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Los dragones fueron mantenidos en la retaguardia, y no se recurrió a ellos en ningún momento. ¿Por qué? Cuando le hicieron la pregunta a lord Raglán, éste replicó que había pensado en Agnes.

Hester recordó haber ido más tarde al campo de batalla y haber contemplado la tierra empapada de sangre, los cuerpos mutilados, algunos tan terriblemente mutilados que los miembros estaban a varios metros de distancia del cuerpo. Había hecho todo lo que había podido para aliviar los sufrimientos, había trabajado hasta que el agotamiento había conseguido embotarla e insensibilizarla y, como el dolor le entraba por los ojos y los oídos, estaba mareada. Los heridos se amontonaban en los carros y eran transportados en ellos hasta los improvisados hospitales de campaña. Había trabajado día y noche hasta el agotamiento, con la boca seca por la sed, dolorida y horrorizada. Las enfermeras habían tratado de cortar las hemorragias; en cuanto a las conmociones, poco podía hacerse salvo administrar unas preciosas gotas de brandy. ¡Qué habría dado entonces por las botellas de la bodega de los Shelburne!

La conversación de la cena era un murmullo que flotaba a su alrededor, voces corteses, amables… e ignorantes. Ante sus ojos veía las flores que da el verano, nacidas de los cuidados de atentos jardineros, orquídeas cuidadas en un invernadero de paredes de vidrio. Se acordó de una cálida tarde en la que había atravesado un campo de hierba llevando en el bolsillo las cartas que había recibido de casa, pasando entre rosas enanas y azules espuelas de caballero, que habían vuelto a crecer en el campo de Balaclava un año después de la Carga de la Brigada Ligera, demostración insensata de ataque furibundo y heroísmo suicida. Había vuelto al hospital y había tratado de escribir a su familia para explicarles cómo iba todo realmente, qué hacía y cómo se sentía, hablarles de la camadería, de las cosas buenas, decirles que tenía buenas amistades, hablarles de Fanny Bolsover y de cómo se reían las dos y de los actos de valor. La fría resignación de los hombres al ver que disponían de granos verdes de café pero no de los medios para tostarlos y molerlos había provocado en ella una admiración tan profunda y un orgullo tan grande que se le había hecho un nudo en la garganta. Podía oír el rasgueo de la pluma sobre el papel mientras escribía una carta… y el crujido del papel al romperse.

– Un gran hombre -dijo el general Wadham, con los ojos fijos en la copa de clarete-, uno de los héroes que ha tenido Inglaterra. Lucan y Cardigan están emparentados… supongo que ya lo sabe. Lucan se casó con una de las hermanas de lord Cardigan. ¡Qué familia! -Hizo unos movimientos con la cabeza dictados por la admiración-. ¡Qué sentido del deber!

– Es motivo de inspiración para todos nosotros-admitió Úrsula con los ojos brillantes.

– Entre los dos se produjo odio a primera vista-dijo Hester antes de que la discreción le diera tiempo a refrenar la lengua.

– ¿Qué ha dicho? -dijo el general clavando en ella una mirada fría y enarcando sus delgadas cejas.

En su mirada se concentraba toda su incredulidad ante tamaña impertinencia en particular y su desprecio a la mujer en general cuando hablaba sin que nadie le hubiera pedido opinión.

Aquella mirada espoleó a Hester. Aquel hombre que tenía delante pertenecía al grupo de los locos ciegos y arrogantes que habían causado incalculables pérdidas en el ejército por haberse negado a informarse por su inflexibilidad, por el pánico que les invadía cuando se equivocaban y por sus emociones personales, que para ellos contaban más que la verdad.

– He dicho que lord Lucan y lord Cardigan se odiaron desde el momento en que se conocieron-repitió Hester con toda claridad en medio de un silencio total.

– No creo que esté en posición de hacer tal afirmación, señora -le dijo mirándola con absoluto desprecio.

Aquella mujer era menos que un subalterno, menos que un soldado raso. ¡Por el amor de Dios, si sólo era una mujer! Y se había atrevido a desmentir sus palabras, aunque fuera indirectamente. ¡Y en la mesa donde estaban cenando!

