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Capítulo 4

– ¿Quiere que siga buscando las joyas? -preguntó Evan con una expresión de duda. Era evidente que estaba convencido de que esa búsqueda no tenía objeto.

Monk pensaba lo mismo. Era más que probable que las hubieran tirado o incluso destruido. El móvil del asesinato de Octavia Haslett no había sido el robo. De eso estaba más que seguro. Ni siquiera abrigaba la sospecha de que un criado codicioso pudiera haberse introducido en la habitación con el mero objeto de robar. Habría tenido que ser francamente estúpido para perpetrar un robo justo cuando Octavia estaba en su habitación, teniendo en cuenta que disponía de todo el día para hacerlo sin que nadie lo molestara.

– No -dijo Monk con decisión-, mejor que aproveche el tiempo interrogando a los criados. -Al sonreírle abiertamente Evan volvió a responderle con una especie de mueca. Ya había estado dos veces en casa de los Moidore para recibir cada vez las mismas respuestas breves y nerviosas. Pero no porque tuviesen miedo había que considerarlos culpables. Si la mayoría de los criados temía por su buen nombre solamente porque la policía los interrogaba, ya no digamos si se sospechaba que sabían algo sobre el asesinato-. Alguien de la casa la mató -añadió Monk.

Evan enarcó las cejas.

– ¿Un criado? -No había sorpresa en su voz, pero sí una sombra de duda, más patente debido a la inocencia de su mirada.

– Sería mucho más cómodo -replicó Monk-. Las autoridades del país nos verían con mejores ojos si detuviéramos a una persona de los bajos de la casa, pero es un regalo que por lógica no vamos a hacerles. No, la esperanza que yo abrigaba era que, hablando con los criados, pudiésemos averiguar algo sobre la familia. Los criados ven muchas cosas y, aunque es costumbre advertirles que no vayan divulgándolas por ahí, a veces lo hacen, especialmente si ven sus vidas en peligro. -Se encontraban en el despacho de Monk, más pequeño y además más oscuro que el de Runcorn, pese incluso a aquella mañana luminosa y espléndida de finales de otoño. La sencilla mesa de madera estaba cubierta de papeles y la vieja alfombra, desgastada por el uso, había marcado un camino que iba desde la puerta al sillón-. Ya ha hablado con la mayoría -prosiguió-. ¿No ha averiguado nada hasta ahora?

– Se trata de criados corrientes -dijo Evan lentamente-. Las camareras son jóvenes en su mayoría, aparentemente alocadas y dadas a las risas y a bromas triviales. -A través de la ventana cubierta de polvo se filtró un rayo de luz que acentuó los finos rasgos de su rostro-. Y en cambio tienen que ganarse el sustento trabajando en un mundo rígido, obligadas por la obediencia a estar sometidas a unas personas que les tienen muy poca consideración personal. Conocen una realidad más dura que la mía. Algunas son casi unas niñas. -Levantó los ojos hacia Monk-. Si tuviera un año o dos más, podría ser su padre. -Aquella idea pareció alarmarlo y torció el gesto-. Hay una que sólo tiene doce años. Todavía no he descubierto si saben algo que pueda sernos de utilidad, pero no creo que ninguna de ellas tenga nada que ver.

– ¿Se refiere a todas las camareras en general? -dijo Monk tratando de puntualizar.

– Sí, las mayores…, en cualquier caso -Evan no parecía seguro-. Aunque tampoco veo por qué.

– ¿Y los hombres?

– El mayordomo no creo. -Evan sonrió con una ligera mueca-. El tipo es un palo seco, muy ceremonioso, muy militar. Si alguien ha despertado alguna pasión en su vida, creo que debió ser hace tanto tiempo que ya no conserva el más mínimo recuerdo. Y además, ¿cómo podría ser que un mayordomo tan respetable como éste matase a la hija de su señora en su dormitorio? ¿A santo de qué iba a meterse en su habitación a altas horas de la noche?

Monk no pudo reprimir una sonrisa.

– Veo que no es usted lector de prensa sensacionalista, Evan. Alguna vez tendría que prestar oído a lo que dicen los lenguaraces.

