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Pero había planeado todo eso en las horas posteriores a su confrontación con Harris Mayer.

J. Harris Mayer.

Jesse apartó de su mente la incómoda realidad de lo cerca que había estado de caer ese día con la agente pelirroja y se concentró en la tarea que tenía entre manos.

Eran más de las diez y hacía frío. Abrió la mochila que había escondido en un grupo de rocas cerca de uno de los senderos sobre el lago después de atacar a la senderista. La mujer había estado a punto de tropezar con ella, una razón como otra cualquiera para apuñalarla. Podía haberla matado allí mismo, pero viva podría confirmar su descripción si tenía que volver a atacar.

La mochila estaba llena de suministros, aunque nada por lo que la policía pudiera encontrarlo en el caso de que consiguieran llegar hasta ella antes que él. Su decisión de bajar de las colinas al lago llevando sólo el cuchillo había resultado acertada. Ágil y sin estorbos, podía huir más deprisa.

Sacó pantalones de andar, camisa y calcetines limpios. Gafas de montura de concha y una gorra de béisbol de los Red Sox. Estaba en territorio de los Red Sox y cuando la gente viera la gorra no pensaría que él era el hombre que había apuñalado a dos mujeres ese día.

La barba era un problema, pero pensó que, si se libraba de ella ahora, sólo conseguiría llamar la atención más. Si entraba en el servicio de una gasolinera con barba y salía con barba, nadie se fijaría. Si salía sin ella, se fijarían todos.

Una vez transformado en un senderista inexperto de aspecto respetable, y no en el loco en buena forma física que buscaba la policía, se colgó la mochila al hombro, salió del baño, compró una Coca Cola y una bolsa de patatas fritas y se marchó de la gasolinera.

Vio salpicaduras de sangre en la bota derecha, pero se dijo que ya lidiaría con eso más tarde, que de momento tenía que concentrarse en el presente.

Caminó por la carretera oscura y las pocas casas que había cerca de la gasolinera dieron paso al bosque impenetrable. Oyó ruidos de animales en la espesura. Murciélagos cruzaban el cielo iluminado de estrellas. El aire ahora era fresco, pero el viento había cesado y todavía no lo habían encontrado los mosquitos.

Un kilómetro después llegó a un sendero y le alivió ver que el BMW que había alquilado seguía allí. Un coche caro aparcado en un sendero tan lejos del lugar del crimen no tenía por qué llamar la atención, pero incluso si la policía investigaba el BMW, descubriría que había sido alquilado a una empresa pequeña de Virginia.

Quince minutos más tarde, una pareja regordeta de cuarentones le daba la bienvenida a su posada, una casa victoriana en las afueras de un pueblecito.

No exactamente el lugar donde la policía esperaría que pasara la noche un apuñalador loco.

Jesse no estaba de buen humor, pero devolvió la sonrisa a la pareja.

– Un día estupendo para estar en la montaña. Espero que no sea muy tarde.

– En absoluto.

El marido, que también tenía barba, llevó a Jesse a una habitación con baño.

– El desayuno se empieza a servir a las ocho, pero si lo quiere antes…

– A las ocho está muy bien. Gracias.

– ¿Mañana saldrá a andar?

– Voy a escalar el Monte Washington.

El hombre asintió con aprobación.

– Me alegro por usted. Yo lo escalaba una vez al año, pero ahora tengo mal la rodilla. ¿Es su primera vez en esa montaña?

No. La había subido al menos una docena de veces. Pero Jesse sonrió e intentó parecer humilde, un poco nervioso incluso.

– Es mi primera visita a las Montañas Blancas.

– El Monte Washington es una subida fuerte. La gente a menudo lo subestima. Mañana parece que hará buen tiempo, aunque nunca se sabe. Puede salir de aquí con un clima fantástico y que cuando esté en la cima llegue la niebla y se encuentre con rachas de viento de cien kilómetros por hora.

– Espero que no me ocurra eso.

Cuando se quedó a solas, con la puerta cerrada con llave, Jesse llenó la bañera de agua muy caliente y echó medio frasco de gel.

