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El desayuno era copioso como es costumbre: porridge, tocino ahumado, huevos, riñones rellenos, costillas, kedgeree, haddock ahumado, tostadas, mantequilla, mermeladas, compota de albaricoque, confitura de naranja, miel, té y café. Hester comió poco, aquella abundancia le quitaba el apetito. Tanto Rosamond como Fabia tomaron el desayuno en sus habitaciones, Menard ya había comido y Callandra no hizo acto de presencia. Su único acompañante fue Lovel.

– Buenos días, señorita Latterly, espero que haya dormido bien.

– Muy bien, gracias, lord Shelburne. -Hester se sirvió algo de la comida caliente colocada sobre el bufete y se sentó-. Yo también espero que usted esté bien.

– ¿Cómo? ¡Oh, sí… gracias! Yo siempre estoy bien. -Procedió a dar cuenta de la comida que tenía en el plato y pasaron varios minutos antes de que volviera a levantar la vista para mirarla-. Por cierto, espero de su generosidad que sepa no tomar en consideración gran parte de todo lo que dijo ayer Menard durante la cena. Cada uno se toma el sufrimiento a su manera. Menard también perdió a su mejor amigo… un compañero suyo de la escuela y de Cambridge. Tuvo un gran disgusto. Estaba muy unido a Joscelin, ¿sabe?, por el simple hecho de ser el hermano que le seguía inmediatamente en edad se sentía… -Parecía buscar las palabras adecuadas que explicasen sus sentimientos sin llegar a encontrarlas-. ¿Cómo diría? Se sentía…

– ¿Responsable, quizá? -le apuntó Hester. El rostro de Lovel reflejó gratitud.

– Eso mismo. Me atrevería a decir que a veces Joscelin jugaba más de lo debido y tenía que ser Menard el que…

– Ya comprendo -dijo Hester, más con intención de sacarlo del atolladero en el que parecía encontrarse que porque diera crédito a sus palabras.

Horas más tarde de aquella hermosa aunque un poco ventosa mañana, mientras paseaba bajo los árboles en compañía de Callandra, se enteró de otras cosas.

– ¡Todo esto no son más que tonterías! -comentó Callandra con energía-. Joscelin era un embustero. Toda su vida lo había sido, desde que era pequeño y jugaba en el cuarto de los niños. Me parece que no había cambiado y por esto Menard siempre tenía que andar tras él para evitar escándalos. ¡Es muy consciente del nombre de la familia, nuestro Menard!

– ¿No lo es lord Shelburne? -dijo Hester, sorprendida.

– Lovel no tiene imaginación suficiente para pensar que un Grey podría engañarle -respondió Callandra con franqueza-. Son cosas que están más allá de su capacidad de comprensión. Los caballeros no hacen trampas y, por otra parte, Joscelin era su hermano y, como al mismo tiempo era un caballero, no podía hacer trampas. Así de sencillo.

– Veo que Joscelin no era muy de su gusto. -Hester escrutó su rostro. Callandra sonrió.

– No especialmente, aunque debo admitir que a veces era muy ingenioso y ya se sabe que a la persona que nos hace reír le perdonamos muchas cosas. Además, tocaba muy bien el piano y es normal que le pasemos por alto muchos defectos a una persona que crea gloriosos sonidos… o quizá debería decir que nos recrea porque, que yo sepa, no componía.

Caminaron unos cien metros en mitad de un silencio sólo turbado por el rugido y el rumor del viento entre los gigantescos robles. Era como un torrente que se precipitase en una cascada o como un mar que se estrellase incesantemente contra las rocas. Era uno de los sonidos más agradables que Hester había oído en su vida, y el aire, suave y luminoso a la vez, parecía que purificase también su espíritu.

– ¿Y bien? -dijo Callandra finalmente-. ¿Qué opciones tiene, Hester? Estoy absolutamente segura de que podría encontrar un excelente puesto si quisiera continuar trabajando como enfermera, ya fuera en un hospital militar o en uno de los hospitales de Londres que aceptan mujeres.

Lo dijo con voz monocorde, sin especial entusiasmo.

