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– Eres realmente imposible, tía Callandra -corroboró Rosamond, de pie en medio de la habitación, confusa y consternada-. No entiendo por qué tienes que decir estas cosas.

– Ya sé que no lo entiendes -le replicó Callandra con voz suave-, pero es porque no te has movido nunca de Middleton, Shelburne Hall o los círculos sociales de Londres. Si Hester no hubiera sido una invitada, habría dicho lo mismo que yo… incluso más. Desde Waterloo se nos ha quedado petrificada la imaginación militar. -Se levantó y se recompuso los pliegues de la falda-. Aunque aquella victoria fue una de las más grandes de la historia y la causa de un cambio de rumbo en la vida de las naciones, se nos subió a la cabeza y nos figuramos que basta que aparezcamos con nuestras casacas escarlata y obedezcamos las normas para salir vencedores de cualquier prueba. Sólo Dios sabe cuántos sufrimientos y muertes ha causado nuestra obstinación. Nosotras, las mujeres y los políticos, nos quedamos tranquilamente sentados en casita y aclamamos a los militares sin tener la más mínima idea de la realidad.

– Joscelin ha muerto -dijo Rosamond con aire lúgubre, los ojos clavados en las cortinas corridas.

– Esto ya lo sé, hijita -dijo Callandra detrás mismo de ella-, pero no en Crimea.

– ¡Quizá murió a causa de Crimea!

– Es posible-admitió Callandra, mientras su rostro se dulcificaba de pronto-, ya sé que tú lo apreciabas mucho. Era un hombre con una gran capacidad para el placer, tanto en lo tocante a dar como a recibir, cualidad que desgraciadamente no comparten con él Lovel ni Menard. Me parece que nos hemos agotado y que también hemos agotado el tema. Buenas noches, hija mía, y llora si tienes ganas, porque el llanto demasiado tiempo retenido no nos hace ningún bien. La compostura está muy bien, pero a veces conviene entregarse al dolor. -Rodeó con el brazo los hombros delgados de Rosamond, la abrazó unos breves momentos y, como si supiera que el gesto abriría la puerta al dolor a la vez que al consuelo, tomó a Hester del codo y se la llevó fuera de la sala para que Rosamond se quedara a solas.

Al día siguiente Hester se despertó tarde y se levantó con dolor de cabeza. No le apetecía desayunar temprano y menos aún encontrarse con nadie de la familia en la mesa. Tenía ideas muy apasionadas con respecto a la vanidad e incompetencia de la que había sido testigo en el ejército y el sentimiento de horror que le inspiraba el sufrimiento ya no la abandonaría jamás en la vida. Probablemente tampoco la ira que le había provocado. Sabía, sin embargo, que no se había comportado debidamente en la cena, recuerdo que la atormentaba y la incitaba a pintar un cuadro más grato de sí misma, en el que su falta quedara atenuada lo que no contribuía en modo alguno a aliviar el dolor de cabeza que sentía ni tampoco el mal humor.

Decidió dar un estimulante paseo por el parque para desfogar sus energías. Debían de ser las nueve de la mañana cuando, bien abrigada, se lanzó a caminar velozmente por la hierba dejando que la humedad le calara las botas.

Descubrió, extremadamente contrariada, la figura del hombre antes de que él la descubriera a ella. La contrariedad obedecía a que deseaba estar sola. Probablemente era inofensivo y seguramente él tenía el mismo derecho que ella a pasear. ¿O quizá más? A buen seguro que su presencia debía de tener su justificación, pese a lo cual ella lo sintió como un intruso, otro ser humano en un mundo donde reinaba el viento, los árboles enormes, unos cielos inmensos recorridos por las nubes y una hierba estremecida y rumorosa. Cuando llegó a su altura, el hombre se detuvo y le dirigió la palabra. Era moreno y tenía una expresión arrogante, delgado, pero no anguloso y ojos claros.

– Buenos días, señora. Veo que vive en Shelburne Hall…

– ¡Muy observador! -respondió ella con ironía, echando una rápida ojeada al parque, absolutamente desierto.

