Изменить стиль страницы

– Sobre cómo emplear el tiempo de que dispongo teniendo en cuenta el bagaje con que cuento -replicó Hester.

Rosamond pareció desconcertada.

– ¿Emplear el tiempo? -preguntó con voz pausada-. Me parece que no lo entiendo. -Y miró primero a Lovel y después a su suegra.

En su hermoso rostro y particularmente en sus llamativos ojos oscuros asomó una chispa de interés mezclada con una cierta desorientación.

– Necesito ganarme la vida, lady Shelburne -le explicó Hester con una sonrisa.

De pronto recordó las palabras de Callandra acerca de la felicidad y adquirieron todo su sentido.

– Lo siento -murmuró Rosamond y bajó los ojos hacia el plato, evidentemente dándose cuenta de que había dicho una inconveniencia.

– No tiene importancia -se apresuró a responder Hester-. Ya he tenido unas cuantas experiencias inspiradas y espero tener más.

Estaba a punto de añadir que la sensación de sentirse útil era maravillosa, pero comprendió que habría sido una crueldad decirlo con aquellas palabras, por lo que se abstuvo de pronunciarlas y se las tragó de una manera un tanto torpe junto con un bocado de cordero aderezado en su salsa.

– ¿Inspiradas, ha dicho? -preguntó Lovel con aire inquisitivo-. ¿Es usted religiosa, señorita Latterly?

Callandra se puso a toser ruidosamente al tiempo que se tapaba la boca con la servilleta. Al parecer se había atragantado. Fabia le sirvió un vaso de agua y Hester evitó mirarla a los ojos.

– No, lord Shelburne-respondió Hester con toda la mesura que le fue posible-, hice de enfermera en Crimea.

Se produjo un impresionante silencio, ni siquiera se oyó el tintineo de la plata al golpear la porcelana.

– Mi cuñado, el comandante Joscelin Grey, participó en la guerra de Crimea -dijo Rosamond para llenar aquel vacío, aunque su voz sonó contenida y triste-. Murió al poco tiempo de regresar.

– Tu explicación es un eufemismo -la cortó Lovel, cuyos rasgos se habían endurecido-. Fue asesinado en su piso de Londres como a buen seguro oirá hablar del suceso. La policía está investigando el caso. ¡Incluso ha estado aquí! De todos modos, todavía no han detenido a nadie.

– ¡Cuánto lo siento! -El estupor con el que lo había dicho era del todo sincero. En el hospital de Shkodér había atendido a un tal Joscelin Grey durante un breve periodo. Había recibido una herida de sable de consideración, pero no estaba entre los más graves ni entre los que, además, estaban enfermos. Se acordó de él: era joven y rubio, su sonrisa era generosa y fácil, poseía una gracia natural-. Lo recuerdo -dijo y en aquel mismo momento recordó también con especial claridad las palabras de Effie.

Rosamond dejó caer el tenedor y sus mejillas se tiñeron de repentino rubor, que desapareció enseguida dejando su rostro lívido como la cera. Fabia cerró los ojos e hizo una larga y profunda aspiración, espirando después el aire sin emitir el más leve sonido.

Lovel tenía los ojos clavados en el plato. El único que la miraba era Menard y, más que sorpresa o contrariedad, lo que reflejaba su rostro era preocupación y una especie de dolor secreto y reprimido.

– ¡Qué interesante! -dijo lentamente-. Supongo que debió de ver centenares de soldados, por no decir millares. Tengo entendido que tuvimos un número considerable de bajas.

– En efecto, así fue -admitió Hester tristemente-, más de las que se dice. Hubo más de dieciocho mil muertos, pero se habrían podido ahorrar muchas muertes. Ocho novenas partes de los soldados no murieron durante la batalla sino después, a causa de las heridas o de enfermedad.

– ¿Recuerda a Joscelin? -preguntó Rosamond ávidamente, sin prestar atención a aquellas aterradoras cifras-. Fue herido en la pierna y desde entonces cojeaba… incluso solía usar un bastón para apoyarse.

– ¡Sólo cuando estaba cansado! -la interrumpió Fabia con viveza.

– Sólo cuando quería que lo compadeciesen -la corrigió Menard en voz baja.