Mientras se llenaba la bañera, se recortó la barba. Se afeitaría por la mañana. Si la pareja preguntaba algo, les diría que era para darse suerte en la escalada al Monte Washington.

Enjuagó el lavabo, cerró el grifo de la bañera y se metió en el agua caliente. Se sentó en el baño hasta que la piel se le puso muy roja y arrugada y se le despejó la mente. Volvió sus pensamientos a donde debían estar, a la traición, a los hombres que hacían tratos con él y después lo engañaban.

A Harris Mayer y Cal Benton.

Pensó en sus caras y se dio cuenta de lo mucho que había llegado a odiarlos.

– Bastardos -susurró-. ¿Quiénes se creen que son?

Cuando salió de la bañera, se secó, limpió el vapor del espejo con una esquina de la toalla y miró su imagen, menos cadavérica ahora. Ya podía admitir lo que no había podido en las últimas horas.

– Has fallado. No has completado tu misión. Harris y Cal siguen teniendo algo sobre ti.

Eso y su dinero.

Todavía tenían el millón de dólares que le debían.

Se apartó del espejo y dejó las toallas en el suelo. Estaba muy bien para sus cuarenta y dos años. En forma. Mackenzie Stewart estaba también en forma y conocía algunos movimientos, pero ese día sólo la había salvado la suerte.

Apretó los puños y mantuvo la vista fija en su reflejo en el espejo.

Un millón no era cosa de broma. Y que lo condenaran si iba a permitir que lo chantajearan aquellos bastardos. Era su dinero y lo quería ya. En sus términos.

Su identidad y su dinero.

Tenía que centrarse, reagruparse, pensar lo que iba a hacer. Si no cooperaba con Cal Benton, ¿ese hijo de perra se quedaría el dinero y su póliza de seguros o iría al FBI? ¿Intentaría usar la información que tenía sobre él para sacarle más dinero?

Todo era posible. Jesse sabía que tenía que seguir adelante y lo haría.

Y entretanto, esa noche se iba a permitir fantasear un poco con la marshal pelirroja.

Doce

Rook sacó una cafetera de aluminio de un armario de la cocina de Bernadette Peacham y la colocó sobre la cocina de gas. Necesitaba café y lo necesitaba ya. Había pasado una mala noche en un dormitorio pequeño de arriba en el que sólo cabían una cama doble y una cómoda. Estaba al lado del cuarto en el que había dormido Mackenzie. Había oído todos sus movimientos, sus gemidos suaves de dolor y a un somorgujo. El grito del pájaro lo había despertado cuando al fin había conseguido adormilarse y había tardado mucho tiempo en volver a dormirse.

Mackenzie bostezó sentada ante la mesa rectangular situada a lo largo de un ventanal a través del cual se veía el lago, donde el sol de la mañana empezaba a disipar la bruma.

Ella señaló la cafetera. Se había puesto pantalones cortos y sudadera, pero tenía aspecto de desear volver a la cama.

– Beanie tiene ese cacharro desde que puedo recordar.

– Debe de tener cien años.

– Cincuenta sí.

La cafetera era de las que se desmontan. Rook lo hizo y dejó las piezas en el mostrador viejo de fórmica. La luz del sol entraba por las ventanas. Era una hermosa mañana de verano, un buen día para remar en canoa o dar un largo paseo por un sendero del lago.

Echó agua y café en la cafetera, volvió a montarla y encendió la estufa de gas.

– ¿Cuánto tiempo tengo que dejar el café?

– Ocho minutos exactos, según Beanie. No queremos que hierva mucho o se estropeará -Mackenzie se levantó con rigidez y abrió el frigorífico-. ¿Alguna vez has estado en una pelea de cuchillos? -preguntó.

– No. De cuchillos no.

Ella lo miró.

– ¿Otra clase de peleas?

– Ninguna de la que no haya salido andando.

– Y apuesto a que no todas por trabajo -ella sacó una botella de leche del frigorífico y la dejó en la mesa-. No me gustan los cuchillos, pero al hombre de ayer sí le gustan. Le gusta tener que acercarse tanto a la víctima -volvió al frigorífico a por zumo de naranja-. Le gustó verme herida.