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No pertenecía al mundo violento que había elegido.

Jesse vio su imagen en el espejo lateral del BMW. No parecía loco ni descontrolado. Era una tarde muy cálida de lunes en la zona de Washington y él tenía buen aspecto con su ropa cara e informal. Ya no quedaba nada del loco de la montaña.

Menos de una hora después abría la puerta del piso caro que había alquilado en el mismo bloque donde Cal había comprado su casa después del divorcio. El dúplex de Cal estaba un piso más abajo, pero, por supuesto, él no tenía ni idea de quién era su vecino de arriba.

Jesse marcó en el móvil el número de Bernadette Peacham en New Hampshire. Lo sabía de memoria porque él planificaba bien. Dudaba de que ella tuviera localizador de llamada, pero daba igual; el suyo era un número privado.

– Diga.

Era Mackenzie. Sintió una opresión en la garganta. La imaginó mirando el lago con sus grandes ojos azules.

La oyó respirar hondo.

– Perdón -dijo-. Me he equivocado de número.

Colgó y miró el río Potomac, calmado e inmóvil bajo el sol de la tarde. Ya no era un arrastrado acuchillador. Era un asesor de Washington que volvía a casa de una reunión importante.

Su transformación era completa.

Quince

Mackenzie sacó la mochila del compartimiento de arriba del pequeño avión y se la colgó en el hombro derecho. Lo estrecho del sitio y las turbulencias habían conseguido hacerle sentir cada centímetro de la herida, pero se resistía a tomar analgésicos. No había tomado nada desde el sábado y ahora era martes por la tarde; habían pasado cuatro días desde el ataque que le había abierto el costado.

Cuatro días frustrantes.

Era hora de regresar a sus fantasmas, caer en su cama y volver a trabajar al día siguiente. El rastro de su atacante estaba muy frío. Los equipos de búsqueda no habían encontrado ninguna prueba de su identidad ni de su paradero en las montañas y las huellas que había sacado la policía del cuchillo no estaban en ninguna base de datos. Mackenzie había hecho lo que había podido para ayudar con la búsqueda, pero no habían conseguido nada.

Se sumó a la cola que salía del avión. Le dolía el costado, pero por mucho que deseara llegar a su casa, tenía que hacer antes una parada.

Bernadette Peacham había pedido verla.

Pensaba tomar un taxi, pero cuando se detuvo un momento para orientarse hacia la salida, Andrew Rook se colocó a su lado, tomándola por sorpresa. Vestía vaqueros y camiseta y estaba increíblemente sexy.

– Permíteme -tomó la mochila de Mackenzie-. Esos bikinis rosas y toallas de delfines son pesados.

– Rook, si le has hablado a alguien del bikini rosa…

– No ha hecho falta.

– Lo sabe todo Washington, ¿verdad?

– Lo del bikini sí. Lo de la toalla de delfines lo sabe poca gente.

Mackenzie pensó que aquello no era un gran consuelo.

– ¿Qué haces aquí? ¿Cómo sabías en qué vuelo llegaba? -suspiró-. ¡Maldito FBI!

Él sonrió.

– Nos encanta complacer.

Ella, libre de la mochila, apretó el paso.

– Me gustabas más cuando pensaba que trabajabas para Hacienda.

Él ignoró el comentario.

– Mi coche está en el aparcamiento. ¿Quieres que te traiga una silla de ruedas?

– Teniendo en cuenta que careces de sentido del humor, asumo que hablas en serio. No, no quiero que me traigas una silla de ruedas. Si quieres hacer algo por mí, búscame un taxi.

– De eso nada -él la miró con ojos más oscuros que de costumbre-. Si te dejara tomar un taxi y tropezaras en la oscuridad y perdieras un par de puntos, me metería en un buen lío.

Ella se detuvo de pronto.

– ¿Quién te ha hecho venir aquí? ¿Gus? ¿Te ha llamado para decirte que estaba en camino?

– He llamado yo.

– ¿Por qué?

– Para preguntar por ti.

Mackenzie cerró la boca y siguió andando.

– Puede que Gus se haya tragado eso, pero tú tienes motivos ocultos.

Rook sacó las llaves del coche del bolsillo del pantalón con la mano libre.

– ¿Eras tan cínica cuando eras profesora de universidad?

