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– Yo tengo madre y Beanie lo sabe. Y nos queremos mucho.

– ¿Cómo te ayudó la jueza?

– Impidió que Gus me colgara de los pulgares, para empezar. Además me prestó su biblioteca y siempre me dejó usar su casa como refugio. Pero yo nunca iba al cobertizo. Me sentaba a leer en el porche y para mí era un respiro de los problemas de casa. Además, mi padre no me necesitaba cerca cuando estaba sufriendo.

– Tiempos duros.

– Algunos los han tenido peores.

Rook guardó silencio un momento.

– No estamos hablando de lo que han sufrido otras personas.

Mackenzie decidió cambiar de tema. No quería que Rook la imaginara como una niña de once años solitaria y problemática.

– ¿Sabes algo de Harris Mayer?

– Todavía no ha aparecido.

– ¿Lo estás buscando?

– Sí.

Mackenzie lo dejó conducir un par de kilómetros sin hacer preguntas, con la esperanza de que él tomara la iniciativa y hablara. Pero no fue así. Al fin lo miró de soslayo.

– Hablar contigo es como intentar sacar sangre de una piedra.

– Sólo cuando haces preguntas que están fuera de tu esfera de interés.

– Entendido. Nate Winter me dio el mismo sermón.

– Un hombre listo.

Cuando llegaron a su casa prestada, Rook no le preguntó si necesitaba ayuda, sino que salió del coche y abrió la puerta de atrás antes de que ella se hubiera quitado el cinturón. Tomó la mochila y subió al porche.

Mackenzie se reunió con él sintiéndose agotada. Antes de salir de New Hampshire, había seguido el sendero de su asaltante a través del bosque hasta el camino de encima del lago, no tanto en busca de huellas que hubieran podido pasar desapercibidas a los demás, como en busca de algo, lo que fuera, que le despertara la memoria. Probablemente había hecho demasiado ejercicio.

– Gracias por traerme -dijo-. Lo digo en serio. Has sido muy amable, aunque tengas motivos ocultos.

Pero él no hizo ademán de volver al coche. Señaló el porche.

– Quiero cerciorarme de que la casa es segura antes de marcharme.

– No es segura. Es una casa con fantasmas y filtraciones. ¡Quién sabe lo que encontraré dentro!

Él no se rió. Mackenzie se rindió y subió los escalones del porche, buscando las llaves en un bolsillo de la mochila. Abrió la puerta y le hizo señas de que entrara. Lo siguió y encendió las luces. Rook empezó a revisar ventanas y armarios empotrados.

– Daría algo porque Abe Lincoln saliera ahora mismo de debajo de la cama.

– Los Rook somos virginianos.

– Pues Bobby Lee.

– Mac…

Estaban en la pequeña cocina y ella combatió la imagen de él levantándose con ella por la mañana. Él suspiró, le tomó la barbilla y pasó un dedo por la mandíbula. Ella no se apartó y él la besó. Y no fue un beso gentil. Ella respondió agarrándose a sus brazos y abriendo la boca al calor de él.

Pero él era un hombre con una gran fuerza de voluntad y se apartó.

– Me vuelves loco, ¿lo sabes?

Ella sonrió.

– Te viene bien.

– Probablemente -él se enderezó-. Si no tuvieras veinticinco puntos…

– Sólo veinte.

– Que duermas bien, Mac. Si te molestan los fantasmas, llámame.

Mackenzie lo observó salir y bajar saltando los escalones como si tuviera toda la energía del mundo. Cuando se alejó, ella entró en la sala de estar con sus muebles antiguos y cómodos. Aparte del tictac del reloj de pared, la casa estaba en silencio. Ni fantasmas ni Andrew Rook ni un loco suelto con un cuchillo.

Sentía los ojos cargados por la fatiga. Confió en que estar en vuelta en Washington la ayudara a recordar dónde había visto antes a su atacante.

Pero fuera quien fuera, no estaría satisfecha hasta que lo viera entre rejas, imposibilitado de hacer daño a nadie más.

Sospechaba que era un objetivo que Rook compartía.

Cuando se dirigía al dormitorio, se llevó una mano a la boca, donde la había besado Rook.

