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– La señorita Ames es una jovencita encantadora -observó el general con la mirada puesta en Hester- y una consumada amazona que se comporta como un hombre en las cacerías. Tiene un gran valor. Y además es elegante, primorosamente elegante. -Echó una ojeada crítica al vestido verde oscuro de Hester-. Su abuelo murió en la guerra peninsular, en La Corana, en 1810. Supongo que usted no estuvo en esa guerra, ¿verdad, señorita Latterly? La fecha la pilla un poco lejos, me parece. -Y sonrió como quien acaba de decir una cosa graciosa y oportuna.

– Fue en 1809 -lo corrigió Hester-, antes de Talavera y después de Vimiero y de la Convención de Sintra. En cuanto a lo demás, tiene usted razón: yo no estaba.

El general se puso escarlata. Se tragó una espina, se atragantó y comenzó a toser tapándose la boca con la servilleta.

Fabia, lívida de indignación, le pasó un vaso de agua.

Hester, más experta, lo apartó al momento y le dio un trozo de pan.

El general masticó el pan, que envolvió la espina y permitió que se deslizara sin más contratiempos garganta abajo.

– Gracias -dijo el general a Hester con frialdad, bebiendo el agua a continuación.

– Me complace haberle sido de utilidad -replicó Hester cortésmente-. Tragarse una espina es una experiencia de lo más desagradable, y puede suceder tan fácilmente… incluso tomando los mejores pescados. Y doy fe de que éste es delicioso.

Fabia musitó alguna blasfemura inaudible entre dientes, y Rosamond se lanzó a una repentina y exagerada entusiasta rememoración de la fiesta organizada por el vicario aquel verano.

Después, Fabia manifestó que prefería quedarse en compañía de Úrsula y el general, y Rosamond urgió a Hester a continuar las visitas de caridad; camino del carruaje Rosamond le murmuró a Hester por lo bajo furtivamente y con una cierta timidez:

– Ha sido terrible. A veces usted me recuerda a Joscelin. Solía tener salidas parecidas, que me hacían reír mucho.

– No me ha parecido que se riera -dijo Hester con toda franqueza montando en el coche detrás de ella y olvidándose de arreglarse los pliegues de la falda.

– No, claro -dijo Rosamond empuñando las riendas e incitando al caballo a echar a andar-, mejor que nadie se dé cuenta. Volverá a venir a vernos otra vez, ¿verdad?

– No me parece que vayan a volver a invitarme -dijo Hester bastante apesadumbrada.

– Claro que la invitarán. Seguro que tía Callandra la invita. He visto que la quiere mucho… y sé que a veces se aburre con nosotros. ¿Conocía usted al coronel Daviot?

– No. -Hester lamentó por vez primera no haberlo conocido. Había visto su retrato y sabía que era un hombre corpulento y de porte erguido, con unos rasgos enérgicos que revelaban a la vez ingenio y temperamento-. No, no lo conocí.

Rosamond azuzó al caballo y se lanzaron a la carrera a través del camino, con las ruedas rebotando en los baches.

– Era muy simpático -dijo Rosamond con la mirada al frente-. A veces. Solía reírse ruidosamente cuando estaba contento, pero de cuando en cuando hacía gala de un carácter intratable, y se ponía muy autoritario… incluso con tía Callandra. Se entrometía en todo, y hasta le decía cómo tenía que hacer las cosas… cuando le daba por ahí. Pero después se le olvidaba y dejaba que ella arreglara el fregado,

Frenó un poco al caballo para gobernarlo mejor.

– Era muy generoso -añadió-, jamás traicionaba la confianza de un amigo. Era el mejor jinete que he visto en mi vida, infinitamente mejor que Menard y Lovel… e infinitamente mejor que el general Wadham. -El viento le había alborotado el cabello, pero parecía no importarle, de pronto se echó a reír como una loca-. No se tragaban.