– No soy cínica, soy realista.

Cuando llegaron al coche, Mackenzie estaba sin aliento, lo cual la irritaba. Pero cuatro días de no hacer ningún ejercicio se habían cobrado su precio. Con puntos o sin puntos, tendría que madrugar y hacer algo de ejercicio antes de ir al trabajo.

Rook arrojó la mochila al asiento de atrás del coche.

– Si te sirve de consuelo, Gus no me ha dicho que viniera a buscarte. Ha dicho que, si lo hacía, te tratara bien.

– Ha criado a dos sobrinas, tiene buen ojo para los hombres como tú.

– ¿Los hombres como yo? Carine está casada con un paracaidista de salvamento y Antonia con un senador y antiguo piloto de helicópteros de salvamento.

Mackenzie frunció el ceño.

– Has investigado bien. ¿Conoces a Antonia? Vive en Washington.

– Creo que una vez me trató una conmoción.

Mackenzie no sabía si creerlo. Antonia, la hermana mediana de los Winter, era médico de Urgencias. Su marido, Hank Callahan, senador por Massachusetts, y ella habían invitado dos veces a Mackenzie a su casa de Georgetown desde su llegada a Washington. ¿Había investigado Rook a todos los Winter para su caso? ¿Debido al ataque? ¿A causa de ella?

– Así que estoy en buena compañía -añadió Rook-. Y Nate es un tipo decente…

– Gracias a Gus, o eso diría él.

– ¿Te quedaste en su casa cuando yo me vine?

Ella asintió.

– Sólo por la noche. Era más fácil que tenerlo dándome la lata o, peor aún, insistiendo en quedarse conmigo en casa de Beanie. Es un cocinero fabuloso. Eso ayuda.

– Te tratan como si fueras de la familia.

– Pero no lo soy -ella se acercó a la puerta del acompañante-. Tengo a mis padres.

Rook abrió la puerta para ella.

– De niña eras un demonio; después del accidente de tu padre, pasabas mucho tiempo sola. Tu sentido del humor, tu pelo cobrizo y tus lindas pecas seguro que te ayudaron a que no te odiaran demasiado.

Ella entró en el coche.

– Has hablado con Gus. ¿Lo has interrogado como parte de tu investigación?

Rook cerró la puerta sin contestar y rodeó el coche para entrar por el otro lado.

Cuando se sentó al volante, Mackenzie fijó la vista al frente.

– Tengo que parar en un sitio.

– Mac…

– Bernadette me ha llamado. No puedo negarme. Tú decides si quieres llevarme a su casa o no.

Le pareció que los músculos del brazo de él se tensaban mientras ponía el motor en marcha.

– No hay problema.

– Vive al lado de Embassy Row.

– Sé dónde vive.

Mackenzie se recostó en el confortable asiento.

– Por supuesto.

La elegante casa de 1920 de Bernadette Peacham, situada en una calle tranquila de la Avenida Massachusetts, siempre hacía pensar a Mackenzie en fiestas en jardines con ladrillos cubiertos de hiedra y lechos de flores exuberantes. Rook aparcó debajo de un roble gigante y, cuando ella salió del coche, la humedad casi la dejó sin aliento. El aire de la noche y los gigantescos árboles no conseguían ahogar el calor.

Cuando Rook y ella se acercaban a la entrada, se encendió una luz exterior. Bernadette abrió la puerta ataviada todavía con el traje gris arrugado que sin duda había llevado al tribunal y observó a Mackenzie con atención.

– No tienes tan mal aspecto como temía. Un poco pálida. Me siento muy aliviada de que ese lunático no te matara.

– Yo también -Mackenzie señaló detrás de sí-. Beanie, quiero presentarte…

– Agente especial Rook -la mujer se hizo a un lado y sonrió con frialdad-. ¿No es así?

– Es un placer conocerla, jueza Peacham -repuso él en tono neutral.

– Igualmente. Adelante.

Los precedió hasta la sala de estar. Su casa de Washington era el polo opuesto a la casa sencilla de New Hampshire. Antigüedades caras de distintos periodos se mezclaban con telas y colores tradicionales y obras de arte de sus viajes por todo el mundo. Cal se había llevado sus piezas favoritas de Perú y Japón, pero la mayoría eran de la vida de Bernadette anterior a su matrimonio.