– Yo estuve en el campo de batalla del Alma, en Inkermann y en Balaclava y también en el sitio de Sebastopol, señor -respondió sosteniendo su mirada-. ¿Puede decirme dónde estaba usted?

El rostro del general se puso escarlata.

– La educación y la consideración que tengo con nuestros anfitriones me impiden darle la respuesta que merece, señora -dijo muy envarado-. Ya que la cena ha terminado, quizás es hora de que las señoras se retiren al estudio.

Rosamond hizo ademán de levantarse cediendo a la obediencia y Úrsula dejó la servilleta junto al plato, pese a que todavía le quedaba en él la mitad de una pera. Fabia no se movió de su sitio, pero en sus mejillas habían aparecido dos manchas de color, mientras que Callandra, con mucha parsimonia pero con decisión, cogió un melocotón y se dispuso a mondarlo con ayuda del tenedor y el cuchillo, con una discreta sonrisita rondándole en el rostro.

Nadie se movió pero el silencio se hizo más denso.

– Creo que tendremos un invierno muy frío -comentó Lovel finalmente-. El viejo Beckinsale me decía que cree que va a perder la mitad de la cosecha.

– Todos los años dice lo mismo -refunfuñó Menard mientras terminaba un resto de vino, apurándolo sin saborearlo, como si lo hiciera para no desperdiciarlo.

– Hay muchas personas que dicen lo mismo año tras año -los interrumpió Callandra apartando cuidadosamente un trocito de melocotón magullado a un lado del plato con ayuda del tenedor-. Hace cuarenta años que vencimos a Napoleón en Waterloo y la mayoría creemos que aún tenemos aquel mismo ejército invencible y nos figuramos que continuaremos venciendo recurriendo a la misma táctica y a la misma disciplina y valor que derrotó a media Europa y puso fin a un imperio.

– ¡Bien sabe Dios que es así, señora! -El general dio una fuerte palmada en la mesa que hizo retemblar la vajilla-. El soldado británico es superior a todos los seres humanos.

– No lo dudo -admitió Callandra-, pero hay un asno fanático e incompetente que es el general británico que lo manda.

– ¡Callandra! ¡Por el amor de Dios! -Fabia estaba estupefacta.

Menard se cubrió la cara con las manos.

– Quizás el resultado habría sido otro si usted hubiera estado al frente del ejército, general Wadham -prosiguió Callandra con gran desenvoltura y mirándolo con franqueza-. ¡No puede negarse que tiene usted imaginación!

Rosamond cerró los ojos y deslizó el cuerpo en el asiento. Lovel refunfuñó. Hester no podía contener la risa, rayana casi en el histerismo, y se llevó la servilleta a la boca intentando reprimirla.

El general Wadham protagonizó una retirada estratégica y sorprendentemente hábil. Decidió aceptar aquella observación como un cumplido:

– ¡Gracias, señora! -dijo muy tieso-. Tal vez yo habría podido evitar la carnicería de la Brigada Ligera. -Y con esto se dio por zanjado el asunto. Fabia, con la ayuda momentánea de Eovel, se levantó de la silla y excusó a las señoras, a las que dirigió hacia el estudio, donde podrían hablar de temas como la música, la moda, la sociedad, las bodas que estaban al caer (las anunciadas oficialmente y las que todavía estaban en el aire) mientras se dedicaban mutuas y exageradas muestras de cortesía.

Cuando los visitantes finalmente se despidieron, Fabia se volvió hacia su cuñada y la miró como si quisiera fulminarla.

– ¡Callandra… esto no te lo perdonaré nunca!

– Tampoco me perdonaste hace cuarenta años, el día que nos conocimos, por llevar el vestido exactamente del mismo color que el tuyo -replicó Callandra-, procuraré sobrellevar la carga con la misma entereza que he demostrado en todos los demás episodios que han ocurrido desde entonces.

– De veras que eres imposible. ¡Oh, Dios, cómo echo de menos a Joscelin! -Lentamente se puso en pie y Hester también se levantó en señal de cortesía. Fabia fue directamente hacia la puerta de doble batiente-. Me voy a la cama. La veré mañana -dijo, y salió sin añadir palabra.