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Fabia estaba sentada en la cama, llevaba una toquilla de satén azul sobre los hombros y el cabello cepillado y recogido a medias le caía, descolorido, sobre el pecho. Le pareció más delgada y mucho más vieja de lo que Hester creyó que la encontraría. Supo que no le resultaría difícil disculparse con ella viendo la soledad acumulada durante muchos años en aquel rostro lívido, la conciencia de una pérdida que sería imposible reparar.

– ¿Sí? -dijo Fabia con manifiesta frialdad.

– He venido a disculparme, lady Fabia -replicó Hester en voz baja-. Ayer estuve muy grosera con el general Wadham, para lo cual no hay excusas considerando que no soy más que una invitada. Lo siento de veras.

Las cejas de Fabia se levantaron por la sorpresa y sonrió apenas.

– Acepto sus disculpas y me sorprende que haya tenido la gentileza de venir a presentármelas. No me lo esperaba de usted. No suelo equivocarme con las jóvenes. -La sonrisa que dibujaron sus labios le levantó las comisuras por espacio de una fracción de segundo, infundiendo nueva vida a la expresión de su rostro y trayendo reminiscencias de la muchacha que fuera un día-. Fue para mí muy triste ver al general Wadham tan… tan abatido, aunque algo de bueno tuvo el incidente. La verdad es que es un viejo necio muy pagado de sí, y a veces me hastía con sus aires de superioridad.

Hester quedó tan sorprendida que le fue imposible articular palabra. Por primera vez desde que estaba en Shelburne Hall, Fabia le caía bien.

– Siéntese, si quiere -le dijo Fabia con un brillo de simpatía en los ojos.

– Gracias.

Hester se sentó en la silla del tocador tapizada de terciopelo azul y echó una ojeada a su alrededor, descubriendo otros cuadros más pequeños y unos cuan tos daguerrotipos en los que los personajes retratados estaban muy tiesos y amanerados debido al largo tiempo que llevaba captar la imagen. Entre ellos había un retrató de Rosamond y Lovel que correspondía probablemente al día de su boda. Rosamond aparecía en ella frágil y muy feliz y miraba directamente a la cámara, rebosante de esperanzas.

Sobre la otra cómoda había un antiguo daguerrotipo de un hombre de mediana edad con elegantes patillas, negros cabellos y un rostro engreído pero enigmático. Por su parecido con Joscelin, Hester dedujo que debía de tratarse del difunto lord Shelburne. Había también un esbozo a lápiz de los tres hermanos cuando eran niños: era un dibujo sentimental y los rasgos estaban un poco idealizados, como el recuerdo que se tiene de los veranos del pasado.

– Siento que no se encuentre bien -dijo Hester con voz queda-. ¿Puedo ayudarla en algo?

– No creo, no soy herida de guerra… por lo menos no de las guerras a las que usted está acostumbrada -replicó Fabia.

Hester no se lo discutió. Tenía en la punta de la lengua la réplica de que estaba acostumbrada a cuidar todo tipo de heridas, pero pensó que no habría sido justa: ella no había perdido un hijo y aquel hecho era el único sufrimiento de Fabia.

– Mi hermano mayor murió en la guerra de Crimea. -A Hester aún le resultaba doloroso pronunciar aquellas palabras.

Veía a George con sus pensamientos, veía su manera de andar, oía su risa; la imagen se disolvió de inmediato y dio paso al nítido recuerdo de los tres hermanos -ella, Charles y George- cuando eran niños. Sintió que las lágrimas se le agolpaban en la garganta y formaban en ella un nudo doloroso e insoportable.

– Y poco después murieron mi padre y mi madre -explicó atropelladamente-. ¿Podríamos hablar de otra cosa?

Por un momento Fabia pareció sorprendida. Lo había olvidado, pero ahora tenía ante sí una pena tan enorme como la suya.

– ¡Oh, amiga mía! ¡No sabe cuánto lo siento! Ya lo sé… usted ya lo había dicho, pero perdóneme. ¿Qué ha hecho esta mañana? ¿Le importaría sacar el coche más tarde? No costaría nada arreglarlo.

– Esta mañana he estado en el cuarto de los niños y he conocido a Harry -dijo Hester con una sonrisa y un parpadeo-. Es un niño guapísimo… -Y pasó a contar la anécdota.