Era evidente que no podía venir de ningún otro sitio, a menos que hubiera salido de un agujero de la tierra.

El rostro del hombre se tensó, consciente del sarcasmo.

– ¿Es usted de la familia?

La miraba con curiosa fijeza, lo que para ella era desconcertante y casi rayano en lo ofensivo.

– ¿Puedo preguntarle en qué medida es de su incumbencia? -le preguntó ella fríamente.

El hombre la miró con mayor fijeza aún y de pronto hubo en sus ojos un brillo de reconocimiento pero, aunque le hubiera ido la vida en ello, Hester no habría podido decir cuándo se habían visto. Curiosamente, él no hizo comentario alguno.

– Estoy investigando el asesinato de Joscelin Grey. No sé si usted lo conocía.

– ¡Dios mío! -exclamó ella involuntariamente, aunque se dominó al momento-. En ocasiones me han dicho que carezco de tacto, pero me parece que usted supera todo límite. -Era mentira, la campeona del género era Callandra-. Se merecería que le dijese que yo era su novia… y que seguidamente cayese desmayada.

– Entonces tendría que tratarse de un compromiso secreto -le replicó él-. Y si es aficionada a las historias románticas clandestinas, no le extrañe que a veces alguien hiera sus sentimientos.

– Cosa que usted sabe hacer a la perfección. -El viento le azotaba la falda mientras seguía preguntándose por qué aquel hombre había dado muestras de conocerla.

– ¿Conocía a Grey? -repitió él ahora irritado.

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo duró la amistad?

– Si no recuerdo mal, nuestra relación duró unas tres semanas.

– Un periodo de tiempo extraño para una relación.

– ¿Qué periodo de tiempo encuentra normal para la relación con una persona? -preguntó ella.

– Me refiero a que es un periodo breve -explicó dando muestras de una cautelosa condescendencia-. No creo que usted fuera amiga de la familia. ¿Lo conoció poco antes de que muriera?

– No. Lo conocí en Shkodér.

– ¿Dónde?

– ¿Es usted duro de oído? -inquirió-. Lo conocí en Shkodér.

Hester se acordó de los aires paternalistas del general y de pronto acudieron a su memoria todas las ocasiones en que había sido objeto de humillación, recordó a los oficiales del ejército que consideraban que allí las mujeres sobraban, que no eran otra cosa que adornos o útiles para el recreo personal, pero no seres humanos en el sentido lato de la palabra. Las mujeres de clase alta eran seres a los que había que mimar, dominar y proteger contra todo, incluso contra la aventura, la toma de decisiones o cualquier tipo de libertad. En cuanto a las de clase baja, o eran putas o criadas y se podían utilizar como si fueran ganado.

– ¡Ah, sí! -admitió él frunciendo el ceño-. Fue herido. ¿Estaba usted con su marido?

– No, no estaba con mi marido. – ¿Por qué le pareció particularmente ofensiva aquella pregunta?-. Yo estaba allí para cuidar heridos, para ayudar a la señorita Nightingale y a otras como ella.

El rostro del hombre no mostró aquella admiración y profundo respeto próximo a la veneración que solía despertar aquel nombre, lo que molestó en cierto modo a Hester. Daba la impresión de que lo único, que le interesaba era Joscelin Grey.

– ¿Atendió usted al comandante Grey?

– Sí, entre otros. ¿Le importa si prosigo mi paseo? Aquí parada me entra frío.

– Por supuesto. -El hombre se puso a su paso y continuaron, juntos, el impreciso camino de hierba que conducía a un grupo de robles-. ¿Qué impresiones le han quedado de él?

Hester se esforzó en discernir entre sus recuerdos y la imagen que se había hecho a través de las palabras de la familia de Grey, del llanto de Rosamond, del orgullo y amor de Fabia, del vacío que la desaparición del hijo había dejado en la felicidad de la madre y quizá también en la de Rosamond, de la mezcla de exasperación y… tal vez de envidia que seguía persistiendo en sus hermanos.

– Recuerdo más su pierna que su cara -dijo Hester con toda franqueza.

La miró con la indignación pintada en el rostro.