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Callandra iba vestida de negro con algunos toques de blanco. El vestido era bonito, aunque no se acomodaba demasiado a la última moda, pero Callandra no vestía para llamar la atención, sino simplemente con distinción. No se correspondía con su naturaleza el destacar en el terreno de la moda.

El general Wadham era un hombre alto y fuerte, llevaba unas patillas largas y cerdosas y tenía unos ojos de un color azul pálido en los que se apreciaba una deficiencia que tanto podía ser miopía como presbicia. Hester no estaba segura de si se trataba de lo uno o lo otro, pero era evidente que sus ojos no se centraban en ella cuando le hablaba.

– ¿Está usted de visita, señorita…, señorita…?

– Latterly -dijo ella echándole una mano.

– ¡Ah, sí, claro, Latterly!

A Hester aquel hombre le recordaba de manera casi grotesca a una docena de militares de mediana edad que había conocido y de los que ella y Fanny Bolsover se burlaban siempre, cuando estaban cansadas y asustadas después de haberse pasado toda una noche en vela cuidando de los heridos, tras lo cual acababan echándose en el mismo jergón de paja, acurrucándose muy juntitas para darse calor y contándose historias tontas para reír un rato, porque siempre es mejor reír que llorar. Era entonces cuando se dedicaban a mofarse de los oficiales porque la lealtad, la conmiseración y el odio resultaban sentimientos demasiado complejos como para abandonarse a ellos cuando ya no les quedaban fuerzas ni humor para nada más.

– Amiga de lady Shelburne, ¿verdad? -preguntó el general Wadham de manera automática-. Estupendo, estupendo.

Hester notó que volvía a sentirse irritada.

– No -dijo ella corrigiendo sus palabras-. Soy amiga de lady Callandra Daviot. Tuve la suerte de conocerla hace bastante tiempo.

– ¡Vaya, vaya!'-Era evidente que al hombre no se le ocurría otra cosa que añadir, por lo que trasladó su atención a Rosamond, más preparada que Hester para la conversación trivial y más propensa también a celebrar sus ocurrencias.

Cuando se anunció la cena no había ningún caballero libre que la acompañase al comedor, por lo que Hester se vio obligada a escoltar a Callandra y, ya en la mesa, se encontró sentada enfrente del general.

Sirvieron el primer plato y todos comenzaron a comer, las señoras con más modales, los hombres con más apetito. En un primer momento la conversación discurrió sobre temas ligeros pero, una vez saciado el hambre inicial y tras haber dado cuenta de la sopa y el pescado, Úrsula comenzó a hablar de caza y de los méritos con que un determinado tipo de caballos destacaba sobre otros.

Hester no se sumó a la conversación. Sólo había montado a caballo en Crimea y todavía seguía apartando de sus pensamientos la perturbadora imagen de caballos heridos, enfermos y famélicos. De hecho, llegó a abstraerse tanto de la conversación que ni se dio cuenta de que Fabia se había dirigido a ella en tres ocasiones sin obtener respuesta.

– Usted perdone… -se disculpó un tanto cohibida.

– Me parece que usted, señorita Latterly, dijo que había tenido un breve encuentro con mi difunto hijo, el comandante Joscelin Grey, si no me equivoco.

– Sí, y ahora lamento que fuera tan breve. ¡Había tantos heridos! -respondió educadamente, como si estuvieran hablando de las cosas más corrientes, pese a que sus pensamientos la devolvían a la triste realidad de los hospitales, atestados de enfermos y de soldados afectados de congelación o consumidos por el cólera, la disentería y el hambre, todos amontonados sin apenas dejar sitio para más, mientras las ratas correteaban, se apiñaban y trepaban por todas partes.

El peor de los recuerdos era la construcción de terraplenes durante el sitio de Sebastopol, el frío implacable, las luces entre el barro, el temblor de su cuerpo mientras sostenía una linterna en alto para que el cirujano pudiera trabajar, su resplandor en la hoja de la sierra, las siluetas apenas entrevistas de los hombres, apretujados en busca de una fracción siquiera de calor humano. Recordaba la primera vez que vio la impresionante figura de Rebecca Box recorriendo a grandes zancadas el campo de batalla, atravesando las trincheras y penetrando en terreno ocupado más tarde por los soldados rusos, recuperando los cuerpos de los caídos y cargándoselos en la espalda. Lo único que superaba su fuerza, era su sublime valor. Ningún hombre caía demasiado lejos para que ella no fuera a recogerlo y lo llevara al barracón o tienda que hacía las funciones de hospital.

