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– No lo dudo.

Sintió que dentro de él crecía una cólera irracional ante la confusión de aquella mujer y de toda aquella multitud silenciosa que, como ella, lloraba por sus muertos y se quedaba sin saber la verdad porque, según afirmaban los que mandaban, era demasiado dura. Tal vez fuera así, quizás algunos no habrían podido soportarla, pero no se les había consultado, se les había dicho aquello y nada más, igual que se había ordenado a sus hijos que fueran a la guerra. ¿Por qué razón? No tenía ni la más mínima idea. Durante las últimas semanas había leído muchos periódicos, había querido enterarse, pero sólo había conseguido hacerse una idea muy vaga: la causa de aquella guerra tenía que ver con el imperio turco y el equilibrio del poder.

– Joscelin solía hablarnos con tanta… prudencia… -prosiguió ella con voz queda, sin apartar los ojos de Monk-. Nos habló mucho de sus sentimientos, seguramente los mismos que Edward. Yo no podía imaginar de ningún modo que aquello hubiera sido tan espantoso. Nosotros, aquí en Inglaterra, no sabíamos nada… -Escrutó el rostro de Monk llena de ansiedad-. Aquello no tuvo nada de glorioso… se lo aseguro. ¡Tantos muertos!… Y no porque los matara el enemigo, sino el frío y la enfermedad. Nos habló del hospital de Shkodér. Estuvo internado en aquel hospital porque le hirieron en la pierna. Por lo visto sufrió muchísimo. Nos dijo que, durante el invierno, vio morir a hombres por congelación. Yo no sabía que en Crimea hiciera tanto frío, quizá porque está hacia el este y yo siempre me había figurado que en el este hacía calor. Nos contó que en verano sí hacía calor y que el clima era muy seco. En invierno, además, llovía mucho, lluvias y nieves interminables y un viento que cortaba la piel. Y por si no bastara, las enfermedades. -Había mucha aflicción en su rostro-. Doy gracias a Dios de que, ya que Edward tenía que morir, por lo menos su muerte fuera rápida: lo abatió una bala o una espada, no el cólera. Sí, Joscelin fue un gran consuelo para mí, aunque lloré con él como no había llorado nunca, y no sólo por Edward sino por todos los demás soldados y también por las mujeres como yo, que habían perdido hijos o maridos. ¿Me comprende, señor Monk?

– Sí -se apresuró a responder-. Sí, la comprendo. Por esto siento tanto tener que afligirla aún más hablándole ahora de la muerte del comandante Grey. Pero tenemos que averiguar quién lo mató.

La mujer se estremeció.

– ¿Cómo se puede ser tan miserable? ¿Qué maldad tiene que haber en el corazón de un hombre para ensañarse con otro y matarlo a golpes? Censuro las peleas, pero las entiendo, pero eso de golpear a un hombre, de mutilarlo después de muerto… Los periódicos dijeron que fue terrible. Por descontado que mi marido no sabe que los leí, pero ya que había conocido personalmente al pobre, tenía que leerlos por fuerza. ¿Usted entiende este asesinato, señor Monk?

– No, no lo entiendo. En todos los delitos que he investigado no hay ninguno como éste. -No sabía si era verdad, pero tenía esta impresión-. Debían de odiarlo con una pasión muy difícil de imaginar.

– Yo por lo menos no me la puedo imaginar… una violencia tan grande… -dijo cerrando los ojos y negando repetidamente con la cabeza-, un deseo tan grande de destrucción… de desfigurar a una persona. ¡Pobre Joscelin, pensar que fue la víctima de semejante… monstruo! Me aterrorizaría pensar que pudiera haber alguien que me odiase hasta este punto, aunque estuviera absolutamente segura de que no iba a tocarme nunca y supiera a ciencia cierta que su odio era injustificado. Me pregunto si el pobre Joscelin sabía algo…

Era una idea que a Monk no se le había ocurrido. ¿Sabía Joscelin Grey que su asesino lo odiaba? O, si lo sabía, ¿se consideró impotente para actuar?

– No debía de tenerle miedo -dijo Monk en voz alta-, de otro modo no le habría permitido entrar en su casa encontrándose solo en ella.