Lo que acababa de decirle Rosamond le reveló algo de Callandra que Hester no había imaginado: soledad en libertad, lo que explicaba por qué no había siquiera considerado la idea de volverse a casar. ¿Quién habría podido suceder a un hombre tan individualista como aquél? Y ahora que se había acostumbrado a su independencia, tal vez los placeres de la libertad le pareciesen cada vez más preciosos. ¿No habría sido, quizá, más infeliz de lo que Hester deducía con sus juicios precipitados y superficiales?

Sonrió como dando a entender que había oído la última observación que acababa de hacer Rosamond, y después cambió de tema. Llegaron a la pequeña aldea donde debían continuar las visitas y no regresaron hasta última hora, en medio del calor y el azul y el oro de la tarde, pasando a través de los feraces campos y junto a los campesinos, que seguían con la espalda doblada y los brazos desnudos. Hester disfrutaba del aire fresco del paseo, del placer de pasar debajo de los enormes árboles que cubrían con sus ramas el angosto camino. No se oía otra cosa que el ruido apagado de los cascos del caballo, el siseo de las ruedas y el canto ocasional de algún pájaro. Sobre los rastrojos que los campesinos iban dejando atrás resplandecía una luz pálida, más oscura en las espigas enhiestas que todavía quedaban por segar. Unas cuantas nubes deshilachadas, frágiles como capullos de seda, se deslizaban a través del horizonte.

Hester observó las manos de Rosamond sujetar las riendas, observó su rostro hermoso y tenso y se preguntó si también ella veía aquella infinita belleza o sólo percibía su persistente uniformidad. Pero era una pregunta que no le podía hacer.

Hester pasó la tarde con Callandra en sus habitaciones y no cenó con la familia, pero al día siguiente tomó el desayuno en el comedor principal y Rosamond la saludó con evidente placer.

– ¿Le gustaría ver a mi hijo? -le dijo ruborizándose ligeramente por haberse atrevido a proponérselo y también porque era muy vulnerable.

– Claro que me gustaría -respondió Hester inmediatamente, sin poder decir otra cosa-, no hay nada que pueda gustarme más.

Probablemente era verdad. Aguardaba con aprensión su próximo encuentro con Fabia, y no deseaba volver a compartir una comida con el general Wadham ni volver a sus «buenas obras» para con los que Fabia consideraba «los pobres necesitados», ni le quedaban ganas de dar paseos por el parque por miedo a volver a encontrar al policía impertinente, cuyas observaciones habían sido tan inoportunas además de injustas.

– Así empezaré bien el día -añadió.

La habitación de los niños era muy luminosa, orientada al sur, llena de sol y decorada con tela de chintz. En ella había una sillita baja junto a la ventana, una mecedora cerca de la gran chimenea, que estaba perfectamente protegida por un parapeto y, provisionalmente, ya que el niño era tan pequeño, una cuna para los ratos que dormía durante el día. La niñera, que era una muchacha muy joven y guapa y con un cutis como la seda, estaba atareada dando de comer al pequeño, que debía de tener aproximadamente un año y medio de edad. Le iba dando trocitos de pan untados con mantequilla, que mojaba en un huevo pasado por agua. Hester y Rosamond no la interrumpieron, pero se quedaron observándola.

Era evidente que el niño, con un copete de cabellos rubios en la cabeza que parecía la cresta de un pájaro, lo estaba pasando en grande. Aceptaba, muy obediente, cada trozo de pan que le daba la chica, pero cada vez tenía las mejillas más hinchadas, hasta que, con los ojos brillantes, hizo una profunda aspiración y escupió todo lo que se había guardado en la boca, para consternación de la pobre niñera. El niño prorrumpió en risas tan sonoras que se le arreboló todo el rostro al tiempo que inclinaba el cuerpo hacia un lado de la silla, exultante de contento.

Rosamond se azoró, pero Hester se limitó a echarse a reír con el pequeño, mientras la niñera se restregaba con un paño húmedo el delantal que unos momentos antes estaba impecable.

– Señorito Harry, ¡esto no se hace! -le reprendió la niñera intentando mostrarse severa, aunque su voz no dejaba traslucir un verdadero enfado sino más bien exasperación porque el pequeño la había engañado una vez más.