– ¡Bah, todo eso es basura! -dijo Evan con acento de sinceridad-. ¡Phillips no es de ésos!

– Los lacayos… los mozos de cuadra… el limpiabotas… -lo acució Monk-. ¿Y qué me dice de las mujeres de más edad del servicio?

Evan estaba medio apoyado medio sentado en el alféizar de la ventana.

– Los mozos de cuadra están en los establos y la puerta trasera de la casa se cierra con llave por la noche -replicó Evan-. Con el limpiabotas se podría probar, pero no tiene más que catorce años. No veo qué móvil podría tener. En cuanto a las criadas de más edad… supongo que es posible. Podría tratarse de celos o de algún desaire, pero tendría que ser muy violento para provocar un asesinato y a mí me parece que ninguna está tan loca como eso ni ha demostrado nunca inclinaciones violentas. Habría que estar loco de remate para caer en esos extremos y, en cualquier caso, las pasiones que oponen a los criados acostumbran a no salir de su ámbito. Están acostumbrados a soportar todo tipo de trato por parte de la familia -observó a Monk con gravedad no exenta de una cierta ironía-. Las ofensas se producen entre ellos. Hay una rígida jerarquía e incluso han llegado a derramar sangre por delimitar las competencias de cada uno.

Vio la expresión de Monk y se apresuró a añadir: -¡No, asesinato no! Algún pescozón y algún que otro puñetazo de cuando en cuando -explicó-. Lo que quiero decir es que las reacciones de los que viven en los bajos de la casa afectan sólo a los que viven en esos bajos.

– ¿Y si resulta que la señora Haslett sabía algo de ellos, por ejemplo un delito relacionado con un asunto de robo o inmoralidad? -apuntó Monk-. Para un sirviente habría significado perder un trabajo envidiable, y sin buenas referencias se hace difícil conseguir otro… y ya se sabe que cuando un criado no tiene dónde ir, lo único que le queda es un sudadero industrial en el que le exploten, o la calle.

– Es posible -admitió Evan-. También están los lacayos. Hay dos: Harold y Percival. Los dos parecen bastante normales, aunque yo creo que Percival es más inteligente y quizá también más ambicioso.

– ¿A qué aspira un lacayo, en todo caso? -preguntó Monk con socarronería.

– Supongo que a llegar a mayordomo -replicó Evan con una ligera sonrisa-. No me mire de esa manera, señor Monk. El cargo de mayordomo es apetecible, aparte de que requiere responsabilidad y es muy respetado. Los mayordomos se consideran muy superiores a los policías desde el punto de vista social. Viven en buenas casas, comen estupendamente y beben de lo mejorcito. He visto a algunos mayordomos que toman vinos que para ellos lo quisieran los amos…

– ¿Y los amos lo saben?

– Hay amos que tienen tan poco paladar que no distinguen un burdeos de un vino de cocina -dijo Evan encogiéndose de hombros-. Realmente, la de mayordomo es una posición que, aun siendo humilde, tiene atractivo para muchos.

Monk enarcó sarcásticamente las cejas.

– ¿Y hasta qué punto apuñalar a la hija del dueño puede ser un medio para acercarse a tan envidiable posición?

– No lo sería en absoluto… a menos que la hija del dueño supiera algo del sirviente que lo hiciera susceptible de despido sin referencias.

Era plausible y Monk lo sabía.

– Entonces mejor que vuelva a la casa y vea si se entera de algo más -le ordenó-. Yo volveré a hablar con la familia porque, por desgracia, sigue pareciéndome más probable que el culpable esté entre ellos. Quiero verlos a todos a solas, pero no delante de sir Basil. -Su rostro se endureció-. La última vez que los interrogué fue él quien llevó la batuta. Parecía que yo no contase para nada.

– En su casa es el amo -dijo Evan levantándose del alféizar de la ventana-, no entiendo por qué se sorprende.

– Por eso mismo quiero hablar con ellos, si es posible, fuera de Queen Anne Street -replicó Monk, algo tenso-. Yo diría que esto me llevará toda una semana.

Evan puso los ojos en blanco y, sin decir palabra, salió de la habitación. Monk oyó sus pasos escaleras abajo.