– ¡Pobre chico! -Involuntariamente encorvó la espalda como si tuviera frío-. Es aterrador pensar que alguien con tanta locura en el fondo de su corazón pueda andar suelto por ahí y que por su aspecto sea como yo o como usted. Me pregunto si habrá alguien que me deteste tan profundamente sin que yo lo sepa. Jamás me había detenido a pensarlo, pero ahora no puedo evitarlo. Ya nunca podré volver a mirar a la gente como hasta ahora. ¿Es frecuente que las personas mueran a manos de amigos suyos?

– Sí, señora, lamento decirle que sí. Y lo más frecuente es que los asesinos pertenezcan a la familia.

– ¡Qué cosa tan espantosa! -Hablaba en voz muy baja, con los ojos fijos en un punto situado detrás de él-. ¡Y qué trágica, además!

– Sí, así es. -No quería darle la impresión de que era insensible ni tampoco indiferente al horror que ella sentía, pero tenía que continuar con el asunto que lo había llevado hasta allí-. ¿Oyó al coman dante Grey hacer algún comentario sobre amenazas o sobre alguien que pudiera temer algo de él?

La mujer levantó los ojos para mirarlo y frunció el ceño mientras otro mechón de cabellos se soltaba de las inútiles horquillas que los sujetaban.

– ¿Alguien que tuviera miedo de él? ¡Pero si fue a él a quien mataron!

– Las personas son como los demás animales-replicó Monk-. A menudo matan cuando tienen miedo.

– Tal vez sí. No se me había ocurrido nunca. -Movió la cabeza, todavía confundida-. Joscelin era la persona más inofensiva de este mundo, nunca le oí decir nada contra nadie. Claro que tenía un humor un poco hiriente, pero no creo que nadie mate por una broma, aunque sea un tanto maliciosa o de no muy buen gusto.

– Aun así-insistió Monk-, ¿contra quién solía dirigir ese tipo de comentarios?

La mujer vaciló, no ya sólo por el esfuerzo que le exigía recordar, sino también porque parecía que hacerlo le desagradaba.

Monk esperó.

– La mayoría de las veces iban dirigidos contra su familia -dijo lentamente- o por lo menos eso me pareció… y no sólo a mí sino también a otras personas. Sus comentarios acerca de Menard no siempre eran amables, aunque sobre esto podría informarle mejor mi marido que yo… A mí Menard siempre me ha gustado, pero yo creo que es porque él y Edward eran muy amigos. Edward lo quería muchísimo, compartían muchísimas cosas… -Parpadeó y su dulce semblante se enfurruñó un poco-. Pero si es que Joscelin solía hablar mal incluso de sí mismo, lo que ya cuesta más de entender.

– ¿Hablaba mal de él? -Monk pareció sorprendido-. Lógicamente, he ido a entrevistarme con su familia, y no encuentro raro un cierto resentimiento por su parte. Pero ¿qué decía contra sí mismo?

– Pues que él no tenía nada suyo porque era el tercero. Y después de la herida que había sufrido cojeaba, ¿sabe usted?, y por esto ya no podía hacer carrera en el ejército. Parecía que se sentía como… rebajado, como si considerase que la gente no lo tenía demasiado en cuenta. Lo cual era absolutamente falso, por supuesto, porque Joscelin era un héroe y gozaba de las simpatías de todo tipo de gente.

– Ya comprendo.

Monk ahora pensó en Rosamond Shelburne, obligada por su madre a casarse con el hijo que ostentaba el título familiar y que tenía más perspectivas de futuro. ¿Joscelin la amaba o aquel matrimonio había sido para él más un insulto que una herida, un recordatorio de que su puesto estaba en el tercer lugar? Si le importaba Rosamond, seguramente se sintió humillado viendo que ella no tenía el valor de seguir los impulsos de su corazón y casarse con el hombre que amaba. ¿O era que para Rosamond contaba más la posición social y se sirvió de Joscelin para llegar a Lovel? En ese caso la humillación habría sido de otra índole, habría generado un sentimiento de amargura que habría persistido.

Quizá no llegaría a saber nunca la verdad con respecto a todas aquellas cosas.

Cambió de tema.

– ¿Habló alguna vez de asuntos financieros? Aparte del dinero que le mandaba la familia, seguramente tenía otras fuentes de ingresos.