La observaban con fijeza, esperando que dijera algo más, una palabra de elogio para aquel hombre que, después de todo, había sido un soldado… un comandante de caballería.

– Recuerdo que era muy simpático. -Se negaba a mentir, lo hacía incluso por su familia-. Tenía una sonrisa encantadora.

Fabia pareció tranquilizarse y se apoyó en el respaldo de la silla.

– Sí, así era Joscelin -admitió con los ojos azules empañados-. Era valiente y a la vez alegre, incluso en las peores circunstancias. Casi no puedo creer que haya muerto. Tengo la impresión de que va a abrir la puerta de pronto, entrará, se disculpará por haber llegado tarde y nos dirá que tiene un hambre de lobo.

Hester contempló la mesa en la que se amontonaba tal cantidad de comida que con ella se habría alimentado a medio regimiento cuando el asedio estaba en su auge. En aquella casa se usaba la palabra «hambre» muy a la ligera.

El general Wadham también se apoyó en el respaldo y se dio unos toques con la servilleta en los labios.

– Un hombre estupendo -le dijo en voz muy baja-. Puede sentirse muy orgullosa de él, amiga mía. La vida de un soldado suele ser corta, pero está cargada de honores y su nombre no cae en el olvido.

Todos los comensales guardaron silencio, sólo se oía el tintineo de la plata al chocar con la porcelana. A nadie se le ocurría una réplica pronta. El rostro de Fabia denotaba un profundo y terrible dolor, una expresión de soledad inconsolable. Rosamond tenía la mirada perdida en el espacio, mientras Lovel mostraba un aire vacío, no se sabía muy bien si a causa del dolor de los demás o del suyo propio. ¿Se había abandonado a los recuerdos o lamentaba el presente que le habían robado?

Menard no paraba de masticar, como si tuviera un nudo en la garganta o la boca tan seca que le fuera imposible engullir la comida.

– ¡Qué gloriosa campaña! -exclamó por fin el general-. Vivirá para siempre en los anales de la historia, el valor del que se hizo gala en ella no será nunca superado. La Fina Raya Roja… en fin, todo.

Hester notó que de pronto la ahogaban las lágrimas, que la ira y el dolor le hervían por dentro, que la invadía una frustración insoportable. Veía con más precisión las colinas que se erguían al otro lado del río Alma que las personas congregadas en torno a la mesa y el centelleo del cristal. Veía los parapetos que se levantaron en los vecinos cerros una mañana, erizados de armas enemigas, los reductos grandes y los pequeños, las barricadas de mimbre reforzadas con piedras. Detrás de ellas estaban agazapados los cincuenta mil hombres del príncipe Menshikoff. Recordaba los olores que llegaban con la brisa marina. Ella se había quedado con las mujeres que habían seguido al ejército y observaban a lord Raglán con su levita y su camisa blanca, montado a caballo con la espalda muy rígida.

A la una sonó la corneta y la infantería avanzó hombro con hombro hacia las bocas de las armas rusas. Cayeron como espigas de trigo tronchadas en la siega. La carnicería se prolongó por espacio de noventa minutos, hasta que por fin se dio la orden y se incorporaron húsares, lanceros y fusileros, todos en perfecto orden.

– Estad muy atentas -había dicho un comandante a una de las mujeres-, porque la reina de Inglaterra daría los ojos para poder contemplar la escena.

Por todas partes caían hombres. Las banderas, enhiestas, quedaron hechas jirones con los balazos. Cuando caía un abanderado otro ocupaba su puesto y cuando caía éste, lo sucedía el siguiente. Las órdenes eran contradictorias, los hombres avanzaban y después se retiraban atropellándose unos a otros. Avanzaban los granaderos, un muro móvil de pieles de oso, después la Guardia Negra de la Brigada Highland.