Aquel hombre también la volvía loca.

Dieciséis

Mackenzie se sirvió una taza de café y se dirigió a su escritorio en la oficina de Washington. Después de menos de dos meses, no se sentía todavía adaptada pero era su primer destino y se había comprometido a quedarse tres años. Había conseguido madrugar para levantar pesas y hacer algunos estiramientos, aunque evitando movimientos prohibidos por el médico que pudieran arrancarle los puntos. Cada día se sentía algo mejor, pero eso no implicaba que estuviera encantada con sus progresos.

De camino al centro, había llamado a uno de los policías de New Hampshire que investigaban su ataque.

No tenía noticias nuevas. Era como si su atacante hubiera salido arrastrándose de una cueva de las Montañas Blancas con su cuchillo de asalto y hubiera ido de caza. Al público se le pedía que no caminaran solos pero que tampoco cedieran al pánico. No había habido más ataques y nadie había vuelto a ver a un hombre solitario con barba.

Tal vez su hombre había vuelto a la cueva.

Mackenzie dejó el café en su mesa y vio una caja de Saks de la Quinta Avenida. No había tarjeta encima. Abrió la caja y apartó el papel fino con una mezcla de temor y regocijo.

Dentro había un bikini rosa nuevo. Un bikini muy rosa.

Ella se apresuró a taparlo con el papel.

– ¡Listillos!

Nate Winter se materializó a su lado. Como trabajaba en el cuartel general de Arlington, Mackenzie asumió que estaba allí por ella.

– Hola, Nate -dijo, con la esperanza de que no hubiera visto el bikini-. ¿Vienes por trabajo?

– Vengo a verte. No podía marcharme de aquí o habría ido a Cold Ridge -señaló la caja de Saks con la cabeza-. Si hubieras venido esta mañana y no encontrado un regalito en tu mesa, habría sido preocupante.

– Nunca podré superar lo del bikini rosa -dejó la caja debajo de la mesa-. Lo cambiaré por un bañador negro de cuello alto y falda a juego.

– No pensarás que han comprado esa cosa en Saks, ¿verdad?

Mackenzie se echó a reír y movió la cabeza.

– A mí me pinchan con un cuchillo y estos bastardos me regalan un bikini barato -se sentó y giró la silla para quedar frente a Nate-. ¿Qué puedo hacer por ti, agente Winter?

– ¿Cómo está la herida?

– Curándose. No tomo analgésicos. Fue una estupidez.

– De estupidez nada.

Ella suspiró.

– Al menos no me atacaron estando de servicio, aunque entonces no me habría puesto a nadar. Les he dicho a los que dudan de mí que es mucho más probable que me pase algo fuera del trabajo que en él, y ahora tengo la prueba. Si hubiera sido profesora e ido a nadar a casa de Beanie, ese hombre me habría atacado y yo no habría tenido ninguna posibilidad.

– No sé. Eras una profesora muy animosa.

– Pero no tan bien entrenada.

Nate llevaba un traje gris oscuro que contrastaba con la ropa de calle de la mayoría de los agentes que llenaban la oficina. Mackenzie se había puesto mallas y un blusón oscuro ligero… y una pistolera al hombro, pues no podía llevar el arma en el cinturón debido a los puntos.

– Ese hombre no mató a la senderista -dijo Nate.

– Dice que le dijo que quería que sufriera. Si no la hubiera encontrado Gus, probablemente habría muerto. No sé lo que quería hacerme a mí.

– Tal vez nada. Tal vez lo sorprendiste y él reaccionó. La cuestión es que no lo sabemos y hasta que lo sepamos…

– Cuidado con las especulaciones -terminó ella en su lugar.

– Atente a los hechos. ¿Cómo está Gus? He hablado con él, pero es difícil calibrar su estado mental. No le gustó verte ensangrentada, eso te lo aseguro.

Mackenzie se apoyó en la silla, cómoda con Nate a pesar del estatus superior de él, de su seriedad y de su notoria impaciencia. Con el ataque de Cold Ridge más gente sería consciente de su vínculo con él y el de los dos con Bernadette Peacham. Mackenzie no sabía cómo reaccionaría Nate. ¿Encontraría el modo de trasladarla a Alaska?