– ¿Pero…? -Hester se adelantó a sus palabras. La boca ancha de Callandra se torció en la sombra de una sonrisa.

– Pero a mí me parece que sería una pérdida de tiempo. Usted está dotada para la administración, tiene un espíritu combativo y por esto debe encontrar una causa por la que luchar y salir vencedora. Seguro que en Crimea se le abrieron horizontes situados en los niveles superiores de su profesión. ¿Por qué no los enseña aquí en Inglaterra, por qué no obliga a que la gente la escuche? Por ejemplo, cómo evitar los contagios, las condiciones de insalubridad, las enfermeras ignorantes, los tratamientos imprudentes de las amas de casa. Salvaría vidas humanas y ello le procuraría satisfacción.

Hester no le habló de los artículos que había enviado suplantando el nombre de Alan Russell, pero en las palabras de Callandra había una verdad que surgía de aquel calor especial que ponía en todas las cosas, una especie de resolución que transformaba todo lo discordante en armónico.

– ¿Y cómo lo hago?

La redacción de artículos podía esperar, encontrar su propia salida. Cuanto más amplios fueran sus conocimientos, con más fuerza e inteligencia se expresaría. Por supuesto que ya sabía que la señorita Nightingale continuaría naciendo campaña hasta agotar toda aquella pasión que consumía tanto la fuerza de su sistema nervioso como su salud física y que conseguiría una reforma de todo el cuerpo médico militar, pero no podía hacerlo ella sola, ni con toda la adulación que le ofrecía el país ni con todos los amigos que tenía situados en lugares preeminentes. Existían intereses creados que se extendían por todos los pasillos de la autoridad como las raíces de un árbol a través de la tierra. Los vínculos de la costumbre y la seguridad de la posición tenían la fuerza del acero. Muchas personas tendrían que cambiar y, al tiempo que lo hacían, admitir que habían estado mal asesoradas, que habían sido imprudentes e incluso incompetentes.

– ¿Cómo encontraré un puesto?

– Tengo amigos -dijo Callandra con serenidad y confianza-. Comenzaré escribiendo cartas de forma muy discreta, ya sea para pedir favores, acicatear el sentido del deber, mover las conciencias o para amenazar con la desaprobación tanto pública como privada en caso de que se nieguen a prestarme ayuda. -Brillaba una leve chispa de picardía en sus ojos, aunque también la absoluta determinación de hacer exactamente lo que había dicho.

– Gracias -aceptó Hester-. Haré cuanto esté en mi mano para estar a la altura de las oportunidades que me ofrezcan y compensar todos sus esfuerzos.

– Muy bien -admitió Callandra-, si no creyera que ha de ser así, no me molestaría en hacerlos. -Acomodó sus pasos al ritmo de los de Hester y, juntas, penetraron en el bosque, siguieron caminando bajo las ramas de los árboles y continuaron después a través del parque.

Dos días después fue a cenar el general Wadham con su hija Úrsula, que desde hacía varios meses era la prometida de Menard Grey. Llegaron pronto, con intención de departir un rato con la familia en el salón antes de pasar al comedor, y Hester tuvo así ocasión de poner inmediatamente a prueba sus dotes diplomáticas. Úrsula era una joven muy guapa, con una cabellera de color castaño claro con reflejos rojizos y el cutis sano de los que pasan mucho tiempo al aire libre. De hecho, no llevaban mucho hablando cuando demostró su interés por la caza con jaurías de perros. Aquella noche llevaba un vestido de un azul intenso que, en opinión de Hester, era demasiado vivo para ella; le habría sentado mejor un color más tenue, ya que habría puesto de relieve su vitalidad natural. Tal como iba vestida, resaltaba demasiado entre la seda azul lavanda de Fabia y sus rubios cabellos que viraban hacia el gris sobre la frente, el azul apagado y oscuro de Rosamond que empalidecía su impecable cutis asemejándolo al alabastro, y el color de uva negra del vestido de la propia Hester, que todavía no había abandonado completamente el luto. Hester se dijo para sus adentros que nunca había llevado un color que la favoreciese más que aquél.