.

O… no hacerlo.

Era él el que convertía la vida de la gente en pesadillas. La gente le pagaba para que se largara. Cal y Harris habían cambiado las tornas y amenazado con convertirse en su pesadilla. Jesse era un hombre duro, pero si ellos hubieran cooperado y cumplido su parte, él estaría a esas alturas de regreso en Cabo invirtiendo sus beneficios y disfrutando de la vida.

Dejar atrás el dinero que esas dos comadrejas le habían robado era posible pero no deseable. Sería irritante tener que reemplazarlo. Muy irritante. Pero podía hacerlo. Siempre había personas con secretos y dispuestas a pagar para no descubrirlos ante el mundo.

Jesse tenía también sus secretos. Cal y Harris no los habían descubierto todos.

Era casi como si le hubieran arrancado el alma y la tuvieran como rehén. ¿Cómo iba a marcharse sin arreglar las cosas? No quería regresar a Cabo y tener que estar siempre vigilante. No tenía intención de renunciar a su vida allí por miedo a lo que pudieran contar de él.

Por otra parte, si no lo hubieran traicionado, no habría visto a Mackenzie Stewart. No la habría atacado.

Y eso lo cambiaba todo.

Un rayo de plata en su nube oscura. ¿Cómo iba a alejarse sin volver a ver a aquella chica pelirroja?

Un cambio súbito en la presión lo devolvió a la realidad. Volar requería concentración. Lo anclaba al presente. No podía sumirse mucho rato en sus pensamientos o se estrellaría.

Era así de sencillo.

Aterrizó en un pequeño aeródromo privado al noroeste de Baltimore, donde lo esperaba otro BMW alquilado. Cuando desembarcaba, visualizó un instante a la agente Mackenzie. Ella también era independiente. Su capacidad para luchar, su fiera determinación y su trabajo como agente federal no cuadraban con su aspecto delicado ni con sus ojos suaves.