– ¡Eso ha estado del todo fuera de lugar! -dijo Fabia con una voz que, pese a ser peligrosamente suave, estaba preñada de amenazas, mientras sus ojos azules se posaban con fría desaprobación en el segundo de sus hijos-. Consideraré que no lo has dicho.

– Aquí se respeta el principio de no hablar mal de los muertos -dijo Menard con una ironía desacostumbrada en él-. Lo cual supone una limitación considerable de la conversación.

Rosamond tenía los ojos clavados en el plato.

– Jamás he comprendido tu humor, Menard -se lamentó.

– Porque rara vez tiene gracia -terció Fabia.

– Joscelin, en cambio, la tenía siempre. -Menard estaba furioso y ya no se esforzaba en disimularlo-. Es maravilloso lo que puede conseguir la risa: procura distracción general y hace-que se perdonen ciertas cosas.

– Yo quería mucho a Joscelin -dijo Fabia con mirada glacial-. Me divertía su compañía y no sólo a mí sino también a muchas personas. A ti también te quiero, pero me aburres a morir.

– ¡Pero no tanto que ello te impida disfrutar de los beneficios de mi trabajo! -A Menard se le había encendido el rostro y los ojos le centelleaban de indignación-. Mantengo a flote las finanzas de la finca y me ocupo de su administración, mientras que Lovel conserva el buen nombre de la familia, se sienta en la Cámara de los Lores o hace lo que se supone que hacen los nobles del reino. En cuanto a Joscelin, no había pegado golpe en su vida y su única actividad era frecuentar clubs y salas de juego.

Fue como si del rostro de Fabia se hubiera retirado la sangre, dejándola agarrada con fuerza al tenedor y al cuchillo como quien se agarra a un salvavidas.

– ¿Todavía sigues resentido? -dijo Fabia con una voz que era apenas un murmullo-. Luchó en la guerra, puso en riesgo su vida para servir a su reina y a su país en unas condiciones terribles, vio sangre, muertos… ¿Y todavía le echas en cara que, al volver herido a casa, quisiera pasar algún rato bueno con sus amigos?

Menard se disponía a replicar pero cuando vio el dolor reflejado en el rostro de su madre, más profundo aún que la ira que la embargaba, un dolor que lo envolvía todo, se contuvo.

– Algunas de sus pérdidas en el juego me causaron no poca incomodidad -se limitó a decir en voz baja-. Nada más.

Hester miró a Callandra y vio que en los expresivos rasgos de su rostro había una mezcla de ira, piedad y respeto, aunque no habría sabido decir a quién correspondía cada una de aquellas emociones. Pensó que tal vez aquel respeto era para Menard.

Lovel sonrió con frialdad.

– Me temo que pueda tropezarse con la policía por estos pagos, señorita Latterly. Aquí vino un tipo bastante maleducado, un advenedizo diría yo, aunque me pareció que era de mejor familia que la mayoría de policías. Aun así, no parecía tener mucha idea de lo que se lleva entre manos y sus preguntas fueron sumamente impertinentes. Como vuelva mientras usted está en casa y la moleste en lo más mínimo, limítese a decirle que la deje en paz y hágamelo saber.

– Así lo haré -confirmó Hester.

Que recordara, Hester jamás había hablado con ningún policía y no tenía el más mínimo interés en hacerlo.

– Seguramente debe de ser muy desagradable para ustedes -comentó.

– En efecto -admitió Fabia-, pero son molestias que no tenemos más remedio que soportar. Parece que el pobre Joscelin fue asesinado por una persona que lo conocía.

A Hester no se le ocurrió nada que decir. Habría querido decir algo que no fuera ni indelicado ni una completa perogrullada.

– Gracias por su consejo -le dijo a Menard y, bajando los ojos, continuó comiendo.

Después de la fruta las señoras se retiraron mientras Lovel y Menard se quedaban una media hora tomando oporto. A continuación Lovel se puso la chaqueta del esmoquin y pasó al salón para fumar un rato mientras Menard iba a la biblioteca. Pasadas las diez todo el mundo se había retirado, quien más quien menos todos se habían buscado alguna excusa y, alegando que la jornada había sido muy cansada, se habían acostado.