Se quedó en Shelburne Hall bastantes días más; a veces daba largos paseos sola bajo aquel cielo ventoso y brillante. Aquel parque tenía una belleza que le gustaba inmensamente y le infundía una paz que había sentido en muy pocos sitios. Ahora estaba en condiciones de contemplar el futuro con mayor claridad y el consejo que Callandra le había dado y repetido en tantas ocasiones a lo largo de las muchas conversaciones que habían mantenido, le parecía más sensato cuantas más vueltas le daba. La tensión que reinaba entre las personas de la casa sufrió un cambio después de la cena con el general Wadham. El enfado más superficial se encubrió con las buenas maneras de costumbre si bien, a través de una multitud de pequeñas observaciones, Hester llegó a la conclusión de que la infelicidad constituía parte integrante y constante del tejido de las vidas de todos los miembros de aquella familia.

Fabia poseía un valor personal que podía estar formado mitad y mitad por aquella disciplina que era habitual en el sistema educativo a que había sido sometida y por el orgullo de no dejar que los demás descubrieran su vulnerabilidad. Era una mujer autocrática y hasta cierto punto egoísta, aunque ella habría sido la última en reconocerlo. Hester, sin embargo, había descubierto en su rostro, cuando no se sabía observada, toda la soledad que reflejaba en determinados momentos y a veces también, debajo de la anciana impecablemente vestida, un aturdimiento que dejaba al descubierto la niña que fuera un día. Era indudable que quería mucho a los dos hijos que le quedaban, pero no se avenía especialmente con ellos ni ninguno sabía cautivarla ni hacerla reír como Joscelin. Eran considerados con ella, pero no la halagaban, no sabían evocar con pequeñas atenciones aquellos días faustos en que había sido una mujer hermosa, centro de atención de las docenas de pretendientes que la cortejaban. Con la muerte de Joscelin, se le habían ido las ganas de vivir que tuviera en otros tiempos. Hester pasó muchas horas con Rosamond y simpatizó con ella, pero de un modo a la vez distante y exento de auténtica confianza. Las palabras de Callandra sobre la conveniencia de mostrar una sonrisa a la vez desafiante y protectora, se le hicieron presentes en varías ocasiones y de manera especial una tarde en que, sentadas junto a la chimenea, se entregaron a una conversación ligera y trivial. Úrsula Wadham estaba de visita, rebosante de entusiasmo y de planes para cuando se casara con Menard. Su parloteo era incesante y, aunque tenía a Rosamond sentada justo frente a ella, era evidente que no veía más allá de su cutis perfecto, su impecable peinado y el elegante vestido que llevaba. Rosamond, a sus ojos, poseía todo aquello que una mujer puede desear: un marido rico y con título nobiliario, un niño sano, belleza, buena salud y talento suficiente para destacar en el arte de agradar. ¿Qué más se podía pedir?

Hester oyó a Rosamond coincidir con Úrsula en todos aquellos planes suyos, en lo maravillosa que iba a ser su vida, en el futuro tan lisonjero que la esperaba, pero en el fondo de aquellos ojos oscuros no se veía brillar el fulgor de la confianza ni de la esperanza, sólo un sentimiento de pérdida, de soledad y algo así como el desesperado heroísmo del que persiste porque no sabe cómo retirarse. Sonreía porque sonreír la tranquilizaba, evitaba las preguntas, y le proporcionaba un manto protector de orgullo.

Lovel estaba muy ocupado. Por lo menos, tenía un propósito en la vida, y si trabajaba por satisfacerlo conseguía mantener a raya todo sentimiento sombrío. Únicamente en la mesa, a la hora de cenar, cuando toda la familia estaba reunida, alguna observación ocasional traicionaba la tácita convicción de que algo le había sido escamoteado, de que un precioso elemento que aparentemente le correspondía no era suyo realmente. El no lo habría llamado miedo -habría detestado la palabra y la habría rechazado lleno de horror- pero, al mirarlo por encima del lino impecable del mantel y del centelleo del cristal, Hester pensó que no podía ser otra cosa. Demasiadas veces había sido testigo del miedo, aunque oculto bajo formas diferentes, como cuando el peligro era físico, violento e inmediato. En un primer momento, siendo la amenaza tan distinta, no se le ocurrió más explicación que la indignación, pero al ver que persistía en el fondo de sus pensamientos y comprobar que seguía sin saber cómo llamarlo, de pronto contempló su otra cara, la del dolor interior, personal, afectivo y entonces supo que no era más que su versión familiar.